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La caverna, o la cueva de los ladrones
Sobre Amarillo Crepúsculo, de Andrés Anwandter

Por Rodrigo Arroyo

 


 


Pero todavía nos gusta creer  que la representación en resina
de tal o cual ídolo publicitario nos alzará contra
el imperio mediático  del espectáculo
Jacques Rancière

Quizá sea preciso recordar, una vez más, aquello que señalara Guy Debord en La Sociedad del Espectáculo, es decir: pensar en cómo es que el lenguaje se modifica de acuerdo a la influencia que los medios ejercen sobre él. En otras palabras, nos relacionamos a través del espectáculo. Y es preciso también acotar que no son las imágenes, sino cómo llegamos a ellas, qué imágenes son las que nos llegan, de cuáles nos privan o cómo desde o a partir de ellas aparece una nueva comunicación, o  formas diversas de relacionarse. Banalizando la experiencia y sobreponiendo lo efímero y superfluo como características fundamentales y necesarias para ir en desmedro de la memoria. Los residuos así forman parte  de una sociedad que, como señalara Gonzalo Millán en la imagen de un niño muerto en un refrigerador abandonado, se ha consumido a sí misma. Y contamos con ello en gran medida gracias a la delirante creación de necesidades, augurada por Marx en El Capital, por parte de los medios de producción; lo que de modo paralelo o como resultado, genera una cultura de lo residual. Podríamos preguntarnos entonces ¿qué excedente nos entrega ahora la sociedad del consumo y del espectáculo desbocado?, digamos, que permita la posibilidad de elaborar una crítica, una reflexión, un desmontaje si se quiere, pero a partir de la misma materialidad que es denominada como desecho o sobrante. Como resulta en el caso de Antonio Berni, quién al momento de crear a Juanito Laguna asignándole una materialidad constituida por sobras, por desechos, no hace otra cosa sino, a partir de su condición, preguntar por su causal de aparición. Así, ¿cuál es ahora, el residuo?

Creo que a partir de esta pregunta es que podemos iniciar una revisión o una reflexión, a partir del libro Amarillo Crespúsculo, de Andrés Anwandter. Pues el autor, siguiendo el hilo a la referencia mencionada, se ubicaría en la vereda opuesta a Berni. En el sentido que él no explora ni escudriña más allá de su posición de observador, patente la distancia que exhibe tanto en los títulos como en los poemas. Pues advierte quizá en ello, en la cercanía, un sesgo ideológico, un apasionamiento que sería impedimento de su cargo casi ascético de televidente, a la espera de ver lo que los medios le permiten, algo así como un Ulises perdido en la red, sin retenciones más que las propias de la desilusión o la abulia ante la ausencia de sentido. De la cual su  escritura, e incluso su poesía, no escapan. De este modo ingresamos al páramo de la medianía, en el cual incluso la posibilidad de margen o disidencia es banalizada del mismo modo en que tal vez se acceda a dicha información; así también ocurre con la crítica a los montajes que afectan a una sociedad. En otras palabras, es todo información banalizada, neutra. Que diríamos busca, a través de la fragmentación que es posible de apreciar en la falta de términos que impliquen cohesión o unidad alguna, permanecer en la sospecha, alejándose así de la verdad, evadiéndola. ¿Qué es la poesía en tal encrucijada entonces? He ahí una pregunta interesante que el libro nos lleva a plantearnos, porque de permanecer en la sospecha se aleja del pensamiento, y en la fragmentación y lejanía, del estrechón de manos, por decir alguna cosa.

En este sentido, creo que la trama de lectura que anticipa para sí Amarillo Crepúsculo, está basada en la neutralidad, en la imparcialidad que supone quien observa, como quien observa desde el centro del panóptico enunciado por Foucault. Pero sabemos nosotros que mirar desde dentro no puede ser ya una mirada imparcial, allí no se llega siendo sólo un observador. Como  en la cueva de los ladrones, es preciso pronunciar la contraseña; no quedarse en la escritura, en el texto, sino en el trance, la lectura de clase, las generaciones, los vínculos, qué sé yo. Esto es: Schibboleth, o la posibilidad de seguir, de no perder la cabeza.

“La poesía recibe la misión de concentrar en sí misma los riesgos del arte y de salvar así al lenguaje de los peligros que le hace correr la literatura”. Señala Blanchot, lo que nos lleva a volver sobre la pregunta anterior, o bien especificarla y volver sobre las viejas preguntas: ¿qué es lo que estamos haciendo?, o bien, ¿qué es lo que se espera de la poesía, cómo la situamos hoy en día? Pero no en el malentendido de visibilizar la poesía, sino en pensar cómo ella surge, las posibilidades de preguntas a la que nos convocaría. ¿Dónde y cómo es que ella puede o no buscar una pregunta, una encrucijada, y tomar cuerpo?

