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La última novela de Homero

por  Andrés Ajens



 


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En su novela La ciudad de los inmortales (2005), Homero Carvalho, actual presidente de la fundación Cultural del Banco Central de Bolivia, se demora en evocar la “Isla de la Poesía”, que, según afirma uno de sus personajes, fuera descubierta por Hernando de Magallanes en la Tierra del Fuego — es decir, hoy por hoy, entre Argentina y Chile. Por estos días Carvalho vuelve a novelar poesía en un libro impresionante que, presentándose bajo la apariencia de una antología de poesía, enhebra otra sabrosa fábula de la susodicha isla, pero esta vez nacionalizada, “en” Bolivia (al comienzo del libro, el narrador habrá confesado una irrebatible “insularidad” de una cierta incierta Bolivia, con lo cual, por alegoría, la isla de la poesía y Bolivia no serían sino una y misma cosa en su narrativa).

Que una novela se presente bajo la forma de antología, no habrá de sorprender: novelas en forma de intercambio epistolar, o en otras variantes formales más o menos desconcertantes, hay no pocas, y no pocas de interés.

La última novela de Carvalho desde ya tiene más de un nombre, inscribiéndose de entrada en lo que el narrador llamará luego dual “complementariedad” del “imaginario andino” (aunque más adelante el mismo narrador fustiga al susodicho imaginario, por su supuesta adicción al “fanatismo”). Dos títulos y dos subtítulos. Primero: “Antología. La poesía del siglo XX en Bolivia”. Luego, al abrir el libro: “Poesía boliviana. Donde la nieve y los ríos son míticos” (esto último viene también con un sub-subtítulo que reza: “Antología esencial”). Entre la poesía escrita en Bolivia en el siglo XX y la “poesía boliviana” sin más (donde esta y sobre todo lo “esencial” que se le adscribe queda como un rematado enigma). Así, la dual asimetría entre la “antología” y la “poesía boliviana” de todos los tiempos (lo boliviano en poesía viene enmarcado ahí estado-nacionalmente, cuestión naturalizada y jamás interrogada en vuelta alguna del relato) fuera cuestión medular y no simple anécdota.

La trama se reparte en tres momentos. El primero se presenta bajo la forma de un prólogo donde un narrador introduce tanto la “antología” como la esencial “poesía boliviana”. El segundo momento viene dado por una suerte de “canon” de la poesía boliviana del siglo XX (con pasajes de autores “consagrados”, mayormente fallecidos). El tercer momento y final es una suerte de epílogo donde el narrador presenta una “proyección” fabulosa del susodicho canon, es decir, una ficción de la poesía boliviana de fines del siglo XX y de jóvenes que solo han publicado en los inicios del siglo XXI.

El “prólogo” es una verdadera pieza de antología. El narrador se presenta no como alguien que presume saber de de literatura (boliviana, para el caso) sino como simple lector de poesía de su país: “yo me precio de ser lector … de la poesía de mi país”. Y, claro, no estamos ante cualquier lector. El narrador-lector se identifica también como poeta indígena (del pueblo) movima, cuya lengua —según dicen los que dicen que saben— pertenecería a la (no) familia lingüística de las “aisladas”. ¿La Isla de la Poesía? En cualquier caso, el narrador-lector-poeta-indígena se hace depositario de un “encargo” imperativo de una real editorial española, y simula irse de tesis sobre la poesía de su país a fin de cumplir su “ineludible” deber: “difundir la obra de nuestros poetas por el mundo de habla hispana”.

Entre las múltiples tesis que plantea el narrador sobre “nuestra poesía”, solo un par de ejemplos. El narrador-lector-de-la-poesía-de-su-país postula, de un lado, una oposición irreductible entre la poesía europea y la poesía boliviana y, más ampliamente, latinoamericana. Mientras la “poesía europea” sería de parte a parte “filosófica” y “abstracta”, la poesía boliviana sería “vital” y “real”. Afirma: “Si algo percibimos de los poetas de Europa… es que su poética es filosófica. Los ríos para ellos son pensamiento, abstracción. En cambio para los nuestros… el río es la vida misma, real y cotidiana…” (No se trata de refutar aquí al narrador de la novela o venir a concluir que este jamás leyera un poema de Machado, de Celan o de Shakespeare; lejos de nosotros intentar refutar a un fantasma).

