Por Ángel Rama Publicado en Marcha, N°1421, 18 de octubre de 1968
En: La querella de realidad y realismo. Ensayos sobre literatura chilena.
Editor Hugo Herrera Pardo. (Mímesis, 2018)
Este es un folletín chileno.
Protagonista y autor: Alfonso
Alcalde, 47 años, 5 matrimonios,
4 hijos, 2 libros éditos, 3 inminentes,
1 baúl pirata rebosante de
inéditos. Mero oidor y escribiente ha
sido Ángel Rama.
Entrega primera: de cómo Alfonso vino a este valle de lágrimas
Nací en Punta Arenas. ¿Por qué? Mi padre era español, riojano. Santiago no le gustó, se resbaló al sur, recaló en Punta Arenas, allí puso una fábrica de zapatos. Nací yo en 1921 y mi hermana un año más tarde. ¿Mi madre? Corrían dos versiones. Cuando lo interrogué a mi progenitor bajó la cabeza: “Su madre murió al dar a luz a su hermana”. Otros,
por el pueblo, la decían muerta en un
manicomio. Tenía doce años cuando
se me apersonó un señor: “Yo
soy tu tío —dijo—; ¿quieres conocer
a tu madre?” “¡Sí!” clamé. Fuimos a
un pueblo cercano. Apuntándome
con el brazo a una viejecita de pelo
desgreñado: “Mírala: es tu madre”.
Después me compró un helado y nos
volvimos.
Viví en el sur hasta los once
años. Iba a un Colegio Inglés: no solo
había locos riojanos, también los había
ingleses que se habían construido
su “college” miniatura. Y estudiaba,
sin cesar, piano. “Señor Alcalde
—le dijo un día mi maestro— nada
más puedo enseñar a su hijo. ¡Lo
sabe todo!”. Mi padre me despachó
de inmediato a Santiago para perfeccionarme.
Caí en casa de una tía
donde puse las cosas en claro. Que
por favor, nada de piano, nunca más.
“Algún día te arrepentirás” dijo ella
y mi padre, consultado: “Entonces
que estudie en el colegio más caro”,
que resultó ser otro Instituto Inglés.
Un día se apareció mi padre:
“Mañana nos vamos al Chaco”.
De los 14 bajo cero pasamos a 37 sobre
cero, en un pueblo de Santiago del Estero, donde mi padre intentó la
cría de cabras. No había nacido para
cabrero: quebró y, en Santiago del
Estero, retornó al ramo de zapatería.
Bajé de categoría: fui vendedor de
zapatos hasta que un día: “Padre, yo
no nací para esto. Otras son mis ambiciones”.
Él comprendió y, emocionado,
me vio partir. Yo tenía 18 años.
Entrega segunda: de
cómo Alfonso erró
solo por la vida
Viajé: Córdoba, Tucumán, Baires,
Salta, Jujuy, Oruro. ¿Cómo? Bueno:
era croto. Croto, linyera, ¿cómo le
dicen ustedes? Para el transporte estaban
los trenes de carga; para comer:
cuidador de plazas; “cuervo” en una
funeraria; mozo de restaurante; ayudante
de minero. En Salta, mientras
le daba como picapedrero en un río,
enfermé de paludismo. El médico del
hospital se apiadó de mí y me llevó a
su casa: eso fue grato, medio año bueno.
Un día me miró fijo: “Esa nariz:
te la voy a operar”. No, esta naricita
recta no es de nacimiento; la mía
era riojana, por herencia directa, con
todo su promontorio.
Supe que mi padre estaba en Buenos
Aires. Sentí el llamado de la sangre.
Cuando llegué, había partido de regreso.
La Marta Brunet, que estaba
en la embajada, me puso en un barco
rumbo a Valparaíso: fui descontando
el pasaje con toneladas de papas.
En Santiago encontré al autor de mis
días, arruinado, y allí tuve mi primer
contacto con la literatura: repartí a
domicilio la colección Contemporánea
de Losada, sí, todavía no era tan
grande pero en cambio se vendía con
mueblecito. Todos los días me robaba
un libro: esa colección me la sé toda.
Una mañana, lavándome,
tuve una hemorragia. Descubrieron
que estaba tuberculoso y me remitieron
a un sanatorio de la zona cordillerana
cerca de Santiago. Tenía ya 25
años y tuve uno entero para meditar,
mascar mi resentimiento, pasar en
limpio mi confusión, entender quién
era y qué me pasaba. Escribí, y rompí,
un libro de poesía. Al darme de alta
imité a Chaplin: en la estación, frente
al mapa de Chile, cerré los ojos y
marqué un punto: resultó ser Concepción,
donde nunca había estado.
