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Alfonso Alcalde hombre de la vida

Por Virginia Vidal
Publicado en “Punto Final”, edición Nº 758, 25 de mayo, 2012




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“Padre y madre de las tormentas humanas /nunca quise nacer. ¿Por qué no me escucharon?”.
(Alfonso Alcalde, “Salmo de las preguntas”).

No quiso nacer, pero se entregó a la vida con todas las ganas. Trató de sacarle el jugo hasta que se le acabaron las energías. Aunque no se lo vincule a la llamada generación del cincuenta, por esos años Alfonso Alcalde se consagró como escritor con  Variaciones sobre el tema del amor y la muerte  (1963) y  El auriga Tristán Cardenilla  (1967). Autor inclasificable, todo el mundo lo recuerda como un gran poeta y narrador; un poco demasiado tarde, lo suficiente como para no darle el lugar que le corresponde. Su  El panorama ante nosotros  (1969) es una muestra del vigor y originalidad de su poesía.

Como periodista, en 1964 fue jefe de prensa en la campaña de Salvador Allende y más tarde fundador de la colección  Nosotros, los chilenos, de Editorial Quimantú. También fue reportero de la revista  Vistazo.  En su actividad reporteril, se vinculaba con artistas de circos pobres, camareras, pescadores, cargadores del puerto, mineros. Puso su corazón en las llagas de Chile, auscultó los sufrimientos desatando las amarras de la ternura, dando voz a los humillados, haciendo prevalecer la energía vital, el humor, la capacidad de solidaridad de nuestro pueblo.

Siendo reportera del Tren de la Cultura, primera acción cultural del gobierno de Salvador Allende, lo encontré en Concepción y él se incorporó a esa caravana de artistas. No imaginé entonces qué de anuncio premonitorio tenía su singular dedicatoria en  El panorama ante nosotros  donde escribió  “ojo: ver pág. 136”, el poema encerrado en un círculo, su firma y fecha: 7.3.71.

AQUELLOS
Suicidas
decapitados a borbotones
aún anclados dentro de la muerte,
aquellos que se devoraron
frotándose como piedras
para iniciar el primer fuego.
EL AMOR LOS BENDIGA

Tenía el raro don de contar(se) equilibrándose en una cuerda que impedía caer al vacío de la risa desaforada o del llanto. Así lo vimos transportando cadáveres en un contrabando que consistía en levantarle el muerto a una funeraria del pueblo vecino, para llevarlo en un autobús como si fuera un amigo borracho perdido.

Entre risas —antifaces de lágrimas—, iba contando su vida. Recorrió varios países y ejerció los más variados oficios. Literalmente en la calle, varado en Buenos Aires, gracias a una gestión de Marta Brunet regresó a Chile en barco: canceló el pasaje pelando papas. Del alcoholismo lo libró para siempre un médico comunista al que consideraba su verdadero padre. Una tuberculosis galopante lo condenó a una larga hospitalización en un sanatorio. Durante ese lapso, se burló de la muerte en desaforados delirios amatorios.

En Concepción, Alcalde y yo llegamos a la casa de Daniel Belmar. El autor de  Coirón  y los  Túneles morados  ya estaba inválido, pero armó una fiesta. En otra ocasión, fuimos a ver el mural del mexicano González Camarena. Dimos una vuelta por Orompello, donde había vivido la espléndida mujer que le sirvió de modelo. Visitamos a Julio Escámez, quien estaba pintando un mural en la Municipalidad de Chillán. Salimos a pasear y llegamos al río. Julio y Alfonso, como niños, se desnudaron y se lanzaron a retozar…

En Penco estuvimos en “El Roble”, cocinería de tiempos coloniales, una de las “picadas” de su colección, que abarcaba el país entero. Quería recorrerlo de nuevo, de norte a sur, para escribir un libro con todas las rarezas culinarias nacionales. El anticipo fue su  Comidas y bebidas de Chile,  publicado por Quimantú.

En el puerto de San Vicente, mientras disfrutaba viendo las lanchas pesqueras, evocaba su oficio de ayudante de “remitente” o sea, comprador de pescado barato para venderlo más caro. Allí nació su obra teatral  El peregrino del golfo. Como dramaturgo vio puesta en escena la adaptación de su cuento “La tercera espera” integrada en Tres noches de un sábado, dirigida por Claudio di Girolamo con textos de Carlos Alberto Cornejo, Alfonso Alcalde y el actor Patricio Contreras.

