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Más íntimas mistura Intemperie, Santiago, 1998
y Más íntimas mistura y otros poemas Alquimia, Santiago, 2013, de Andrés Ajens.

Por Juan Manuel Silva Barandica [1]
Publicado en Revista La cañada, N°5 (2014)


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Los tinkus pospuestos[2]

Si fuese por mor a estas páginas esbozar características, tal deriva implicaría la diferencia sistemática de un decir que desea desconocerse en una refracción o un reflejo casi tan aberrado como la experiencia de lo real. Y es que la excentricidad supuesta de la escritura de Andrés Ajens, aunque comprobable en algunos casos, está en absoluto relacionada con un distanciamiento de la contingencia social y política de nuestros tiempos. Si bien, la búsqueda de esa voz dificultosa —como planteara Lezama Lima— acaba volviéndose grafía, huella, ceniza. Ajens ha seguido con la detención de un cabalista co-lector, las múltiples manifestaciones de esa influencia a la que llamamos translatio imperii, para ver en su despliegue la futilidad de categorías como centrismo, autoridad y tradición. Así media también la presencia de un pensamiento tamizado por la filosofía y el desarrollo de una vocación de entrar en distintas lenguas, como si estas fuesen los mundos que florecen en ellas. Tal es la crítica, entonces, que supone su trabajo escritural, esa vocación disruptiva que impide aparejarlo a una escuela, idea, género o tendencia que pudiese aproximarlo a un nivel de legibilidad comercial, capitalista, privado de la particularidad que hace ostensible la suspensión de aquello que, en la comunicación, debiese tocar la orilla de los lectores. Quizás una posible perspectiva con respecto a esta forma de indeterminarse, podría ser una reflexión de Pedro Henríquez Ureña durante la primera mitad del siglo pasado que refiere con decididas palabras:

En literatura, el problema es complejo, duplicado: el poeta, el escritor, se expresan en idioma recibido de España. Al hombre de Cataluña o de Galicia le basta escribir su lengua vernácula para realizar la ilusión de sentirse distinto al castellano. Para nosotros esta ilusión es fruto vedado e inaccesible. ¿Volver a las lenguas indígenas? El hombre de letras, generalmente, las ignora, y la dura tarea de estudiarlas y escribir en ellas lo llevaría a la consecuencia final de ser entendido entre muy pocos, a la reducción inmediata de su público. Hubo, después de la conquista, y aún se componen, versos y prosas en lengua indígena, porque todavía existen enormes y difusas poblaciones aborígenes que hablan cien —si no más— idiomas nativos; pero raras veces se anima esa literatura con propósitos lúcidos de persistencia y oposición. ¿Crear idiomas propios, hijos y sucesores del castellano? Existió años atrás —grave temor de unos y esperanza loca de otros— la idea de que íbamos embarcados en la aleatoria tentativa de crear idiomas propios. (Henríquez Ureña: 8)

Es posible ubicar la escritura de Ajens en este ajetreo, en este aguayo en el que parecen caber tanto barroco lezamiano como vanguardismo indigenista —inconcordantes, por cierto—, pero creo que es este problema de referencias, posibilidades y distancias un punto desde el que se podría descubrir que justamente es la ausencia de un lugar de enunciación —en un sentido identitario— el espacio y la dirección desde la que Ajens serpentea su zigzag. Disemina, sí, como también atraviesa distintos niveles textuales, ese estadio intersticial que media entre la creación de una lengua y el rescate creativo de una vernácula. En este sentido, más allá de la aparente experimentación, Ajens pareciese representar la situación postbabélica que reina en América, esa algarabía constitutiva de nuestra experiencia de mundo.

Hay en estos tanteos una sonoridad que rima con una retórica que podría ser comparada con ciertos presupuestos neobarrocos: una posposición metonímica, una cadena de significantes que desplaza el sentido, en tanto imagen, música o concepto. Es interesante que la imago en Ajens se despliegue mediante una resistencia a la visualidad, a la indicación, a la comunicabilidad, pues como si intuyese que sólo lo irrepresentable es verdadero, transita estrategias retóricas —aliteraciones, paronomasias, entre otras— para establecer vínculos entre signos alejados semánticamente, exponiendo la constitución misma de un campo semántico: una arbitrariedad convencional, vacía. Aun así, ese posible vínculo parece facilista considerando que, como se planteó anteriormente, la escritura de Ajens traiciona incluso la literaturidad, poniendo en riesgo los modos que tengamos para estabilizar o fijar las experiencias de lenguaje que propone.