Otra fabulosa tesis que avanza el narrador: aquella que sostiene que poetas y lectores paceños tienden a ser más fanáticos e idólatras que los cruceños: “En poesía… existen fanáticos que adoran a sus ídolos… En Bolivia, este extremo solo se da en la ciudad de La Paz… Los poetas y lectores cruceños son más democráticos… nunca las asumen [sus preferencias literarias] con fanatismo”. Relanzando el proverbial tinku entre “Oriente” y “Occidente” como recurso recurrente, el narrador confirma tanto su filiación andina (que organiza de entrada el libro) como su móvil y acuosa identificación “oriental” (movima).

El segundo momento está dedicado a los grandes poetas muertos o consagrados ídolos de la poesía escrita en Bolivia (los trece de la fama son aquí al menos catorce o quince: Zamudio, Jaimes Freyre, Borda, Tamayo, Reynolds, Guerra, Otero Reiche, Cerruto, Saenz, Churata, Lara, Camargo, Urzagasti, Wiethüchter, etc.); el narrador, aunque (o precisamente por estar) estructuralmente capturado por el dualismo andino, no deja de darse a la dura tarea de ir al rescate de perdidos poetas amazónicos a fin de intentar equilibrar a los contrincantes de tal poético tinku. Tarea de cierto encomiable, tan mediolunezca como a ratos plurinacional. O, para decirlo ya en lengua movima: solopa:yy (‘gracias’).

En cuanto a las “proyecciones”, epílogo del libro (el narrador reitera que su propósito habrá sido dar cuenta de “la poesía boliviana del siglo veinte y [de] sus proyecciones”), brillan de modo inaudito: Nicomedes Suárez Araúz, Cé Mendizabal, Jorge Campero, Juan Humberto Quino, Juan Carlos Orihuela, Clemente Mamani, Vilma Tapia, Jaime Taborga, Rodolfo Ortiz, Marcia Mogro, Juan Cristóbal MacLean, Rubén Vargas, Sergio Gareca, etc. (Con lo cual el narrador termina por equilibrar de paso el tinku entre vivos/as y muertas/os). Pero la lista es no finita y habría que agregar desde ya a Eduardo Mitre, Pedro Shimoshe, Emma Villazón, Mónica Velázquez, Mauro Alwa, Benjamín Chávez, Marcelo Villena, Mónica Freudenthal y Elvira Espejo.

Que el narrador de esta ficción de Homero Carvalho sea su homónimo, sin identificarse sin más con él (con el autor o propietario del copyright, si se quiere), lo subrayan a las claras diversas contraseñas inscritas en distintos pasajes del libro.

Hay desde ya una serie de indicaciones “catastróficas” que (nos) avisan que Homero Carvalho no puede ser sin más el narrador homónimo del libro: Carvalho jamás le hubiese llamado Estrellas segregadas al conocido poemario de Óscar Cerruto Estrella segregada, ni a Pirotecnia de Hilda Mundy jamás la hubiera llamado por su subtítulo, Ensayo miedoso de poesía ultraísta, y jamás le hubiera puesto como fecha de publicación el año 1937, etc. Esos y otros erratones, que sería largo enumerar, fueran demasiado visibles como para atribuírselos a un escritor de la trayectoria de Homero Carvalho. De otro lado, a diferencia del narrador-lector homónimo, Homero Carvalho jamás hubiera estropeado el quechua de los poemas de Elvira Espejo por desconocer sus más elementales marcas ortográficas (con toda seguridad Carvalho habría invitado como co-editor/a a un/a hablante/lector/a de dicha lengua; lo contrario fuera simple paternalismo q’ara, o movima absolutamente colonizado).

Pero. La prueba irresistible de que Carvalho no debe ni puede ser identificado absolutamente con el homónimo narrador de su más reciente relato está en que el susodicho narrador, a diferencia de Homero Carvalho (la “persona”, “vital” y “real” si se quiere), es profundamente mezquino consigo mismo, al punto de incluirse él (el narrador) en la ficción de tal poética antología. ¿O a fin de cuentas el narrador no se incluyera a sí mismo sino a otro/a, al escritor y presidente de la Fundación Cultural del Banco Central de Bolivia por caso, Homero Carvalho Oliva? (La hipótesis opuesta complementaria de un narrador masivamente ventrílocuo no ha tampoco de descartarse; por momentos —véase por caso la nota de presentación sobre la poeta y crítica Mónica Velázquez— la operación del narrador está literalmente habitada por la palabra de un escritor con una calculadora en la diestra y un terror infanticida ante la oscuridad y la incertidumbre en la siniestra).

La última novela de Homero Carvalho, en apretada síntesis sin síntesis: ¡de antología!



 



 

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