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Un “desorbitante ande”:
El entrevero de Andrés Ajens
*

Por Guadalupe Santa Cruz

Vérselas con un texto de A. A., y con este entrevero en particular, sería todo lo contrario de leer, hablar o escribir de corrido. Como si el deseo de traducción, el hallarse bajo el imperio de la traducción –“trama y trauma” de esta escritura– estuviese entrecortando incesantemente las posibilidades de decir, abriéndolas en otras direcciones, hacia otros y multiplicados modos de la lábil lengua.

Por ello mismo, tal vez El entrevero, así como las otras obras del autor, no sea sino una larga conversación, y en esta conversación ininterrumpida vayan entreverándose varios , como lenguas que desdicen o tuercen el decir del hablante, que aportillan su fluidez. Pero estaríamos acostumbrados a esta trama, al cuerpo a cuerpo con las lenguas, si no fuera por el hecho de que en este constante diferimiento del decir una de ellas es, aquí, el aymara, y porque el cuerpo que se debate en la lengua hace del Ande, de los Andes y del andar, su torcida columna.

Se trata entonces de una lengua distante que nos acerca el autor: las distancias hoy, más que medirse en espacio, de más en más comido por el tiempo, lo devienen por el desconocimiento, por el desconocimiento que conduce al olvido (incluso a la extinción, señalan las políticas de la conservación). La vecindad –término caro al autor–, nuestra vecindad física y geográfica con el aymara lo comprueba: la velocidad de las mercancías que interesan al ¿cómo llamarlo? Estado, establishment, estado de cosas chileno, dejan a esta lengua en la vereda, la vuelven lengua muerta, o lengua etnológica, de administración de la diferencia. A. A. acerca pues esa tierra ignota en la lengua, acerca otro tiempo, un respiro del tiempo que conversa con el espacio: paisaje que es nuestro también, aunque vivamos de espaldas a las cordilleras, más bien en la así llamada depresión intermedia, con la columna anudada (que no es lo mismo que torcida) y oteando hacia otras coordenadas.

Sea como sea, este entrevero es y propone desplazamiento, un ande por otras lenguas, una gramática de la andanza, que no puede sino ser entreverada, entrecortada, literariamente literal. Antes de encontrarse en este texto con una cita a la escritura de Flaubert, a propósito de la relación entre poesía y prosa (“todo lo que no brilla es prosa”, escribe A.A.; “prosa es verso echándole para adelante”, pone A.A. en boca del poeta Jorge Campero; y, luego, el reconocimiento compartido: Flaubert como “una singular predisposición diabólica en prosa, en cuanto, echándole cada vez para adelante, no quisiera acabar –girar– jamás”. Antes de esta cita, se me aparecía un paralelo entre el tartamudeo políglota de El entrevero y las dificultades que señalara Sartre en El idiota de la familia respecto de Flaubert –cuyos padecimientos frente a la escritura de una frase son conocidos–, recordando que en su infancia era presa constante de la literalidad del lenguaje común. La expresión francesa irónica “Anda afuera a ver si no estoy allí” hacía correr al Flaubert infante hacia algún afuera. Un extraño entrevero une lo literal y lo literario, un desplazamiento que tiene que ver con este correr y asomarse a ver, a ver si se encuentra allí la palabra, si acaso la palabra corresponde a la palabra. Y es que en este libro, El entrevero, no sabemos cuándo, y es ésta su marca, cuándo estamos hablando de lengua, cuándo en lengua, y cuándo idos en lengua. De este escozor, de esta promiscuidad se hace libro este libro. Por “ex asperante” (término del autor) que sea.

Debo decir, a estas alturas, cómo me convoca el pendiente (la pendiente) de este ande, y es que hay que haber estado en algún altiplano, en el aire de las palabras que allí vuela y se clava, hay que haber perdido, no la palabra, sino las palabras frente a la trenza de las cordilleras, haber tenido la cabeza en otro lado sin perder pie ni la razón en esos cordones secos que trasladan desde el bajo al alto, del alto al más alto y las múltiples combinaciones posibles que hacen de toda medida un entremedio y, sobre todo, una irrisoria coordenada del cuerpo. Hay que haber respirado esas palabras empinadas y borrachas para ver en esa luz alucinada la nitidez, la nitidez material que se apodera de ellas.

