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Alterrancia, inidéntico: sobre Andrés Ajens
por Reynaldo Jiménez *

* Lo que aquí se concita viene a celebrar La flor del extérmino, por Andrés Ajens, La Cebra, Buenos Aires, 2011.

 

Inscribe Andrés Ajens:

Pero aparte de que nunca es posible explicitar exhaustivamente un contexto (toda una vida no bastaría), ocurre que no entender enteramente lo que otro u otra dice o escribe es lo más común del mundo. (…) simultáneamente entendemos lo que entendemos y no entendemos lo que no entendemos, ¿se entiende? En cualquier caso, antes de entender y de no entender, antes de que asimilar y/o no asimilar un sentido sea posible, hay cada vez algo así como un pre-sentido operando, o más de uno, eso que a ratos llamamos tono, entonación, deseo – deseo de entender y de entendernos incluido, aunque presintamos de entrada que no vamos a entenderlo todo, que no nos vamos a entender del todo, que la plena comprensión (y/o identificación) no es posible, y que si fuera posible, catástrofe descomunal sería, tragedia el quedarnos sin deseo (de entender y tender a alter incluido). Lo cual, de cierto, no implica promover ninguna apología de la incomprensión ni menos algo así como el imperio del individual deseo (el deseo raramente fuera por demás asunto eminentemente “subjetivo”).

Y quisiéramos añadir:

Del exterminio que todo término miniaturiza. Del estar fuera de término, de fuerza de cláusula, incluso, y de frontera, de cohecho, pues, en acto, eclosiona la voz, flor de la escritura. Ahí los ecos indican persistencias, la resistencia misma de las voces, capaces de supervivencia, sobre todo ahí, donde han sido obturadas, tachadas, clausuradas. Ninguna Declaración Universal de Inexistencia alcanza a rasgar toda la espesura de la voz. Aun cuando nos quedase andar entre segmentos, con el flechazo-acicateo de lo discontinuo: aun así, persisten las entidades, que se pronuncian. También los sentidos para esa confluencia, aun cuando pudiesen estar, de momento, obturados.

Intactas, las entidades de la voz, hasta en la micropartícula del segmento, vuelto al instante, otra vez, un Todo Puede Ser. Sería no otra cosa que la voz lo que antecede, incuba, genera, multiplica, enriquece, deriva, traba, perturba, destraba y sobrevive –eclosiona– a las lenguas y a los lenguajes. Incluso. Como en la experiencia misma de la resignificación: dándole voz a alguna cosa interceptada. Alguna astilla de experiencia que retorne (y detone) inagotable a la dermis, a la época, a la urbe, al recorte particular o más o menos generalísimo en que nos sepamos, o no, instantáneamente proyectar.

La voz, oh sí, que de tan humana se aparece como lo trashumante. Variante en lo invariable. Funámbula razón de ser cuando es alambre el contacto participativo, con que se teje, aun si dificultosamente, en la escrita (“en la Robada”). A veces, porque su espesura las abarca a todas, todas las particulares, las irrepetibles. Voces. Fuera de los términos sería siempre este comienzo, fuera de término, de demarcación espaciotemporaria, que la lengua poética, la deslenguada, la desengualichada —no obstante hecha con retazos de lenguajes y hachada por lenguas tan arcaicas como futuras, oblicua y centrífugamente hablando— envía, de paso por la respiración del paseante, agitado por la altura [nos desencontramos de pronto, los de la estepa, a más de 3000 m sobre el nivel del mar, ahí donde éste no se contaba sino como un horizonte inalcanzable, una franja territorial que se hundiera tras los nevados sin devolvernos señal], envía, decía, hacia lo aún inexistente.

