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El Árbol de la palabra y los textos inéditos de Alfonso Alcalde.*

Por Cristian Geisse Navarro
*Texto leído en el lanzamiento del libro El Árbol de la palabra (Altazor Ediciones, 2014)
realizado el 9 de mayo recién pasado en Viña del Mar.


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Después de la legendaria incineración de su Balada para la ciudad muerta en 1946, Alfonso Alcalde decide ponerse a escribir en silencio, pensando incluso en no publicar jamás. Pasan así casi dos décadas antes de que un libro suyo vea la luz editorial. Y en el intertanto, la acumulación de sus trabajos aumenta hasta los niveles desmesurados que le eran tan agradables. En su propia versión de aquella época se retrata como una especie de demente que huía de pensiones y mujeres con un mamotreto imposible bajo el brazo, una ruma de papeles ajados y nuevos que crecía sin control, llenándolo de agobio y fascinación; algo así como un monstruo textual que consumía sus días y sus trabajos, y que él amaba y odiaba al mismo tiempo.  Era el causante de su miseria pero también de su elevación. Y sólo tiene un respiro cuando en 1969, incluso en contra de sus propias recomendaciones, la editorial Nascimento decide publicar parte de esa obra: es lo que conocemos como El Panorama Ante Nosotros.

Luego viene, dentro de su biografía, un momento en el que le va bien, tiene un buen trabajo y una familia por fin bien constituida. Fue la época de la Unidad Popular, de la cual fue un comprometido colaborador, por supuesto desde las trincheras del periodismo y del trabajo editorial en Quimantú. En esos tiempos describió su situación de la siguiente manera:  

fui un cesante consuetudinario de la literatura durante mucho tiempo, y como la mayoría de los escritores latinoamericanos, un escritor de galeras, o sea sumergido en un barco que no llegaba a ninguna parte. (…) Ahora bien, yo creo en la ley de la contradicción, creo que el subdesarrollo cultural crea la desmesura. Y ése fue el caso mío, es decir el de un        hombre completamente desmesurado, que lleva cincuenta y ocho libros escritos, catorce de ellos publicados y que, por una circunstancia peculiar, bastante graciosa, y hasta irónica como culminación de todo un proceso, ahora puede publicar en un mes cinco títulos. (…) La verdad es que empecé a acumular libros en forma muy natural puesto que producía sin posibilidad de publicar.

Como sabemos, esa situación no iba a durar mucho, y muy pronto se vio obligado a quedarse en el extranjero, mordiéndose los labios de rabia e impotencia, expulsado y lanzado nuevamente a las galeras. Creo que Alcalde pudo haberse acostumbrado desde siempre a las situaciones de choque y de desamparo, hasta el punto de que quizás él mismo se empujara a escenarios difíciles, quizás impulsado por la idea de que era una de las formas de vivir hasta el límite, de los lindes a los lindes, como diría Vallejo, un escritor cuyo estilo yo veo marcado en algunos de sus poemas de El Panorama y posiblemente en algunos versos de El Árbol de la Palabra. Nuestro Alcalde, era sin duda una persona excesiva. José Miguel Varas me contó que sus modos le recordaban a un pájaro. No podía permanecer mucho tiempo quieto, contaba. “Su hijo Hilario me recuerda a él” me dijo la única vez que conversamos hace ya casi diez años. La manera de mover las manos, sobre todo la manera de mirar, una mirada inquieta, que revelaba agilidad mental y curiosidad; quizás haya usado la palabra “eléctrico” o “frenético”. Una persona como yo, que jamás lo conoció en persona, pero que se juzga su amigo desde este lado de la muerte, está atento a este tipo de detalles, aunque sé que la memoria engaña e inventa. Como sea, de acuerdo a su amigo Jorge Ramírez Palomino, también lo caracterizaba la timidez, una suerte de exagerada reserva que parece contradictoria a la hora de sus pretensiones artísticas y sus proyectos. Pensemos en los más de 100.000 versos que dijo tener escritos ya en 1965 para El panorama ante nosotros y que eran apenas un prólogo de la obra poética en la que tenía comprometida la vida. Y que posteriormente habló de una obra de teatro que debía durar 24 horas. Y por supuesto de los más de cincuenta libros que dijo tener listos cuando recién pasaba los 50 años. Cuando uno lee alguna de sus entrevistas, da la impresión de que estuviéramos frente a un mitómano, o  lo que yo llamo “el mentiroso burdo”, o sea, ese que es el único que cree su mentira y que inventa historias sobre sí mismo que son imposibles de creer para nadie más que para él: ahí están todas esos cuentos inverosímiles sobre sus mil y un trabajos, y también sobre la obra que estaba desarrollando. Entonces la única diferencia entre un mitómano y Alcalde es que Alcalde no mentía. Durante mi investigación sobre su obra, y con posteridad a ésta, pude comprobar que la extensa lista de obras inéditas de la que hablaba desde 1970 y tantos no eran simples invenciones. En 1980, de vuelta en Chile, Alfonso conversa sobre el asunto con la revista La Bicicleta. Entre otros libros menciona los siguientes:

  
aquí están terminados El árbol de la palabra –antología de los treinta poemas que más me han impresionado-; Cupido a mansalva, poemas; Ojo por ojo, epigramas; el segundo tomo (serán 3) de la Historia el de Salustio y el Trúbico; Poemas para recitar cuando llegan las visitas, sonetos; El peregrino del golfo y Las aventuras de la pulga Micaela, cuentos para niños.

Menciona muchos más en otras entrevistas. Y bueno, puedo decir con orgullo que he visto con estos ojos que Dios –o quizás Satán- me dio, todos esos textos y otros más. Por supuesto El árbol de la palabra, el libro que se presenta hoy, y de cuya existencia en algún momento dudó el propio Hilario Alcalde, es prueba de que su mundo de ficción y el mundo real se fundían y se hacían uno solo. Ya lo dijo Alcalde alguna vez “poesía y vida son una misma cárcel con el mismo prontuario” o algo así. Quiero entonces detenerme un poco en torno a este material que  yo tuve el honor de revisar en dos ocasiones hace mucho tiempo ya y que espero volver a revisar en un futuro próximo.

Creo que a estas alturas podemos hablar de dos secciones de sus trabajos póstumos: los ya publicados y los inéditos. Estos últimos también podríamos dividirlos en los que dejó terminados y aquellos que dejó sin terminar. En el caso de los publicados, es imposible eludir la tarea que Ceidy Uschinski dejó avanzada después de la muerte del hombrón. Hay que sacarse el sombrero frente a su labor, tanto en vida como después de que Alcalde se nos fuera al otro barrio. No tengo muchos antecedentes, pero me parece bien claro que vivir con alguien como él no debe haber sido fácil. Y la historia de amor entre ambos, es de aquéllas. Me imagino que en más de alguna ocasión se tiraron los platos por la cabeza y que la intensidad de la relación era de más de 451 grados Fahrenheit. Que se besaron en lo oscuro y que rieron a carcajadas. Y que también lloraron cada uno por su lado y se hicieron la guerra. De esas historias de amor. Como haya sido la cosa –y de verdad no sé qué tan bueno sea entrometerse en este tipo de asuntos-, si Alcalde amó a alguna mujer, creo, fue a ella. Y si alguna mujer amó a Alfonso Alcalde, fue Ceidy. Pero  basta de farándula y folletines. Ceidy logró que se publicaran varios de esos libros inéditos que mencionaba en sus entrevistas. Por ejemplo La Sacristía de los ángeles eróticos o 114 cuentecillos de mala muerte en la editorial Cuarto Propio, en un libro que también incluye su novela Puertas Adentro publicada en Uruguay en 1969 y sus retratos periodísticos Gente de Carne y Hueso de 1971. En Lom –con la ayuda de Naín Nómez- consiguió publicar por primera vez los Salmos Cotidianos en el mismo libro en que se incluyen Balada para la ciudad muerta y ¿Qué crimen no cometieron? dos de sus poemarios perdidos. Todos estos libros tienen un mérito literario considerable, y pienso, ya que han vuelto a ser de difícil acceso, que no les vendrían mal algunas reediciones. Y estoy pensando sobre todo en La Balada y en Puertas Adentro, porque los cuentecillos se van a publicar muy pronto en RIL.