Entrega tercera:
de cómo Alfonso se
consagró al espíritu
Allí lo pasé bien, pero bien mal.
Una viejecita que regentaba
una pensión amoblada me dejaba
dormir, pero sólo de día, y nunca sábados
ni domingos. Ahí bebía. Bueno,
me emborrachaba. En fin, vivía
borracho, era un dipsómano, eso.
Pero en la radio —era control, ponía
los discos— y en el hotelito, reconstruí
mi libro: Balada para la ciudad
muerta. Se lo mandé a Neruda que
había llegado para unos recitales.
Días después la vieja me despertó:
“Un señor Neruda lo busca”. En ese
hotel, con camas deshechas, piso cubierto
de preservativos, marineros y
prostitutas en funciones, lo conocí.
Me propuso: que me fuera a Santiago,
que haría un prólogo al libro, que
lo haría publicar por Nascimento,
que me conseguiría un trabajo y me
emplearía como secretario. Cumplió
todas: Nascimento me empleó
y publicó el libro, Neruda escribió
un poema prólogo, trabajé en un
proyecto de revista, Mayoría, que
quedó en nada. Cuando apareció el
libro compré varios chuicos de vino,
invité a mis amigos y, después de festejarlo,
quemé toda la edición. Creo
que Moncada tiene un ejemplar. Al
quemarlo nació la idea de El panorama
ante nosotros, el libro que ya no
me abandonaría más. Pablo se enojó
conmigo: “Quien quema un libro es
un bruto” dijo.
Entonces inicié la serie más
fantástica de matrimonios de la historia
de Chile. Me traje de Santiago
del Estero a una chilena que allí había
cuidado de mí, Juanita Briones, y
me casé. Nació mi primer hijo, Juan
Sebastián, que ahora tiene 18 años.
(Antes había estado un año en Montevideo,
exiliado cuando González
Videla: vivía en una casa principesca,
prestada y me moría de hambre;
dirigí un programa radial en Carve
con textos de Peloduro). Me volví a
Concepción sospechando podía ser
sede de una investigación para un
poema épico. En la poesía chilena
no se podía hacer nada: por donde
uno agarraba se encontraba con
un monstruo —Neruda, de Rokha,
Huidobro, la Mistral— que le decía
“Vuélvase niño, por aquí no”. Renuncié
a toda vida intelectual y me fui a
casa. Pensaba en una historia poética de Concepción, llena de personajes
e historias: era nebulosamente mi
Panorama.
Entrega cuarta: de
cómo Alfonso erró en
busca del amor
Pasé dos años en Bolivia, al servicio
del MNR, trabajando en
proyectos de turismo. Ahí nació mi
afición por la poesía indígena, aymará
y quechua. Conocí a otra chilena,
mi segunda mujer. No, con ella
no tuve hijos. Duró poco. Me volví a
Concepción y como me sentía perdido
me volví a casar.
Adriana era de una belleza
insólita: pelirroja, de temibles ojos
verdes, tenía 23 años y se había hecho
18 abortos. Era prostituta. Yo
vivía entonces entre ellas: me gustaba
el ambiente, comía y bebía con
ellas, era el gallito acompañante.
Un día le dije: “Abandona este sitio
miserable y vente a vivir conmigo,
honradamente”. Nos casamos. El
primer año lo pasó durmiendo, tenía
sueño atrasado, pobre. El día
que despertó quedó embarazada, de
donde nació mi hermosa hija Claudia,
que tiene ocho años. Eso fue
cuando el terremoto de Concepción.
Mientras Adriana dormía yo escribía.
Tampoco era para salir: nos habíamos
quedado en el pueblo donde
la mitad de los hombres se la habían
pasado alguna vez. Era una mujer
espléndida, con una enorme familia
que se trajo a la casa dándome un
hogar. Como había que alimentar a
padres, tío, primas, sobrinos, yo escribía
libretos para radioteatro. Me
fue muy bien con “Grandes amores
de la historia” y, sobre todo, con “La
clínica del doctor Freud”. Trabajaba
también en periodismo y de Ercilla me invitaron, así que partí a Santiago.
En ese traslado comenzaron mis
conflictos con Adriana.
Entrega quinta: de
cómo Alfonso conoce a
un hada madrina
Hacía periodismo y se me iba
todo mi tiempo. Primero en
Ercilla, más tarde en un semanario
del partido, Vistazo, del que me separé
en 1956 porque no teníamos la
misma concepción sobre el periodismo
informativo. Antes conocí a mi hada buena. “Yo quiero que usted
se dedique a escribir —me dijo— así
que le voy a poner un apartamento”.