Al cabo, tensionar los mecanismos que producen simulacros comunicacionales en el lenguaje, digamos, ilusiones de comercio, de entendimiento, conduce a inestabilizar las nociones básicas de la legibilidad, lo inteligible y los límites de un género. A la luz de lo anterior, cómo se reitera esta situación podría ser fructífero al momento de analizar una literatura que se lee experimental, como si alguna escritura que se estrella contra el signo de lo literario no lo fuera.

Precisamente las obras significativas se encuentran fuera de los límites del género en la medida en que el género se manifiesta en ellas, no como algo absolutamente nuevo, sino como un ideal por alcanzar. Una obra importante, o funda el género o lo supera; y, cuando, es perfecta, consigue las dos cosas al mismo tiempo. (Benjamín: 27)

Quizás en esa línea, esta es una escritura que busca transformar los pecios de ese gran naufragio llamado civilización mediante materias reciclables, sin jerarquizar la función de la etnología o la antropología. En ese sentido, no es necesariamente irónica la parodia o, más bien el palimpsesto que ejecuta Ajens en su proposición de montaje: el canto de un pueblo es el mismo pueblo, y la ch’alla con la que se insufla la tierra de la abundancia donada es también ese poema, su ritmo, los tinkus del poema, su contrapunto filoso y criminal, todo aquello que de marginal se granjea para nutrirse prestando oídos. Por esto, el transformador [pacha-kutiq] del mundo, ese revolucionario del tiempo solar, ese mesías —en la terminología benjaminiana— adviene en la figura del coleccionista, del recolector, como ese alquimista secularizado que mediante la creación de signos a través de signos rotos hace eco de la alegoría que plantea hacia el final de este libro Andrés Ajens —la festividad popular como poema: el poema como pueblo—, el canto hecho de cantos particulares, el monstruo construido con partes de animales y esa vieja leyenda persa en la que las aves que buscaban a su maestro acaban descubriendo que todas ellas juntas son el Simurg. En las lenguas, lo que oímos de ellas, los restos de grafías, estaría la posibilidad de una mutación de lo real.

Y es que leer a Ajens equivale a una vuelta a la teoría literaria, a su importancia, su estatuto y su “naufragio”, precisamente, como si el aparato conceptual que desplegara fuese un esquife rápido, el insecto que la tela de araña que configura nuestro dispositivo cognitivo no alcanza a atrapar. Aun, ese simulacro teórico que su poesía enhebra y aja predispone al lector a una insatisfacción, cuestionando una poética del placer, situándonos en lo inacabado, aquello inorgánico que a fuerza de una detención, una lectura reposada, permite adentrarse en la espesura del bosque. Esta estrategia paratáctica, yuxtapuesta y descoyuntada suspende las imágenes por la presentación de la(s) lengua(s) en la(s) que se hospeda su poesía, como una gran representación en la que ellas aparecerían, en ese otro sentido de la alegoría —prosopopeya—, personificándose y desplegándose al referirse a sí mismas —la semiosis infinita— poéticamente (Jakobson), pues lo que nos está hablando es la lengua desasida de la norma, de la pretensión literalista.

Como otra figura, Ajens deshilvana tales conjeturas en un poema:

NARCISAS ALOGRAFÍAS (ALEGORÍA)

lo inconsumible de la adicción a las foráneas
lenguas, sus esdrújulos
héchizos:

capitanias, ínsulas grafotrópicas, amazónicas vías.

desmedusan la dicción de las musas.
brújulas gustativas,
insumisas

palmas grafológicas (estróficas).