Acá y ahora de la mera inminencia de lo porvenir, haciendo epifanía del ensayar precisamente voces, entrevoces, tremeluz de entrellas, dispersión para un cóncavo, no obstante. La flor del extérmino, su pedido por la cesación de la extinción, su horadar-orar, habiendo sido escrito por Ajens no podría sernos menos ajeno. Ya de partida su lonjazo a la vecindancia, homenaje a la posibilidad de compartir, hasta el entrecruzamiento infinito, a través de un plan conspirativo para abolir ese meollo de distracción del que surgen y en que se asientan nociones como las de Frontera o de Propiedad Intelectual. Porque si el ensayo se explaya, con o sin propiedad, en tanto género (literario) donde el pensar se va ajustando en la prosodia, a medida que surge ante el escrutinio o la distracción del colector, en éste particular, textil que precede y sobrepasa al texto (hecho de voces, como viene), lo que se va pensando es un asunto que desde lejos se venía. O una serie coactiva de asuntos, nada presuntos por cierto, con los que Ajens urde una especie de parte desde el frente. De ahí que su urgencia colinde con su paciencia para seguir leyendo aquende las puntas aparentes de hilachas que no terminan, empero, de salírsele por la boca del enhebrado, a puntas de flecha y de flechazos. Antropófago, quien siga leyendo ahí donde no está todo dicho ni escrito ni concluido de leer.

Quizás Ajens no recorra enhebrando sino escenarios de una guerra (¿simbólica? desde ya nada fría) al interior… Una calidad de resistencia, la suya, que se aparta de la correntada esquizoide del hechizamiento divisor y predispone a transleer ahí donde no había sino biombos de comprensión. Monstruos de lo inexacto al retenernos en un solo lado de la frontera. Como si hubiera. Ese parte, desde la frontera, trae noticias del que partiera hacia el más acá. Allende es aún in situ.

La voz que se desenajena se inspira plurilocal. Al ensayarse, va desmontando la red de dispositivos perceptibles ya en los calcos de la propia letra. Pero haciéndolos aun más perceptibles, pues la articulación ajensiana trae hacia delante, pone Acá en relieve, hasta el intersticio que es la letra. Le resalta el vacío acosador. Vacuola en que la letra se hace otra vez cruda. A esta altura el poema sería una borrachera en los Andes o esa sobriedad ebria sería una emanación del posibiliter. Una mascarada de diablos con barbas rubias o una mascada comunal de coca ante el cerro que observa silencio. O al arrojar las hojas, en aras de adivinar. Una resistencia a la asimilación, en cualquier dirección que ésta se pudiera reimponer. Los recorridos diagonales de Andrés (traspasados a otra escala o magnitud darían una estrella intercostal toda rayada y en dínamo que subrayase el área supuestamente fronteriza entre los sures, entre los feudos del sur: una estrella y ya no una tachadura), son la exacta huella traslaticia y prolatente de su viaje continuo por el continente nuestro.

La flor del extérmino es un libro de viaje, un libro de horas, una documental que deja adrede trabajando sus materiales ante la dicha perpleja de quien atienda. Un capítulo (libro de pasajes y de veloces ritos verbales de pasaje: parpadeo del entre) de una poética molecular y por ende inmensa, que abarca por desplazamientos conectivos y casi que se da, ella misma, en tanto experiencia del abarcar trazando diagonales, que nadie hubiese esperado. Aporta su pensar, la mecha encendida, acto-escritura, cualidad elástica, esa cuestión de irrigar la intriga para ver, esperar, a ver qué más puede ocurrirle a la escritura en trance de ir haciéndose un so-pensar.

Es instigar, lo suyo, materia tan escurridiza como lo es la atención en simultáneo. Mientras, conversamos por los pasadizos de esa Sincroteca que Andrés está construyendo, desde todos los ahoras moleculares de su extensa obra, a sabiendas del contraproyecto esencial que a todo ello, ello mismo, anima. Esa paradoja consistente entre la pregunta por el nombre, por la existencia misma de América como alguna retenible imagen diamantina o turbia, aunque al fin y al cabo aglutinable, y la capacidad de responder con lo que continúa moviéndose, con el temblor del estrato (de lo inhumano, que tan dificultosamente soportamos). Lo cual recupera toda ancestralidad (del cuerpintado) en su capacidad de seguir impulsándose hacia un “acá”. El cuerpo pintado —pensar tal como se pintan los ahí-adentro— no difiere, entonces, del poema en experiencia. El autónomo, condensador de energía, es un desautómata. Desmagnetiza circuitos.