“El libro nunca se hizo, fue recolectado” señaló Marcel Proust. Con lo que la preocupación por el montaje que exhibe el libro supondría, más allá de una preocupación por el tiempo y el espacio social o político que culminaría o daría origen al lenguaje poético, en pensar a la poesía o la literatura como un montaje. Ejemplo de aquello es también la obra de Juan Luis Martínez. Que podríamos vincular, comedidamente, a la escritura de Anwandter por cuanto ambas coinciden en la imposibilidad de poetizar sobre lo poético. Dejando a la vista, cada cual a su modo, los procedimientos utilizados. En este sentido, los textos de Amarillo Crepúsculo, a través de la escritura, exhiben un conjunto de procedimientos que forman parte de temáticas conceptuales o teóricas desarrolladas desde fines de los ochenta y que conforman un modo de trabajo -que podemos desprender de diversos trabajos escriturales y visuales- enfocado o basado en el posicionamiento, conformación o extensión de la noción de campo de un tiempo por venir. Pensemos pues que lo que se avecina, la década siguiente –la de los noventa- es como una tabla rasa, pues ante el final simbólico (ni siquiera) de la dictadura, cabría la posibilidad de experimentar y extremar las posibilidades del lenguaje. Mientras que hoy en día –pensando en la escritura no sólo de Anwandter- sería un desfase, quedarse entrampado en un lodazal, el volver sobre temas como la identidad, lo privado y lo público, el montaje, u otros propios de un tiempo en el que se dio inicio a la postdictadura, y a la globalización. Ahora, la insistencia en señalar los montajes, en los textos de Amarillo Crepúsculo, más que información, es –reitero- información banalizada, y sería de una ingenuidad mayor suponer que la fuerza o veracidad de dicha información revierta esta condición, sería otorgarle al libro o al espacio literario una posibilidad de salvar las escrituras, de nimbarlas, pero sabemos ya, ha pasado mucho tiempo desde el ready-made. En este sentido, habría que preguntarse no por la forma ni los medios en que ella aparece, sino por lo que ella oculta, esto es: ¿por qué Anwandter se proponer preguntarnos por la visibilidad?, o bien ¿Respecto a qué contrapone la visibilidad?

El libro se compone de dos momentos: la dictadura y la visión de un tiempo presente. Quedando a la vista el lugar y el montaje en un primer momento, la continuidad, para luego dar paso luego al objeto y la vigilancia, cruzados o unidos ambos momentos a través del lenguaje, o en el lenguaje, que es también mercancía de los medios. Anticipando la reducción de la experiencia, poética en este caso, pues al visibilizar todo desde la pantalla no hay tiempo ni lugar posible. Será tal vez por eso que no deja de ser llamativo el texto, entre los demás, que alude a Marta Ugarte, mujer asesinada arrojada al mar y devuelta por este último en una playa de Quintero, pero tenemos que tomar distancia o disentir del texto de Anwandter, pues omite el duelo optando por la representación. Lo cual, hay que decir, se condice su rol de observador neutro. Con quiénes, no rechazan, pero omiten de su lenguaje la pregunta por los que no están, a pesar de estar hablando de eso. Y optan por la representación, por el cuerpo y no por el gesto que bien podría ser puro silencio, manteniendo eso sí, la crítica a una sociedad del montaje y del consumo. He ahí entonces la ausencia de luto y la distancia propia de la representación. Ahora, el estado crepuscular que podríamos extrapolar del título, viene a ser el ocaso, el fin de un montaje, de una imposición de escuela, de institución, ¿de clase? De melancolía o abulia ante el no saber qué hacer. Crepúsculo del deseo que se hace cuerpo en la colección, en lo visible, he ahí lo que queda del deseo, de lo explosivo.

En los textos es posible desprender la idea que carecemos de un lenguaje, o previo a eso, de una experiencia que permita su aparición. De ahí a entonces a la necesidad de visibilizar la experiencia, de ahí la pantalla que no es otra sino la experiencia de la caverna. Pues los medios de producción nos han arrebatado cualquier otra posibilidad. Arrebatándonos así el cuerpo y nuestra distancia con el cuerpo: el exilio, el margen. Dejándonos la escritura, pues sabemos que habitarlo, marginalizarnos, implica también el no escribir. De este modo lo que el texto propone es tomar la ruta de un observador desesperanzado, que en su soledad ha visto el resultado de todo lo que ocurre. Que no ha buscado otros caminos más allá de los mediáticos; así, no hay palabra, no hay diálogo posible porque no supone la presencia de un otro. Así, cabría preguntarse ¿bajo qué imagen reposa la poética que subyace estos textos?, ¿será acaso la de una diáspora en solitario?, ¿o será que el relato de la experiencia mediatizada habría de completar nuestra carencia de lenguaje?

Valparaíso, invierno 2012




 

 

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Sobre "Amarillo Crepúsculo", de Andrés Anwandter.
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