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Pablo y Winett


Pablo de Rokha

Por Alfonso Alcalde
Publicado en El Sur. Cocepción, 15 de septiembre de 1968



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Bajó de las montañas de Licantén para invadir la ciudad y mantenerla inquieta. Trajo un estruendo de rayos y tambores, una voz nueva con algo de piedra revuelta en su interior como el cauce de invierno del río Mataquito que lo vio nacer. Cuando el joven Pablo de Rokha aparece en escena la poesía de nuestro país dormía el sueño de la inocencia. El poeta irrumpe con violencia de tambor mayor: enfurece, desafía, denosta, hace temblar las románticas estructuras del verso romántico. No deja árbol en pie y promete nuevos huracanes cada vez más temibles. Muchos quedan cegados. Corren los días de 1922 cuando publica Los Gemidos, que parece un texto extranjero para ser leído por ciegos. La bomba desata reacciones en cadena. Los mediocres se protegen con el silencio cómplice. Los más atentos tratan de afinar el oído. El caos adquiere categoría de escándalo que después sería la salsa de todos los días. Comienza a crecer la leyenda del pistolero, del asaltante de hogares, del ladrón de cuadros. Se le ve aparecer en las noches montado a caballo robándose las mujeres y el alma de los parroquianos. Bebe por diez, come por mil. Gruñe, asalta todo el orden establecido: las leyes, el poder, el ordenamiento de la explotación en los campos. La ciudad se mira en forma distinta en su espejo. Cuando conoce a Winnet y va a la casa del padre a solicitarle su mano, el severo militar sin monóculo le exige explicaciones. Pablo de Rokha lo reta a duelo. Pero el general prefiere el juego del orden establecido. La ceremonia reúne dos poetas bastante locos, puros y llamativos. Empiezan las pellejerías. La pareja es tan pobre que cuando muere uno de sus hijos, Tomás, el vate lleva su pequeño ataúd al hombro. Cuando desaparece Carmen se repite la historia. No hay dinero para una carroza y el desbordante Pablo de Rokha traslada el féretro en un tranvía. Más, el amor aquí, efectivamente mueve montañas. Se suceden días de miseria y alegrías. Se vive al salto de la mata. No hay editor. Nadie es tan temerario como para leer los textos de este poeta que anda quemando los mundos, las civilizaciones, los dioses. Algo le había enseñado la naturaleza en la niñez arriba en la montaña. Que una fuerza poderosa y natural no puede ser silenciada. Nadie puede detener la irrupción de un volcán poniéndole el dedo en la boca. Anota prolijamente a sus enemigos en su libreta y les lanza toda la artillería gruesa. Sobrevivirán. Como alguna vez recordaría uno de sus grandes amigos, el crítico Juan de Luigi: "Pablo usa el cañón de más grueso calibre contra sus enemigos. Se escucha el estruendo, todo el revoltijo de la batalla, pero la pulga que lo ataca, después de disiparse las nubes de la pólvora, sigue viva, intacta". Para darle tiraje a la chimenea funda Multitud, es otra de sus trincheras ideológicas. Revista temible con antologías de sarcasmos y novedades sobre la vida privada de quienes lo silencian. Aquí los disparos abren un forado mayor. No son muchos los que se salvan pulverizados por tamaña muestra de vendaval de adjetivos hirientes. Pablo de Rokha sigue solo. Consideran que lo plagian y la gente que compra sus libros es la menos indicada. En una oportunidad el crítico Alone, tal vez su detractor más selecto, dijo: "Acero de Invierno", ¡qué hermoso título! Y que gran talento de autor. Pero me ha insultado y vejado. Mientras tenga influencia lucharé para que no le den el Premio Nacional de Literatura".

Muchos de sus libros quedan en las imprentas con la esperanza de rescatarlos algún día que no llega nunca. Cuando muere Winett asegura que dejará de escribir para siempre: he perdido la razón de la vida. Un día frente al espejo le escuché decir: "¡Afeitarse, ponerse la corbata! ¿Para qué?". Es un sonámbulo. Reúne en un solo dedo los dos simbólicos anillos de su matrimonio que se sacará sólo segundos antes de quitarse la vida. Compra un enorme revólver Smith y Wesson recordando su certera puntería de adolescente. Pero sabe que está condenado y seguirá escribiendo. Atraviesa todo Chile, primero en los coches de los aurigas que son sus amigos. Edita las obras completas de su mujer. En muchas partes, inclusive en las ciudades más cultas, lo invitan a participar en encuentros de escritores, siempre y cuando entre por la puerta de la servidumbre. Pablo de Rokha conoció de memoria a los manipuladores de la poesía y sintió enorme pena por ellos; no odio. Cuando dialogaba con alguien y le entusiasmaban sus ideas entraba a un bar y ante el asombro de los mozos que lo conocían, pedía una taza de té. Le gustaba escribir a toda hora y en cualquier parte, especialmente en los trenes. En una pequeña libreta anotaba las direcciones de sus clientes potenciales y luego el punto de partida de algún poema, la imagen que en ese momento no lo dejaba en paz. Era terriblemente meticuloso. A raíz de la publicación de "La Epopeya de las Comidas y las Bebidas", por un error se despachó el texto con la última línea de cada verso cinco milímetros más corta. Pidió al editor que con cargo a sus derechos de autor se rehiciera todo el trabajo. La Editorial Universitaria interpretó esta sutileza de relojero del poeta y realizó las correcciones con cargo a sus propios costos. Es tal vez reconstituyendo esta imagen a tono menor de sus recuerdos, donde se revelan aspectos curiosos de su personalidad. El gigante tenía un lado desconocido donde se mezclaba la ternura y hasta la timidez. Pero se defendía hacia el exterior contra un mundo que lo mantuvo aislado y postergado. En cada uno de sus actos proliferaba una esencia chilena, una manera de ser nuestra profunda, llena de contrastes. En una oportunidad, uno de sus vecinos de la casa donde se suicidó recogió un perro que ladró toda la noche. Pablo de Rokha no durmió, pero al día siguiente, a primera hora, tocó el timbre y sin mayores rodeos dijo: "Vengo a hablar con el perro". Pasó al patio y al largo rato regresó. Entonces le dijo a su vecino: -Me acaba de comunicar el perro que usted debe soltarlo porque en caso contrario va a tener serios problemas conmigo". Cuando contaba sus anécdotas dejaba una ranura en los ojos para mirar la reacción de sus amigos. Finalmente la conversación terminaría recordando a Winett, reconstituyendo los días felices en que vivieron al salto de la mata en pensiones y campos, entregando hijos al mundo.

En oportunidad de un nuevo aniversario del fallecimiento de Winett, me pidió Pablo de Rokha que le grabara unos sonetos de amor bastante desconocidos que habían sido publicados en el diario La Nación. Estaba superando una grave crisis cardíaca que lo mantuvo en cama algún tiempo. Solicitó que le colocaran en la espalda varias almohadas para sentarse. Luego empezó la lectura. De pronto pegó un verdadero rugido mientras se estremecía por completo como sí todas las piedras que arrastra el Mataquito bajaran chocando, sacando chispas como relámpagos en una noche tormentosa.



 

 

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