Siguiendo con los inéditos ya publicados: hace algunos años, Altazor Ediciones publicó La Consagración de la Pobreza, la obra de teatro que también fuera montada por Andrés Pérez en 1995. Este último detalle es importante por varias razones. La primera, porque siendo una obra de teatro, puede haber sido escrita, más que para ser leída, para ser representada. Le segunda es que el original que yo encontré entre sus archivos y que fue el que se publicó en Altazor, puede no haber sido el texto definitivo, tomando en cuenta que el manuscrito que llegó a manos de Andrés Pérez incluía además una adaptación de su cuento Zapatos para Estubigia y que el manuscrito que yo descubrí una tarde soleada cuando se abrieron las nubes para dar paso a un chorro de luz que iluminó la carpeta entre un coro de ángeles borrachos, tenía indicaciones sobre pasajes que no se encontraban ahí. Eso amerita una investigación y por lo tanto, una revisión del trabajo ya realizado.  Y bueno, ahora tenemos El árbol de la palabra que es el que se presenta hoy y del que hablaré brevemente más adelante.

Respecto a los escritos aún inéditos, creo que queda mucho paño que cortar. Como dije, en este caso, hay que empezar diferenciando los manuscritos terminados y aquellos en los que habría que entrar a picar. Sólo hago uso de mi memoria, así es que lo más seguro es que se me escapen detalles. Por lo que recuerdo encontramos los epigramas que menciona en la entrevista a La Bicicleta. También un libro de canciones que Hilario le entregó a Inti Illimani, sin que se vean resultados hasta el día de hoy. Creo que una de las cosas más alucinantes fue un recibo en el que decía que había enviado su autobiografía a una editorial, una editorial que no recuerdo, no muy conocida, pero cuyo nombre podría ser fundamental a la hora de comenzar una búsqueda de semejante documento, o mejor, de semejante monumento. Hay que recordar que él consideraba que la historia de su vida era más delirante que cualquiera de las historias que escribió. Y sabemos que escribió historias bastante delirantes.  Estaban allí además las transcripciones de unos cuentos de Pedro Urdemales que habría registrado de un hombre de campo. En una segunda sección dentro de ese mismo libro él entregaba sus versiones un poco más literarias de las historias de Pedro. Estoy seguro de haber visto en una ocasión anterior un manuscrito mecanografiado de los Poemas para leer cuando llegan las visitas. Había además algunos cuentos de El Salustio y El Trúbico. También el Reportaje al salitre, que actualmente yo tengo en mi posesión y que he transcrito parcialmente.

Todos estos son libros a los que me parece, solo basta un proceso de transcripción y de pequeños detalles de edición, que los podrían convertir en textos publicables en muy poco tiempo.

Pero además estaba el guión de una alucinada teleserie sobre el mundo del circo, que él llamó “Ríe payaso llora”. Un amigo mío –Andrés Jordán- revisó el borrador, y por lo que me cuenta fue como meterse en un laberinto demencial del que salió, dice, muerto de la risa, pero convencido de que el enredo sólo podría resolverlo un mentalista, aunque a la mitad del marasmo de hojas y correcciones, llegó a leer íntegro el primer capítulo. Pero había ahí, sin embargo, una pista muy significativa: un contrato donde se comprometían pagos y fechas de entrega. Lo que hace muy factible que esa miniserie sí esté terminada y en alguna bodega de Canal Trece.   

En el caso de los inéditos que no están terminados, o que evidentemente son borradores, o versiones muy preliminares, como dije, habría que entrar a picar. Y de hecho, lo hicimos. Encontramos una versión constituidas de varias versiones del cuento para niños que él tituló en una entrevista como Las aventuras de la pulga Micaela, pero que también tituló El leve peso de la ternura, título que decidimos mantener, aunque todavía hay tiempo de arrepentirse. Y cuando digo “decidimos” hablo de Hilario y yo. El leve peso de la ternura es una historia verdaderamente hermosa, aunque estaba en parte sin terminar. O bien, tenía dos finales y hubo que decidirse por uno, tratando de diluir posibles contradicciones. A mí me pareció un texto notable y actualmente Hilario se encuentra trabajando en una posible versión en Libro Álbum. Acabo de leer recientemente una entrevista de 1982 en la que Alcalde habla así de la literatura infantil:

La idea de todo esto es resucitar una fábula, una literatura infantil entroncada en nuestra realidad. A los niños actualmente se les niega la posibilidad de recrearse con el absurdo, lo maravilloso y lo desconcertante. Yo quiero que recuperen la capacidad de asombro, metiendo a nuestros animales, nuestras ciudades como Tomé y Coronel con sus lluvias. Y uso el circo como escenario mágico, con carromatos multicolores, tragasables y comefuegos, pero también con las ironías y tragicomedias que se dan en la vida, y con héroes candorosos, trasparente, que no conocen el pecado, la violencia, el robo y la maldad.