No es, pues, alguna fiebre filológica ni un erudito frenesí que recorre este texto y su conversación, como tampoco se trata de un ademán babélico, ni, menos aún, de angustia o anhelo de comunicación. Estamos en las materias poéticas, en sus texturas. De hecho A. A. escribe indistintamente “texto” y “aguayo”, aquel textil andino de insondable caligrafía. Ambos se dan a leer, trazan, trenzan, anudan, cifran, constituyen superficies de sentido. Hay que haber andado los desiertos de la Pampa, las alturas y las planicies del altiplano, sus abras, azogues, quebradas, portezuelos, sus bizarros deslindes y sus aparentes silencios para percibir cómo acecha en ellos la escritura, cómo las huellas y los signos intimidan el entendimiento, cómo la toman a una por el hombro sin saber hacia dónde voltearse. Que cualquier cosa, una “nonada” cualquiera puede estar allí escrita es una complicidad que me une al autor, atento, como lo sé, a las diversas lecturas, de las hojas de coca, de los aguayos, de los humos, a las cuales yo agregaría la de los cabellos en las hilachas que aún permanecen entre nosotros (¿cuál nosotros? es una pregunta que queda suspendida).

Que A.A. hable allí de “la enhuelladura [de la istoria]”, no desde ni hacia allí, sino allí, sin más, en la columna torcida de la lengua, en “una vuelta del camino” y entre tanta escritura, que allí surja de pronto la lectura, una lectura de J. D. (Derrida), no llama la atención. Algunos pasajes derridianos apunan y afiebran del mismo modo en la escritura, sobre la escritura. En ambos lugares, en algunas páginas derridianasy en el texto abierto del Ande, la escritura se encuentra a nuestras espaldas.

En lengua aymara el futuro también lo está, subraya A. A., al poseer como uno de sus rasgos constitutivos el sello de confiabilidad del testimonio dado/recibido: “toda localización (metafórica) del porvenir [está] detrás, en tanto lo aún no visto”, escribe el autor.

Este es otro de los ejercicios de traducción que recorre la obra de A. A.: el subrayado de posibles equivalencias. No para contrastar y alfilerear categorías, sino para iluminar una palabra desde otra (nuevamente, Derrida), para sugerir alguna vibración compartida entre palabras, expresiones, nombres –en el sentido que P. Marchant da a los nombres, a una deseada lengua de nombres.

Las alusiones derridianas no se encuentran tanto en aquellas referencias “documentales”, digamos, de las citas a la correspondencia de Germán Bravo a propósito de algunas escenas parisinas del seminario. Se alojan más bien en los comentarios a un tiempo cuya secuencia se deja inquietar por el asunto de la presencia, remisión tras remisión; a un tiempo que tampoco transcurre de corrido. A una escritura que, haciéndole hueco al hueco, recapitula sin avanzar: “entonces de nuevo”, subraya A.A. en un “canto y/o poema” de Pedro Umiri traducido del aymara por el propio Umiri, provenir, proveniencia y porvenir jugándose en el encuentro de la lengua, “entonces de nuevo”, “ese tiempo de la vida en la puna/ que volviera no más”. Deseo de vuelta y vuelta del deseo, comenta A.A.

Este andante lleva por lo demás otra vuelta bajo la manga y es que oficia de editor. No lejos de la maña de Simón Rodríguez, quien tuviera por afán entre político, didáctico –y poético, me gusta pensar–, distribuir y espaciar los vocablos sobre la extensión de una página, para goce de la lectura actual –para mi goce–, sabiendo de la vida de ambas, palabras y página, en un continuo con la vida a secas.

