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Sobre El entrevero, de Andrés Ajens

Pablo Oyarzún R. *

Lo que sigue es sin brújula. Un poco como  El entrevero, aunque me imagino que esa impresión de andurrial que de primeras provoca es calculado espejismo.

Decir que un libro, una obra, un texto es inclasificable, es, a estas alturas, pura trivialidad. Ya se acumuló tanto ejercicio anómalo por tanto tiempo, que toparse con algo que calce sin roces en alguna de las hormas que los catálogos habidos tienen predispuestas remata casi en desconcierto.

El entrevero juega a esa consabida anomalía, sueltamente derivando por las estribaciones del relato, de la historia, del ensayo, del poema, del diario, de la crónica, del apunte (auto)biográfico, de la confesión acaso, tal vez del pelambre. Y juega, también, como haciendo las veces de una especie de analogon geográfico. Como si el texto mismo se desplegara a la manera de una travesía accidentada por cimas y depresiones, mesetas, taludes, precisos o vagos emplazamientos, contrafuertes y recodos, que dibujan lo que llamaría una zona, más que una región –no una región, porque nada la rige y no tiene régimen, a fin de cuentas –, una zona en que cada palabra y cada dicho parecieran ser inscritos con la seña de su alocación, y que sin embargo no es pertenencia ni arraigo, sino índice de ajenidad. Un analogon, digo, pero quizás un poco más que eso, porque es el texto el que se traza o se deja trazar como geografía accidentada, incidentada, si se me permite, porque su suma, en suma, no es más que una traza o una trama de incidentes, y eso de una manera aguda: y es que no son vicisitudes que sean manipuladas a control, sea éste próximo o remoto, sino porque cada vez (por ahí se recuerda la vinculación etimológica entre la vicisitud y la vez, creo), a cada vez, pues, incide algotro que rompe o interrumpe el continuum del discurso. El dis-curso, entonces, es menos curso que dislate.

Incide algotro y a cada vez otro, que deja la huella de su tenor y su tono, de su estilo y de su maña.

Andrés Ajens et al. es la marca de autoría. La abreviatura canónica, que está por et alii, “y otros”, signa a su vez la heterogeneidad –y creo que que habría que decir la heterogénesis– del texto, que, por eso mismo, no es de uno, sino de varios, sino de muchos, entreverados aquí, llamados por su nombre o sobrenombre (su alias, como ya ocurre con la máscara anagramática de Ajens por Asenjo, que acentúa la alteridad), convocados a una comparecencia fugaz o sostenida: Puba omnipresente, Humberto Quino, Jaime Saenz, Huidobro y Mistral y también Vallejo y Neruda, Bollack y Derrida, la persistente evocación del fenecido Germán Bravo, los cuatrocientos apelativos que dan cuenta de memorias y referencias, y que son –todos y cada uno, cada una– otras tantas hablas que no se conciertan en polifonía, sino más bien en barullo babélico.

Lo último, lo babélico, es por esa insistente gimnasia idiomática que hace el único continuo, bajo y alto continuo de esta profusa escritura. Y, claro, también en este caso habría un diapasón de base, en razón de los aires de tractatus de aymara que a ratos asume el volumen; pero el alemán (muy de timbre celaniano), pero el francés, pero el inglés, pero el brasileiro y el portuñol, pero el quechua también, y, sí, el castellano, que por allí enseña su lomo terso, de normativa pulcritud y no sin su prima de belleza, pero que reiteradamente es sometido a torsiones y distorsiones que lo trastornan, que lo extrañan. Pero multiplicado, pues, que se impone por doquier, que altera la geografía física y política, más estable aquella, menos ésta, con los signos del atlas lingüístico y su copia de variaciones fonéticas, morfológicas, sintácticas, léxicas, de préstamos y traspasos y hurtos –ámbito de tráfico abierto y agitado, de contrabando–, que el texto, también, asume en el proceso inquieto de su formación.

Y es que El entrevero se propone como espacio de traducción. “A traducir”, se ordena, se invita, se impetra no bien iniciado el texto, “a traducir variations sur un sujet al aymara”. Espacio de traducción, entonces. De traductividad, si puedo emplear este neologismo que alguna vez se me ocurrió y al que tengo cierta afición, no más sea porque me hago a la idea de que habla, no de referentes estables y de procedimientos regulados, no de un espacio pre-constituido y delimitado por orígenes y destinos (de sentido), sino de una operación  –la traslaticia– que primeramente abre el espacio en que ella misma es posible. Espacio, pues, que se abre en la frontera y como frontera. Ande no es, aquí (y se notará el temblor de este adverbio), Ande no es un mal apodo para ese espacio.

Pero también el tiempo: el tiempo de una traducción. Es –ahora, ahorita, en esta puntualidad exigua, que es la de un aquí sin aquí– el tiempo verbal que traza la huella (la “huelladura” gusta de decir Ajens) de un acontecimiento que no llega a consumarse, que se sustrae porfiadamente al presente en que, definitivamente, tendría lugar. Pretérito imperfecto del subjuntivo: fuera, hiciera, volviera, llegara (sin llegar). De subjuntivo, que es modo desiderativo, hipotético, contingente, contrafáctico. Como para señalar que el tiempo, también el tiempo, el tiempo de una traducción es de urdimbre traslaticia, inestable, escindido entre la ida y la venida, entre la duda y el deseo, escamoteado de sí mismo (como un lapsus), corredor a contrapelo y a contra-facto.

Todo eso, creo, y, en fin, el nombre. El nombre como si fuera lo único de lo que aquí y ahorita se trata, y como si el único acontecimiento (el que no llega) no fuera sino el acontecimiento del nombre: ¿no es ésa la desventura de la traducción? ¿Cuál es su gracia? ¿Qué se llama, caballero...? Punto suspensivo. ¿Qué se llama..? Se llama et alii, alius, alias, alia, alia iacta sunt... Es, quizá, lo que enseña –lección aciaga, o dichosa– la traducción: el nombre es lo perdido desde siempre. Nonada nomás.

 

 

* Texto leído el 13 de agosto en Santiago de Chile, con ocasión de una presentación de El entrevero (publicado en co-edición por Cuarto Propio, Santiago, y Plural, La Paz).

 

 

 

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