De los tres cuentos para niños que menciona en entrevistas, ya se han recuperado dos. Faltaría La Culebra Chepita, por lo que habría que empezar a buscar y rebuscar, quizás ya no entre los manuscritos, sino entre las personas que trabajaban en La Minga y La Minguita, esa especie de precursora del fenómeno de las editoriales independientes de hoy que él ayudó a impulsar.

De las que yo creí iba a ser su autobiografía, pues muchas de sus páginas tenían encabezados con el título Con mis propios ojos que en una entrevista él había mencionado como un posible título para la historia de su vida (en otra entrevista también la menciona con el título de Sentimientos Opus 1370), pude rescatar un cuento largo de El Salustio y El Trúbico que me dejó simplemente deslumbrado y que espero aparezca en La narrativa completa que RIL debiera publicar este año y que ya dejé parcialmente publicado en Letras mysite. También de ahí se pudo rescatar el primer encuentro entre El Salustio y El Trúbico, más otra historia cuando trabajan limpiando un fudre y otra cuando ponen una fábrica de jabones. Todas historias notables que estaban terminadas, pero perdidas en un laberinto de hojas numeradas a máquina, luego con lapicera y luego con plumón, llenas de correcciones manuscritas, la mayoría de las cuales fue muy fácil seguir y que revelaron historias ya finalizadas y listas para ser transcritas tal cual a una versión definitiva.

Creo que Hilario, que es quien por derecho propio tiene y debe tener esos manuscritos, es dueño de un verdadero tesoro, de una fortuna de palabras que posiblemente no le deje nunca ni un peso –pero que sin duda es invaluable y que puede convertirse en una fuente interminable de alegría para los lectores de Alcalde.


Y fue ahí, entre esa caótica e inmensa pila de papeles donde encontré el texto que hoy se presenta.

Largo sería ponerse a hablar de la poesía de Alfonso Alcalde en términos generales. Pienso que es necesario decir que se sentía principalmente poeta, aunque es difícil entender lo que él creía era un poeta. En una entrevista a Ana María Larraín que apareció en la Revista de Libros de El Mercurio, dijo algo así como “Qué bueno ser poeta y poder hablar de estas cosas”, con lo que uno entiende que para él la poesía era una posición discursiva y cognitiva privilegiada para acceder casi sin límites a la realidad. De esa manera entonces tocaba con mucha libertad temas como el amor y la muerte, la ciudad y la naturaleza, la precariedad de la condición humana, una espiritualidad sin dogmas, las pequeñas y grandes tragedias de la vida cotidiana.  Al hablar de poesía también deslizó juicios como “Para mí la poesía es la raíz primera y última: una sonajera de piedras, el espejo privado y colectivo donde nos miramos. La célula de identidad en suma.”. Y bueno, se sabe que la identidad es algo que cambia. De esa manera Alcalde fue muchos poetas. Algunos de ellos muy muy buenos, pero algunos también bastante menores. De esa manera se acercó de manera potente y profunda al surrealismo en su primer libro, y luego se lanzó a una búsqueda de su tono personal de mil formas, donde priman –creo, una admiración por Neruda y De Rokha, de quienes pienso, sacó el marco monumentalista para la idea inicial del Panorama Ante Nosotros, aunque afortunadamente la cosa se le fue de las manos y encontramos en ese libro muchos libros y muchos registros y muchos de los mejores poetas que fue Alcalde. Y en sucesivas etapas nos damos cuenta de que la experimentación era parte esencial de su actitud hacia la producción textual. Y si era rupturista, lo era en base a cierta tradición: entonces hizo poemas épicos, sonetos y salmos. De forma libérrima, sin ataduras, dejándose llevar.

Distingo así, de manera muy general, al menos tres etapas en su producción poética: la primera que abarca un solo libro, La balada para la ciudad muerta. La segunda que culmina en la publicación en 1969 de un libro lleno de libros que es El panorama ante nosotros. Y la tercera, post golpe, donde no publica ningún libro nuevo –excepto un extenso poema político en una revista israelí que se reeditó en Siempre en el agua en el agua.