El entrevero se anuncia, desde la partida, así: “Hay que dar una serie de vueltas y revueltas, curvas angulosas, giros, e intrincadas, cruzar puentes pre- y posrevolucionarios, pasos, vegas, ciegos acantilados que amortiguan el sopor de la entrada en materia”. De modo que se hace difícil distinguir entre el alto topográfico de una andanza y el hito tipográfico que éste constituye gracias a una conversación, reunión o puna, bar, seminario o declive del camino. Avanzamos –nunca de corrido, como ya he señalado, sino a sobresaltos– entre uno y otro poema: Saenz, Huidobro, Vallejo, Celan, Mistral, Mallarmé, T.S. Elliot, entre otros, son los escollos de esta escritura, “el tiempo muerto” que “trabaja” en ella. Jaime Saenz, por sobre todo. Más radicalmente, se confunden el pie de página y aquello que hace quebrada en el relato. Si de subir y bajar se trata, habría un alto y un bajo, incluso un “penetrar en picada”, pero tambaleante, diferente a los usos jerárquicos que conocemos a estas direcciones, puesto que a las montañas del silabario se les conoce andinamente como cerros, y en el mundo, desde que Guamán Poma propusiera entenderlo “al reueeés”, aquello que parece situarse abajo podría encontrarse arriba. De la página, digo. El pie puede ser foja y la foja pie. La edición, aquí, detrás de su aparente protocolo, juega a extraviar. No de un modo “rayuélico”, en que se pudieran barajar entre sí los capítulos, ni convirtiéndose en un “lector salteado” como lo propone Macedonio Fernández, sino, de manera más apunada, en la misma hoja, en el mismo párrafo, en la misma palabra. “Jirando me pierdo”: “De tantas vueltas, de tanto subir dando vueltas, de tanta mistuña (subir, pasar de un lugar a otro más alto), de tanta misturaña (salir, emerger como brotar de renovales de árboles), de tanta mistura, me pierdo”.p 74.

Sea como sea, la jeregoncia de A. A., sus calambures, sus vueltas y revueltas, el trabalenguas de su lengua tiene por epicentro este temblor que hablamos. (¿Quiénes hablamos? El escritor-editor, aquel que firma este libro juxtaponiendo a su nombre “et al.” pone en entrevero este “nosotros”). Y su epicentro es, por lo mismo, descentrado. Uno de éstos –epicentros y nosotros– es Aconcagua (AA), el complejo Aconcagua, el horizonte Aconcagua (A. A. leyendo a los lectores arqueológicos, a “la tribu arqueológica misma, la comunidad científica” en su propia lengua y en los “restos óseos de [su] encuentro (sus oficiales actas)”, así como leyendo (¿la escritura?) en los platos y cántaros aconcaguas sus característicos tricarnios –“diagramas o lineamientos en forma de tres aspas curvadas”– girando en una orientación u otra (izquierda/derecha, norte/sur); y como Lampa en la cultura Aconcagua, único sitio en que hasta ahora se han encontrado objetos cuyas aspas siguen todas las orientaciones a la vez, como “entrelugar” escribe A.A. Entrelugar que también puede aludir a lo que señala Huidobro para los cuatro puntos cardinales que en Chile son tres, norte y sur. Pero, por sobre todo, Aconcagua, aquí, centro de nada sino “garganta, cuello, voz”, “lo más estrecho de la voz”, “la voz misma estrechándose a sí misma”. “Familiar extrañamiento” y “ajenía mutua”, tal vez, pero. (“Pero” hace muchas veces de oración completa en este libro). Pero: ¿qué hay de esta intensa encerrona? Pero: ¿qué se lee en esta angostura? Una invitación, algunas páginas más tarde, indica “A airear la casa escasa”. El transande es la tranversal que propone esta obra: no solo allende la depresión intermedia y la geopolítica, sino en las traducciones y translaciones poéticas acercadas por Ediciones Intemperie, por Caballo verde y por Mar con soroche. Es decir, este transande propuesto no es solo literal, sino literario. Y, como escribe Jaime Saenz, “en la abrupta pendiente en que la pendiente se hunde”.

 

* Texto leído en la presentación de El entrevero (Cuarto Propio, Santiago, Plural Ediciones, La Paz), de Andrés Ajens, el 13 de agosto, en Santiago.

 

 

 

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