El martes 5 de mayo, Alfonso Alcalde no evidenció en absoluto lo que iba a realizar en el transcurso del mismo día. Almorzó, como era su costumbre, en una peña familiar de Tomé, chanceó con el dueño del local que era también su amigo, pero rechazó los porotos con riendas que era el plato del menú fijo. "Hoy día necesito comer algo más especial", dijo enigmático. Bebió, como siempre, uno o dos vasos de vino pipeño y abandonó el bolichito a eso de las dos de la tarde.
Se encaminó a su pequeña oficina, en realidad un cuartucho desportillado que se llovía cada dos por tres, cuyas paredes chorreaban humedad y frío. Fue en ese sitio donde lo encontraron poco tiempo después colgado de una viga. Había utilizado su propio cinturón para acometer ese acto trascendental. Entre sus escasas pertenencias se encontraron 11 mil pesos: su único patrimonio para vivir el resto de su existencia. Alfonso, sin embargo, no sabía en ese momento que había obtenido una pensión de gracia. Quizás —y esto es pura suposición— eso no habría modificado su determinación. En una pequeña autobiografía editada a fines del año pasado como prólogo a la reedición de su libro Variaciones sobre el tema del amor y de la muerte, había afirmado: "Casi ciego, y en la más infinita de las soledades, seguiré escribiendo como prometí, aunque me corten las manos".
Han pasado casi 40 años desde que conocí a Alfonso Alcalde: fue en la redacción de la revista Vistazo, que dirigía Luis Enrique Délano, y donde hacía sus primeros pinitos periodísticos Augusto Olivares. Tengo entendido que Alfonso venía llegando desde Bolivia, donde había trabajado como cuidador de animales de un circo y donde también había oficiado de ayudante de la mujer de goma. Todas esas historias circenses de alguna manera llegaron a sus cuentos, narraciones generalmente desopilantes, en las que fábulas y recreaciones se mezclaban con una realidad más triste y desolada que jocosa y entusiasta.
FOGATA AUTOCRITICA
Pero ya antes de esa época, Alcalde había sido libretista de un programa radial que logró una alta sintonía: Nosotros, el pueblo que —si la memoria me es fiel— conducía Raúl Zenteno, uno de los más importantes animadores de la radiotelefonía chilena en la década del 40. Y mientras Alfonso realizaba los más disímiles oficios, hasta estabilizarse como periodista, daba curso también a su indomeñable trabajo literario y en 1946 coronaba su esfuerzo con la aparición de Balada para la ciudad muerta, un poemario que tenía prólogo de Neruda e ilustraciones de Julio Escámez: de ese libro sólo quedó el recuerdo. La tirada completa fue incinerada, en un acto ritual y de quemante autocrítica.
Sin embargo, por encima de sus ansias literarias, debía teclear (aporrear la máquina de escribir, mejor dicho) para subsistir, debiendo escribir toda suerte de asuntos que estaban demasiado lejos de sus intereses literarios, lo que debió seguir haciendo durante casi toda su vida. No por eso, Alfonso Alcalde perdía su intenso sentido del humor, su divertida forma de narrar oralmente anécdotas y chascarros que había recogido en sus andanzas por el norte argentino o en los más disímiles puntos del territorio nacional.
Nunca supe, la verdad sea dicha, cuántas veces se casó y se descasó Alfonso; confesaba 8 hijos y 11 nietos. Me da la impresión que su unión más duradera fue junto a Ceydi, con quien tuvo dos hijos: Hilario y Salustio, que debieron vivir casi toda su niñez en el exilio. El pataperrismo de Alcalde también lo practicó en el destierro. Su periplo fue intenso: Buenos Aires, Bucarest, Tel Aviv, Barcelona, Ibiza. En el balneario español se dedicaba a vender bisutería en las playas, pero sin abandonar sus afanes creativos. Era una existencia a salto de mata, pero siempre conjugada con el humor y la amistad. No se acongojaba por las vicisitudes, aunque siempre la procesión va por dentro.
LA POESIA
Fue en 1969 cuando, creo, vio más satisfechas sus aspiraciones poéticas: ese año la editorial Nascimento publicó buena parte de su obra lírica: El panorama ante nosotros, un volumen de gran formato, 350 páginas y dividido en 17 cantos. Se trataba de uno de los más extensos poemarios dados a conocer en Chile, a pesar de que no comprendía todo lo que había concretado —hasta ese momento— en su labor poética.
También en El panorama... estaba presente gran parte de su vida errática y muchas veces huidiza. Porque para sus amigos lo que más causaba estupor eran sus apariciones y desapariciones. Sus refugios, cuando se iba de Santiago —a veces escapando de algún amor contrariado— eran Tomé, Coliumo —un pueblito de pescadores anejo a Tomé— o Concepción. Era la zona que más quería, pero donde siempre le costaba una enormidad ganarse la vida. Tal vez por eso el diario El Sur, de la capital penquista, en muy diversas épocas, está lleno de colaboraciones periodísticas y literarias de Alfonso. Era una especie de automarginación. Y no es extraño en él. Cuando vivió con su familia en Buenos Aires no se quedó en lo que se llama la Capital Federal, sino que alquiló una casa en San Miguel, a dos horas de tren de la Estación Constitución. No se sentía bien en medio del asfalto, de los grandes edificios, del gentío que se aglutina en las calles. Era un hombre de enormes espacios, de un amplio sentido libertario. Y en su poema "Autorretrato N°1" lo dice con toda precisión: "Hoy no estoy / escapé de la hora mundial / y no tengo piel / me desalojé / y soy lo que voy nombrando / y voy en lo que va volando / y creo en lo que sigo mintiendo".
VIDA NOVELESCA
Las instancias que le tocó vivir a Alfonso Alcalde fueron tan variadas y categóricas que su vida era de alguna forma una auténtica novela de Henry Fielding, un símil de Tom Jones y él no ocultaba sus triunfos y derrotas, sus logros y sus errores. Diría que tuvo mucho más éxito como escritor y poeta que sustentaba en historias vividas, que como periodista, oficio que tal vez practicaba con cierta lejanía, a sabiendas que lo cercenaba, que lo mutilaba. No sin razón, Manuel Rojas había dicho que el periodismo para el escritor era "un buen bastón, pero una muy mala muleta". Y ese apotegma en el caso de Alfonso adquiría plena vigencia.
Tuvo siempre conciencia que para alguien que escribe, que se dedica a la literatura, oficio a contramano del marketing, ganarse la vida es casi una proeza, sobre todo en estas tierras, donde un escritor es un adorno portátil, prescindible. No obstante, la existencia de Alfonso fue lo suficientemente plena y realizada, a pesar de que solía quejarse de la falta de incentivo que rodea a los poetas.
Ahora los restos de Alfonso reposan en ese Tomé que tanto amó, donde se refugiaba de las tormentas vivenciales. Fue enterrado, según me han dicho, en un cementerio frente al mar, casi al borde de un filón que muchas veces es estremecido por las furias de las mareas, carcomiendo el terreno, lo que hace que en algunas ocasiones las urnas caigan al mar y comiencen una navegación fantasmal e infinita. Algo que Alfonso había soñado muchas veces, irremediablemente.