Respecto a El árbol de la palabra es necesario destacar que es un libro que ya tenía planificado y posiblemente terminado en 1965, pues lo describe íntegramente en una entrevista concedida al diario El Sur de Concepción. Allí explica: 

…cuando se habla de influencias, hay que repetir lo que también se ha dicho hasta el cansancio: el arte es una continuidad y no una ruptura. No se puede hablar de influencias aisladas sino de un honesto resumen de influencias, en conjunto. En “El Panorama” se plantea este problema en el Canto 20, “La fórmula salvadora”, para transcribir después una serie de traducciones y adaptaciones de numerosos poetas entre los que figuran R.A Schroer (¿Ya está avanzando el año?), T.S. Elliot (La canción de amor de J. Alfred Prufrock), Matthias Claudius (De cuando el hijo de nuestro príncipe murió en el mismo momento de nacer), Nikos Kazantsakis (Poemas), Hoelderlin (Oda a Landauer), Karl Kraus (Hora nocturna), Cristian Morgenstern (Perdido andaba en las montañas), J. Slauerhoff (Dama sola), Emily Dickinson (Es fácil inventar una vida), Goethe (Ansia dichosa), Bertold Brecht (En memoria de Maria A.), Ezra Pound (Clara), George Trakl (Noche Invernal), Wallace Stevens (Trece maneras de mirar un pájaro negro).
En un poema tan extenso hay disponibilidad para ensayar muchos estilos, numerosas formas. Lo importante es no enmarañarse en esta selva y tratar de recuperar la voz personal.

De esa nómina en su versión actual solo faltan los poemas de Kazantsakis y se cambió el poema de Emily Dickinson, de quien esta versión incluye Morí por la belleza. Se agregaron además poemas de Blake, Kavafis, Williams Carlos Williams, Salvatore Quasimodo, Elizabeth Bishop, Elizabeth Barret Browning, Robert Gance, Cesare Pavese, Wole Soyinka, Pieter Vierek y poetas anónimos aymarás. Además, como vimos anteriormente, ya en 1980 el libro tenía el título que lleva hoy y que es –me parece- mucho más afortunado que el que tenía pensado en 1965. Por la inclusión de poemas de Bukowski –de quien se conocieron poemas mucho tiempo después, yo creo que podemos pensar en varias alternativas respecto al proyecto: uno, lo tuvo que hacer de nuevo, pues de acuerdo a lo que se sabe, el militar que le arrendaba la casa en Nuñoa, quemó todos sus manuscritos para el golpe. O bien, conservó algunos textos y fue incorporando otros. El punto es que el manuscrito encontrado se encuentra fechado en 1991 y posiblemente haya sido una copia realizada para entregarlo al registro de propiedad intelectual. El texto dice además “con copia para Ignacio Valente”, uno de los críticos que defendió por más tiempo la obra de Alcalde, aunque en una entrevista al Mercurio desliza el hecho de que se le ha sugerido que ése fue uno de sus grandes errores como crítico. Yo no lo creo así. Por supuesto con una vocación experimental tan intensa, Alcalde arriesgó y ganó y también perdió. Y no es un poeta parejo, pero está lleno de verdaderos hallazgos y poemas que debieran permanecer con nosotros por muchísimo tiempo. Y no tengo la menor duda de que en el caso de El árbol de la palabra estamos sin duda frente a un libro notable, verdaderamente notable por distintas razones: una de las más importantes es la naturaleza del ejercicio intertextual que propone. Se supone que son traducciones, pero no son traducciones propiamente tal. Y si lo son, son traducciones muy irrespetuosas de la literalidad de los textos. Yo pienso que son traducciones más que libres, me gustaría llamarlas traducciones libérrimas, o bien variaciones, e incluso –aunque quizás sea ir muy lejos- postular que son poemas de Alcalde firmados por autores que le agradaban.