Viajar, de este modo, implica una instancia que no está en una consideración del espacio ni se temporaliza en relación a algún Centro Distante de Acá. Acá que no sabemos qué sea, todavía. Que surte otro tipo de efectos a la rasante conciencia de lo que ajusta las condiciones fronterizas, que, por cierto, devuelve la impronta traslúcida de la primera vez. De estar leyendo por primera vez. De sentir que el castellano, sin ir más lejos, es raro como la consistencia, belleza cruda, del ente corporal, de sus instancias más inmediatas, sus emergencias, la super-urgencia (violenta, organizada) que corta las transmisiones del más acá.

Acá, en cuanto ampliación del campo perceptual, también. Y en relación ahuesada: micropolítica del gesto que actualiza un traspasamiento de la frontera y su esquizo, su noción como un permiso de existencia. Para, en vez, tender oídos al más acá, sin remendar la marca divisora, la que establece a la adversidad, y no a la diversidad, como punto de ensamble, lugar común. La que por caso ponía a la voz de un lado y a la letra del otro. Que la percatación en simultáneo, que ensaya Andrés, nos permita versar por los accidentes aparentemente eruditos, que de tan puntuales son construcciones suyas, para aportar a una más diversa panorámica, en el acto de esa colectura que propone, al traer esas líneas de fuga hasta nuestras playas de conocimiento más o menos estacionario. Versar-con, o dejar de ser adversario del vecino —una de las situaciones, dentro de la distracción establecida, más comunes y fatigosas del mundo— y observar el desplazamiento de las mismas palabras, las de siempre y nunca, mientras van ensayando sin desmayo, surcando la escucha con nuevos términos, en otros términos. Los signos conversando con lo insignificante. Nada menos terminal.

Quién sabe qué ojos observen por primera vez un texto. Pero si se sabe de la voz, en verdad es que no hay texto, porque el contexto, en tanto predestinación, se evaporó, para dar paso, o cuerpo, pleno, a una luz de textil. Desliza pensar con la fuerza de atracción de su trama —la pregunta es desde y por la tragedia, y por ende inquiere por la traducción, al vérselas asimismo con el estado de conflicto, o los conflictos inter-estados, que plantea la sola moción fronteriza. Pero el textil nos lleva al desempeño subliminal de lo significado, donde sólo el ojo minucioso del observante (que Pigafetta inscribiera como other en su lista de vocablos tehuelches, según Ajens, “para traducir el `ojo´ patagón”) nos puede derivar, es decir dejarnos respirar, por fin, después de tanto palabrerío sobre tanta cuestión del inventario. Dejarnos salir del inventario, o saber que no necesariamente estamos ahí: permitirnos ese desvelo, ese subrayo que Andrés intercala a veces desplazándolo a subrayo, donde libera, contraveneno, el propio (amplio) desconocimiento que teníamos (tenemos) acerca del suelo y sus estratos pulsantes. O más bien aquello que, no siendo territorio, ni, mucho menos, mapa, constituye sin embargo un ensamble de andariveles, que serían nuestras capacidades de movimiento y nuestra posible actualidad. Esa interdimensión. Donde el textil eclosiona, gesto entreverante, lo inaudito por venir, tinku sin precedentes: aquí, la gracia insignificante. Un contraproyecto. Un desmapeo. Una conexión de infrazonas sacándose de las casillas.

¿Y a esta escritura del carajo, del carajo entreveraz y tinkudo, a la vez alógena e indígena, aún la vamos a llamar “Literatura”? ¿O, sin tomarle el pelo a nadie, y muy menos a la tradición e institución literarias, pero también diciéndolo aquí sin pelos en la lengua, no fuera mejor diferir la decisión en torno al nombre y a la clasificación de la “cosa”?