Esta mónada, curiosa perla irregular, refleja la multiforme refracción de la luminosidad de su escritura, concentrando su punto de fuga: el espacio que absorbe los colores y enmudece los signos. Tal “desmeduse”, digamos, la pérdida de esa presencia que fija las entidades móviles en el tiempo, que las escribe en piedra, hace justicia al cambio, la hibridación propia de una labor ajena a las musas y lo sin más “músico”. Accede entonces a la quebrazón, el chapoteo y aquellos sonidos propios de los cursos que se superan y desbordan, no para extralimitarse, sino para regar de limo las orillas. La destrucción que precede al proceso de fertilizarse describe esta consecución de esdrújulo saber, desplazado de lo grave y lo agudo, esa mnemotecnia que busca recuperarse en la variación de sonoridades repetitivas, a veces cacofónicas, pasando de un trílseco héchizo a la palma, ya sea de la mano o del solaz, figura que metonímicamente nos instala en el trabajo de una escrituración de lo ya sido, sin confianza en la voz ni menos en la reconstitución de un pasado pleno. Así, este replegarse en la oscuridad de la tinta, de los tropismos de la grafía, con la brújula del gusto —saber/sabor— nos dirige hacia el viejo tópico de la nominación y del paisaje americano, cuestión que Ajens recorre a través de aquellos nombres propios y sus derivas, materiales con los que construye una posible teoría (en sus múltiples étimos: viaje o visión) de la inscripción interrumpida. Un modo de representar de múltiples prótesis y capas que cubren la pregunta por el nombre de cada una de las cosas que queremos referir.

Ajens retorna a esa noción de alegoría expuesta por Walter Benjamin en relación al Trauerspiel, tanto en la idea de trabajar con los residuos y fragmentos como en el trabajo retórico necesario para presentar/representar una experiencia política y social en la que la muerte reina. De alguna manera, la calavera se hace presente en la poesía de Andrés Ajens como una alegoría tácita que une con su sintaxis dislocada los signos culturales de América, signos que en su posibilidad de reconstituirse, de salvarse, de restituirse se imbrican íntimamente con su desaparición. Las alegorías, en este caso, fuera de la figura del melancólico, indican que es imposible una presentación, una exposición con contenido de verdad. Ajens radicaliza la mediación, la hipertrofia, como en ese cuento de Kafka llamado “El mensaje imperial” que, de alguna manera, es otra alegoría del siglo XX, época en la que se destruyeron los fundamentos de lo humanamente realizable.

Entre las condiciones de posibilidad que nos dona la poesía por una imago tal vez aquella que predomina en la escritura de Ajens es la de la distancia, tanto en su realidad física como en su proyección temporal. A este respecto, si nos centramos en la relación entre los signos en el verso, podemos advertir una radical separación semántica, casi tanto como la que existe entre las lenguas que hacen su aparición y los contextos americanos. Aunque tal abismo pareciese indicar un fracaso en la extensión de su intransitividad, en el caso de Ajens tiende hacia el encuentro cifrado en el tinku, que él mismo sitúa:

El tinku tampoco se identifica con el centro, ni con el valle Central ni con el del Elqui: el tinku tinkusi (se encuentra el encuentro, cara a cara, mano a mano, y abrazándose, en su poético furor, a ratos literalmente se abrasa —se lleva la contra, de frente se enfrenta, y consigo, a ratos, también). Pues el tinku se da, si se da, entre (Ajens: 62-3)

La diferencia y su diferir, entonces, llevaría el sello de una terceridad, a saber, aquello “allende/aquende”, mediúmnico, mediado y entre esa noción de espacio que nos hace aparecer en el largo entramado de lo real y nos define como signos diferentes es también lo que nos pospone, pareciendo configurar esa zona muda en la que es posible el sentido, ámbito que Ajens teratologiza —si me es dado el neologismo— al sumarle silencios, aun más decisivos y vitales. Su poesía entera puede leerse desde ese espacio intersticial, transcordillerano, traducido y presto al derrape y la concusión. El encuentro no es la meta sino la condición de toda literatura: hacerle frente a la fantasía que rodea a todo centrismo, aquella que imagina lo distante en un movimiento de vuelta, ininterrumpido, a un origen común.

 

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Notas

[1] Escritor, estudiante del Doctorado de Estética y Teoría del Arte de la U. de Chile.
[2] Escrito en ocasión de la reedición de Más íntimas mistura (Intemperie, 1998), en A. A., Más íntimas mistura y otros poemas (Alquimia, Santiago, 2013).

Referencias

- Ajens, Andrés: El entrevero. Santiago: Cuarto Propio/Plural, 2008.
- Benjamin, Walter: El origen del drama barroco alemán. Madrid: Taurus, 1999.
- Henríquez Ureña, Pedro: Seis ensayos en busca de nuestra expresión. En página web: http://www.cielonaranja. com/phuseisensayos.pdf, junio de 2013.



 

 

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