Viene al caso acá preguntarse de qué manera tradujo Teillier a Essenin, o Parra a Maiacovski y a otros escritores rusos. ¿Hablaban, leían siquiera ruso? Parece que no. ¿Qué tipo de traducciones son esas entonces? Alguien les traducía directo del ruso, a un español fiero, quizás burdo, y ellos lo limaban. Posiblemente hayan sido más bien intratraducciones de otras traducciones al español. Es un buen tema para estudiar, pienso. Alfonso Alcalde podría haber hecho un ejercicio parecido, esto es, intratraducciones, pero como es su costumbre, se fue al chancho. El árbol de la palabra puede ser un juego intertextual casi postmoderno, si seguimos a Pavlicic cuando dice que lo que caracteriza las relaciones intertextuales modernas es que en ellas “lo viejo es el material o adversario polémico”, mientras que en el postmodernismo “lo viejo es interlocutor y maestro”. Pienso que esa última es la posición de Alcalde, a pesar de que cambia radicalmente los poemas que traduce. No los cambia para enfrentarlos, sino para establecer un diálogo. Pero todo esto puede discutirse y me imagino que este libro puede dar pie para análisis de este tipo, tan necesarios para el oficio, creo.

Observemos por ejemplo las “variaciones” que hace Alcalde del primer fragmento de Thirteen ways of looking at a blackbird, de Wallace Stevens –a todo esto uno de los mejores poemas que he leído en mi vida. El de Stevens dice en inglés “Among twenty snowy mountains, / The only moving thing /  Was the eye of the blackbird.” que uno podría traducir algo así como “Entre veinte montañas nevadas / lo único que se movía / era el ojo del pájaro negro” o “el ojo del mirlo”, no puedo decirlo muy bien, porque no quiero dármelas de traductor. En cambio Alcalde traduce ¿traduce? ese primer fragmento de la siguiente manera: “Todo se mueve en este mundo. / El sol incrustado en la luna / menos el ojo del pájaro negro.” ¿Qué es eso entonces? Díganme ustedes, ¿qué es? ¿una traducción? ¿una traducción libre? ¿una traducción libérrima? ¿un poema de Alcalde firmado por Stevens? Lo que sea, me parece una cosa monstruosa, es decir, digna de ser vista si traducimos etimológicamente la palabra monstruo.

Veamos otro ejemplo. El poema de Emily Dickinson llamado Morí por la belleza, en una versión de alguien llamado Irene Gruss, muy cercana a lo literal, leemos:

Morí por la Belleza, pero apenas 
acomodada en la Tumba,
Uno que murió por la Verdad yacía
En un cuarto contiguo-
Me preguntó en voz baja por qué morí.
-Por la Belleza -repliqué-
-Y yo -por la Verdad- Las dos son una-
Somos Hermanos -dijo-

Y así, como Parientes, reunidos una Noche-
Hablamos de un cuarto a otro-
hasta que el Musgo alcanzó nuestros labios-
y cubrió -nuestros nombres-

La versión de Alcalde, en cambio, dice:

Morí quemada por la belleza, lentamente
hasta acomodarme por fin
bajo la tierra
sintiendo la palpitación
de mi vecino
 y el soplo de sus abejas
su honor estremecido
reduciéndose a cenizas: era la verdad.

Dialogamos de polvo a polvo
cercanos residuos
puñados constantes
dolores movibles como el rocío.
“Yo fui consumida por la belleza” –dije-.
Y él contestó: -“Soy una víctima de la verdad”.

Como dos amigos encontrados
después de un largo extravío en el tiempo
como tratando de intercambiar sus aventuras
distancias y alegrías
seguimos conversando sin prisa
hasta que el musgo nos selló la boca
y en vez de nuestros sumergidos nombres
los himnos de cada uno se fueron derramando
sin prisa, libremente, por la hierba.

La versión de Alcalde del poema de Dickinson es menos monstruosa que el ejemplo anterior, el de Stevenson, pero a mi juicio no menos digna de verse. Y hay que enfrentarse entonces a sus traducciones libérrimas de poemas como La ciudad de Kavafis o La canción de amor J. Alfred  Prufrok que se encuentran en el libro para reconocer el riesgo y el valor de su apuesta en estos ejercicios, que para mi gusto, son una muestra importante del gran poeta y de las notables intuiciones que llegó a tener.

Termino entonces invitando a todos a releer, proteger y rescatar, pensando que en el marasmo colosal de sus experimentaciones encontramos yerros y aciertos, pero que cuando damos con los aciertos, el golpe es fuerte y duradero, y creo, nos ayuda a mirarnos en ese espejo individual y colectivo del que hablaba.



 



 

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"El Árbol de la palabra y los textos inéditos de Alfonso Alcalde".
Presentación de Cristian Geisse Navarro