No apurar el entrevero: en tal pararrepliegue, aún a relevar, Andrés se coloca en la hilera discontinua, imprevista, de los exploradores. Su exploración, en cierta desmedida podría consistir en arrojar la piedra, no fundacional sino epifánica, por deforme que esto pudiera parecer, si pareciera: y a ver qué ocurre. Su pacto o su paciencia, asimismo, podría ser un aumento de la capacidad conspirativa, que incluye valores documentales o eruditos pero bajo el signo radiante del entusiasmo por el eco. Es decir, por lo que le ocurre a la voz cuando pasa por los sintetizadores de cada lectura-escucha, cuando retorna, polen, proteica, a la conciencia de haber dicho, no alguna, sino mucha y espesa cosa, que hace rato hacía falta.

Sobre todo, acá, Buenos Aires, 2011, donde y cuando nos abomba la cantinela popularesca, lo incuestionable de tanto asunto datado, la ronda extrachata de la repitencia demagógica, obturadora del ágora, del tinku, del nguillatum, del acto, del gesto, del deseo: aun a sabiendas de tal máquina tantálica, buscar confluencias incluso en las bifurcaciones y fructificación en lo que se va incubando tras la idea. La política ya no en los términos de la polis, y menos aún de las policiaciones mentales sobredeterminantes del evento conectivo, del acto en poesía. Tocar el lenguaje para alcanzar fibras en la lengua, y con esto, más arriba, decía: una riqueza capaz de abolir la Propiedad.

Pensar no podría sino ser lo más extraviado ante cualquier prepotencia, cualquier desafección. La más ínfima distancia sofocaría al textil, petrificando la idea al coartarle las líneas de fuga y reducirla a una noción (terminal). Ido el textil, retorna el texto: producto, y ya no dicha de ver qué pasa, qué podría estar sucediendo, incluso si uno mismo faltara, y no hubiera cita, ni verosímil, sino una cosa o pre-cosa, toda salpicada, en efecto, de signos, pero, según refiere Lezama de Góngora: “juglar hermético, que sigue las enseñanzas de Delfos, ni dice, ni oculta, sino hace señales”. En esto el laberinto no distrae a Ariadnandrés de andar por la irregularidad, dejando un surco que sería el hilván, que conecta las figuraciones por enhebrado.

Darle aire a ese pensar en el acto de escribir, el textil con el cuerpo, es, ocurre con los desplazamientos mismos, que va mutando por el alerta del movimiento que alcanza a la letra, que hace voces y habla-en-lenguas al colocarse en estado, en tono: ese urgir impostergable, pensar en acto. Una especie de baile que destranca la cabeza o la pone a girar sin contrasentidos, incorporativo de cada correntada que pudiese deslizarla hacia el origen oscuro, o claroscuro, hasta el meollo, magma, que es el estrato, continente, y es, suscitado, poderoso. No el origen puesto en la fijación teleológica, de hecho, sino esta condensación ab-origen, esta puesta en cuerpo, al hacerse, el autor también, un cuerpintado. Uno que de solo verse se sabe al revés o no sabe oír sino entreversado.

Así nosotros, colectores, decía, escuchando que hay algo imposible de traducir y que la traducción, para entendernos en que también-no nos vamos a entender, consiste a veces, o sobre todo, en la experiencia, que nos increpa y nos pone en nuestro (otro) lugar.

Anudar la pregunta por la proveniencia de algo o de alguien a la de su lengua, no sólo conlleva recalar de entrada que toda experiencia de lugar (más o menos habitable) es a la vez experiencia de lengua inscribiéndose, que no hay “lugar” sin “lengua” y que un eventual encuentro, de provenires por de pronto, no se diera en la fusión o confusión de lugares o lenguas; se diera, si se da —permítasenos esta económica formulación viejonueva extrema— en una cierta experiencia (prueba riesgosa y travesía) marcada antes que nada por el co- y por el entre-: peripecias de un lugar común inidéntico, arrojo copioso de la lengua.