Cuando me entregó la llave volvió a
aclarar que todo era desinteresado,
que la moral, que la literatura, que el
apartamento estaba amueblado, que
habría una mucama que me atendería,
que mi retribución debía ser
una cantidad diaria de cuartillas, y
sólo eso. Yo pagaba jubilosamente
mi arriendo avanzando el Panorama.
Ella venía a visitarme, siempre
con una amiga para que yo no fuera
a pensar, etc. Pero un día llegó sola.
Luego nacieron mis dos hijas: Mariana
y Matilde.
No era una mujer rica. Creyó
en mí, pensó que no era mitómano
ni loco como todos pensaban, se
consagró a ayudarme. En realidad
fue mi mamá, la que no tuve, en fin,
esa historia de la búsqueda de la madre.
Me lavó, me ayudó, me serenó,
me compró libros, me hizo oír música.
Sólo que yo no la quería. Para
entonces El panorama ante nosotros tenía terminado su primer tomo y el
segundo comenzaba a diseñarse.
Salvador Allende me llamó
como jefe de prensa y radio de su
campaña electoral. Durante aquella
locura conocí a mi quinta mujer. Fue
un romance con balazos, reuniones
acusatorias de familia, persecuciones
e injurias, amenazas de muerte. Ella
tenía tres matrimonios habidos y yo
cinco: juntamos los ocho y nos declaramos
capaces para ser felices. Pero
como por ambas partes la persecución
arreciaba huimos a Concepción.
Entrega sexta: donde
se descubre que
Alfonso era el conde
de Montecristo
Ese matrimonio, por el que había
pagado tan alto precio, me serenó.
Me presenté al concurso anual de
la Sociedad de Escritores de Chile y
lo gané con un fragmento del Panorama titulado Variaciones sobre el
tema del amor y la muerte que publicó
Alerce en 1964. Empecé a escribir
prosa: después de presentarme cuatro
veces al concurso anual del diario
El Sur, lo gané con el cuento “El auriga
Tristán Cardenilla” que sirvió de
título al volumen que en 1966 publicó
Zig-Zag. Donoso dijo que era la mejor
prosa de la generación y Alone que
por momentos competía con Cortázar; Moretic dijo que se iniciaba un
nuevo estilo. Entonces traté mucho
a Pablo de Rokha, que fue mi padre,
ese que sabe decir “no se empeñe
por ese lado, no pierda tiempo” y que
pone su experiencia al servicio de un
joven. Él, que era tan borrachísimo,
conmigo no tomaba sino té, y en su
casa, donde recibía de modo patriarcal,
me sentaba a su derecha. Llegó a
aceptar que no me peleara con el otro
Pablo para ser su amigo.
Este año Nascimento me pidió
El panorama: son 1.379 páginas y
14 kilos sólo el primer tomo.
Quieren publicarlo: yo me
allano a todo con tal que aparezca.
De Estados Unidos me pidieron autorización
para traducir verso y prosa.
He concluido mi segundo libro
de cuentos, Las costumbres felices, y
mi primera novela, Puertas adentro.
¿Sabes? Puedo escribir centenares de
libros, sólo necesito tiempo. Me fui a
una caleta cerca de Concepción, un
pueblo pescador: medio día lo dedico
al periodismo, y el otro medio día
a la literatura, pero necesitaría el día
entero para mí. Tengo adelantado el
segundo tomo de El panorama pero
la composición de un friso tan grande,
con tantos personajes, y tantas
historias, es larga, obliga a reelaborar.
Fue mi familia la que me arrancó
el primer tomo de las manos. Tengo
una novela toda pensada, nada más
que escribirla. Oye, ¿cuánto se puede
ganar con una novela como La ciudad
y los perros? Yo gasto muy poco,
llevamos una vida muy sencilla…”
Yo lo miro, en esta tarde
vacía de sábado montevideano, veo
cómo trata de moderar su desmedido
afán, el suelo estratosférico al que
se arroja mientras despaciosamente
bebe, no un vaso de vino, sino una
naranjita, y en ese balance rápido,
cuando el folletín ha discurrido vertiginosamente,
me digo: ¿Y por qué no? ¿Qué impide que este hombre
pequeño, atezado, de poblada barba
cuadrada, de manos finas y modales
nerviosos, a quien la risa se le dispara
y de ella se recupera apelando
al fervor, qué impide que ese hombre
sea el Conde de Montecristo?
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Un folletín llamado Alfonso Alcalde
Por Ángel Rama
Publicado en Marcha, N°1421, 18 de octubre de 1968
En: La querella de realidad y realismo. Ensayos sobre literatura chilena.
Editor Hugo Herrera Pardo. (Mímesis, 2018)