SU VIDA, AVENTURA INFINITA

Alfonso Alcalde Ferrer nació en Punta Arenas el 28 septiembre de 1921 y estudió en el Colegio Inglés de esa ciudad. Su padre fue el asturiano Angel Alcalde, propietario de una fábrica de calzado. No conoció a su madre y sobre ella tejió infinitas imaginaciones. ¿Sería cierto lo que le contó su progenitor, que había muerto en un parto junto con la hija que iba a dar a luz? Siempre lo puso en duda. ¿Estaría encerrada en un manicomio? Un día, al pasar por la estación de ferrocarril de Rancagua, me dijo que su madre era una de las “palomas”, una anciana con guardapolvo blanco, vendedora de alfajores…

Tenía veinticinco años cuando un médico comunista a quien mucho admiraba decidió curarle el alcoholismo. Le descubrió la tuberculosis y lo ayudó a internarse en un sanatorio en los contrafuertes cordilleranos. Había empezado a escribir y más que hundirse en meditaciones y dilemas existenciales, trató de sacarle el jugo a la vida en desenfrenados goces furtivos. Dado de alta, encamina sus pasos hacia un lugar donde nunca había estado y al cual volverá cada cierto tiempo: Concepción. Allí, mientras duerme de día en un hotel parejero y trabaja de noche como control en una radio, escribe su primer libro:  Balada para una ciudad muerta.  El manuscrito impresiona a Neruda al punto que lo prologa. Nascimento lo publica en 1947, ilustrado por Julio Escámez; durante la celebración, Alcalde quemó gran parte de la tirada. “Fue un trabajo inmaduro y precipitado —expresó—. El hecho de llevar una presentación de Neruda —una de las primeras que dedicó a un joven escritor— significaba una enorme responsabilidad. Pero al destruir ese libro contraje el compromiso de empezar a escribir  Panorama, un poema épico en cuatro tomos”. Años después, 1969, Nascimento publicaría sólo el primer volumen.

Decidió viajar a Argentina y Bolivia. Desempeñó oficios de picapedrero, garzón, pirquinero y empleado de pompas fúnebres (esto es un decir, porque en realidad fue contrabandista de cadáveres). De vuelta, trabajó como ayudante de cocinero en el barco que lo llevó a Valparaíso.

Los protagonistas de sus relatos son pícaros que sortean la miseria con ingenio y risa, seres con esperanzas, incapaces de odio, enemigos de la pendencia, amantes de la libertad.  Puertas adentro,  su primera novela, tardó años en ser conocida en Chile. Publicada en Uruguay por Arca, es la trágica biografía de una empleada doméstica.

EXILIOS Y DEPRESIONES

Alfonso se encontraba fuera de Chile para el golpe de Estado de 1973. No podía regresar. Me escribió apremiante carta donde manifestaba su preocupación por su familia, la necesidad de que salieran del país. Hice lo que me pedía dirigiéndome a Sandra Dumitrescu, esposa del embajador de Rumania, quien lo ayudó.

Desde el exilio, Alcalde me envió cartas y postales con diferentes sellos, de Rumania, Israel o España. Cuando yo estaba en Moscú, me llegaron sus noticias: un S.O.S donde pedía ayuda para retornar a Chile. José Miguel Varas me dijo que hablara con Luis Corvalán u Orlando Millas. No hubo eco.

Me quitaron la ‘L’ del pasaporte, y cuando pude retornar, aquí nos encontramos. Me invitó al “Hoyo”, en un feliz encuentro con viejos amigos. Después me convidó a su casa. Estaba exaltado con un proyecto y me propuso participar. Se trataba de escribir la “biografía” de Mario Kreutzberger (Don Francisco). No me gustó la idea. Un día me diría, humillado: “Me transformé en escritor duende y vendí mi alma al diablo por una casita para la familia...”. El libro salió en gran tiraje, se voceaba apilado en las calles, se vendía como pan caliente: fue un bombazo efímero. Al protagonista lo recibieron como miembro en la Sociedad de Escritores.

Poco se sabe de ese periodo negro de Alfonso Alcalde. Una depresión profunda. Un viaje a Canadá donde lo cobijan y cuidan chilenos. Desde allá me mandó una angustiada postal, luego me habló de una amiga, doctora chilena que lo trató. En ese lapso, su personalidad sufrió muchos cambios, entre otros, nunca más pudo volver a firmar como antes. El cambio de la letra lo obligó a un complicado trámite en el banco para autentificar su nueva firma.