Los ensayos de este libro son también documentos de valor manifestario, en cuanto propagan copensar que se atreve a mirar fuera de los términos de un tablero, un ajedrez, un hechizamiento cualesquiera. La vida no podría ser en absoluto el recorrido carcelario, la rutina es incompatible con el pensar, que más bien podría asimilarse, con meridiano forzamiento, tal vez, a un seguir aprendiendo a leer. A leer en los actos como en las palabras. A leer entre los y las. Una especie de confianza en lo desconocido, que va imantando las posibilidades del pensar, o del seguir pensando, más-acá de arraigos, la querencia. O la memoria-querencia, diz Andrés.

Pensar como un aquerenciarse, ya no sólo en la propia confianza, o entrega, o donación de los dones, sino también en los universos paralelos que constituyen (y complican, ciertamente) cualquier ilusión de centro o de periferia.

¡Más fácil entenderse con otros que consigo mismo! Consigo radicaliza la frontera: irreconocible entre uno y otro, hecha polvo, se la arroja aun por la cabeza. (…) El horror de sí, el espanto de encontrarse a sí, de verse a sí (el vide sua figura, refiere Pigafetta), un sí repartido de entrada en/tre sí, un así atravesado entonces por alguna in/cierta frontera, intervalo que suspende y a la vez hace posible cualquier identificación consigo, motivara en Occidente con y sin comillas una amplia literatura sino la Literatura misma. Pero. No es raro aún encontrar en las literaturas, aun en las modernas, que tal experiencia espantosa o siniestra del sí occidental, aquella travesía figurante que divide al sí, sea figurada como experiencia ajena (no occidental) con lo cual el terror de sí es hecho retroceder sosegadoramente como terror de alter fuera de sí. Así vuelve Ulises a sí: él mismo como el otro mismo, especialmente, el otro, el de Joyce. (…) Pero. Desde el momento en que alter comienza a ser delimitado, identificado, generosamente o no, comienza la asimiladera, el amismamiento, la apropiación; o alter perdura qua alter o, al inproviso, parte la desalteración (la domesticación). ¿Es posible? ¿Tal alterrancia inapropiable?, ¿o los avatares de alter (…) son, habida cuenta de la confluencia entre generosidad y apropiación, hospitalidad y domesticación, justamente lo imposible? (…) Experiencia: prueba riesgosa, travesía.

Cualquier afirmación de límites inamovibles se desmorona ante la inquietud cordial del recorrido venoso que implica este trazar —sin hurtarle cuerpo a la complejidad—, este entreversarse con los avatares de alter. Además: el reconocimiento de alter en cada cual, cualquiera, cualquier uno, un, una, con o sin “nosotros”, ¿no sería una oscilación inopinada, el evento, el poema, ante la historia de lo invariante, ante el inventario de obviedades-biombos?

La insistencia interrogante pulveriza cierto espejo y ya no hay quien evite su alcance, portando la insurrección, desesquizo en sí, del entusiasmo. Y de la incitación al entusiasmo demoledor de condicionales y/o tajantes afirmaciones. No interesan nuevas fundaciones americanas, sino esa cualidad inasible de la ética, mediante la cual nos permitimos discriminar, por ejemplo, entre las abundantes y producidas epifanías negativas, funcionales a lo invariante (al poder divisor, al Estado), y la irreductibilidad poética, epifanía de la lengua en el lenguaje. Queda el curare en la vibra de la jabalina que nos insertan y nos destilan ex-términos como los de Rufino Phaxi Limachi, traslucinados por Ajens: ¿Qué idioma hablas?, ¿lengua?, ¿cuál?

 

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[Leído durante la presentación de La flor del extérmino. Escritura y poema tras la invención - de América, de Andrés Ajens, el 29 de abril de 2001 en la Librería Fedro, Buenos Aires, donde participaron el propio A.A. y Mario Arteca.]


 

 


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Alterrancia, inidéntico: sobre Andrés Ajens.
Por Reynaldo Jiménez.
Presentación de "La flor del extérmino", de Andrés Ajens, La Cebra, Buenos Aires, 2011.