Se separó de su mujer y se fue a Tomé, a vivir con su hijo Salustio. Ni siquiera llevó sus libros.

Un día llegó a mi casa con un enorme mamotreto. Una obra teatral que de ser puesta en escena duraría veinticinco horas. Le dije que algo así sólo era comparable a  La Orestiada,  de Esquilo. No importa, dijo, aquí hay un director que puede montarla. Y me pidió se lo entregara en sus manos a Andrés Pérez. Este había empezado a presentar  La negra Ester,  en el Cerro Santa Lucía. Allá subí (aún no había ascensor) para cumplir lo prometido.

Tiempo después, este brillante director me llamó desolado: habían fracasado todos sus intentos, inclusive ante el Fondart, para poner en escena la  La consagración de la pobreza, pero estaba empeñado en darla a conocer. Andrés no sólo realizó la adaptación. Hasta hizo ollas comunes para salir adelante con la obra. Me invitó a un ensayo en El Trolley. Al fin, la estrenó en el Anfiteatro de Ñuñoa.

OTRAS EXPLORACIONES

Su arte de la minificción ha sido reconocido internacionalmente por maestros como Edmundo Valadés, Juan Armando Epple y Francisca Noguerol. He aquí una muestra:

Una madre, gracias a Dios, puede elegir el futuro de sus hijos.
La Flaca al ver por primera vez un preservativo asoció la idea a un acuario con pequeños peces.
Su sentido del humor llegaba a tales extremos que se permitía cortarles la punta sin que el galán la sorprendiera, de modo que todos sus hijos eligieron la carrera del mar cuando llegó el momento de ganarse la vida por su propia cuenta.

(Epifanía cruda. Bs. Aires, Edic. de Crisis, 1974).

En este modelo de minificción, la Flaca, verdadera Madre Estubigia, como salida de La consagración de la pobreza o de  El panorama ante nosotros, tiene sus encuentros fortuitos con payasos, marinos, pescadores, afuerinos. Ese “gracias a Dios”, más que devoción, es su decisión de imponer una voluntad sin trabas a su fecundidad. Sabrá orientar a sus hijos a “la carrera del mar”, ese ancho camino para ganarse la vida luchando y desafiando la muerte.

Maestro del collage, le enseñó a mi hija Lenka el secreto: cortar a mano evitando las tijeras en lo posible, pegar con cemento de zapatero, usar una pelota del mismo cemento endurecido para quitar cualquier excedente y, de paso, aplanar bien cada trozo pegado.

Entre risas se refería a la mano negra que lo hizo artista plástico al impedirle el viaje a Cuba, cuando ya estaba por partir con su familia, luego de haber liquidado casa y haber presentado renuncia crítica y feroz en su lugar de trabajo. Literalmente en la calle, se fue a vivir a una casa prestada. Cayó en una profunda depresión, incapaz de hablar, de moverse. De lo que fue su hogar, sólo le quedaban unas revistas viejas. Maquinalmente empezó a rasgar las hojas y, poco a poco empezó a pegar los pedazos en una especie de composición automática. De esa época me regaló una muestra: un  collage  en blanco y negro de donde surgen los ojos del dolor desde un verdadero mapa de la miseria.

Antes de morir, me fue a ver y me llevó un cuadro titulado  La ventana solitaria. Ahora recortaba con tijeras y en vez de fundir los pedazos, los superponía con cierto efecto de relieve. A partir de una obra del Bosco, muestra una ventana ciega y muda ante sucesos de los que un ser invisible podría ser testigo; escenas de crueldad, burla y pillaje: arrastran a un hombre. Un hombre arrodillado se repite como eco de sí mismo. Ese día aprovechó de llevarse una caja que antes me había mandado a guardar, le quitó los papeles engomados y me mostró unos manuscritos, entre ellos, el borrador de su libro  El collage: una aventura con el papel. Me dijo que tenía muchos otros perdidos o requisados. Volvió a referirse a sus veintiocho libros publicados y traducidos a diez idiomas, pero nunca conocí un ejemplar de ninguna de esas traducciones.

En varias oportunidades habló de irse a un asilo de ancianos. Cuando vio todos los caminos cerrados, se ahorcó, el 5 de mayo de 1992.

 



 

 

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