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Tributo a Mauricio Wacquez


Por Antonio Avaria


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El que muere es un amigo de adolescencia y del Pedagógico, un vecino de la calle Holanda, incluido en los años 60 por José Donoso en el exclusivo club de Los Novísimos, los que traían la nueva literatura. Cada uno era ya entonces un orgulloso mundo propio, pero el más enigmático y altanero era sin duda Mauricio Wacquez. El primero en morir, a los 33 años, fue el avasallador Juan Agustín Palazuelos (Según el orden del tiempo, Muy temprano para Santiago). Antes de morir del todo, Antonio Skármeta y Ariel Dorfman alcanzaron el jet-set internacional, Poli Délano la consagración como cuentista latinoamericano, Luis Domínguez las dulzuras del cuasi olvido, Zutano la aurea mediocritas de quien no es ni envidiado ni envidioso. Wacquez, la equívoca reputación de un escritor para una escogida comunidad de iniciados.

Silueta de dandy, de mago, era personaje de elevada estatura, esbelto, de elegancia algo rebuscada, que uno veía fácilmente con sombrero, bastón, capa y ademanes de prestidigitador, rostro alargado de fuertes pómulos y boca recta, sin carnosidad, de una línea, como André Gide, con la dicción fácil, ingeniosa, apasionada, mordaz, del ducho polemista. Con su cara severa de hugonote, era sin embargo un seductor, un charmeur. Vaya qué énfasis gestual, qué desinhibición y qué desenvoltura, qué capacidad inesperada de insolencia y de ira.

Profesor de filosofía por la Universidad de Chile, doctorado en la Sorbonne de París con una tesis sobre el lenguaje de San Anselmo o el insensato. Una temporada docente en la Universidad de La Habana le permitió trabar cálida amistad con los escritores Heberto Padilla (fallecido en estos días), Reynaldo Arenas, Pablo Armando Fernández, Miguel Barnet y muchos otros. Conoció al dedillo las circunstancias de disidencia y adhesión de los intelectuales cubanos. De vuelta en Chile, contribuyó al debate internacional sobre “el caso Padilla” y fue una voz muy lúcida con su aporte a aquella utópica “cultura en la vía chilena al socialismo”.

Hacia 1973 se afincó en España, incorporándose activamente a la creación literaria y editorial; dirigió memorables colecciones, tradujo esmeradamente el Salambo de Flaubert, las célebres memorias De parte de una princesa muerta (Kenize Mourad) y otras obras del francés, que dominaba como lengua materna. De hecho, paterna, pues su apellido tiene origen flamenco y el padre es enólogo bordalés de prole chilena y que a los sesenta años, en 1939, retoña a Mauricio. Este escribe en Excesos (Editorial Universitaria, 197l): “...la obsequiosidad, ese rasgo que más odio en mí, me viene directamente de él... La obsequiosidad me sirve para desarmar a la gente. Y con mi padre nunca supe si después de una caricia vendría una bofetada, nunca me sentí seguro, al resguardo, en sus brazos. Podía estarme besando, felicitando: bastaba que alguien preguntara quién quebró esto para que sintiera el golpe que enceguecía, que me hizo muchas veces perder el conocimiento. Los interrogatorios eran ineficaces. A gritos, los ojos desorbitados, la baba se esparcía en todas direcciones. Eran ineficaces porque siempre mentí”. Y concluye: “Su cobardía, su seriedad, que más que todo era falta de imaginación, su violencia, los sesenta años que nos separaban, hicieron que todo amor entre nosotros resultara imposible”.

La severidad, la falta de contemplaciones, el desdén por las concesiones a la conciencia burguesa bienpensante, a la convención, a lo sentimental, a la truculencia, marcan la obra de Wacquez. Con los ingredientes o materiales de su obra –poderosa bisexualidad, crímenes, traiciones e intermitencias del corazón, personajes jóvenes e intensos, cultura histórica, escenarios de cuentos de hadas, sensualidad– otros fabrican novelas adocenadas y aptas al gran consumo. Irrealista radical, su lenguaje es terso y refinado, levemente barroco, producto de una elaboración culta, alejada de la procacidad coloquial. Tal condición le arrebata lectores, pero le gana adictos susceptibles de dejarse envolver por una prosa más encantatoria que comunicativa. Ejemplar es la novela finalista del Premio Barral. En paréntesis (Barcelona, l975, prólogo de José Donoso), Wacquez realiza la proeza de excluir de su relato todo lo que no sea el curso del amor y más amor en cuatro personajes. Con una técnica de voces narrativas que evoca gratamente Las olas de Virginia Woolf, pero con menos lirismo y cierta brutalidad, Wacquez delimita un espacio literario estricto, un breve tiempo, una circunstancia, un cuadrángulo amoroso.

Tras el dandismo cosmopolita y gesticulador, Wacquez solía revelar, en vida y obra, la presencia de su patria chica de Colchagua, en la más huasa ruralidad de Chile. Por ejemplo, su novela fundamental, Frente a un hombre armado (Cacerías de 1848), publicada por Bruguera en Barcelona, l981, nos transporta a la campiña francesa del siglo XIX. Evocando imágenes, “el primer impostor de esta historia” (que llegó de Flandes perseguido por asuntos religiosos) recuerda una salida en tilbury, tirado por un asno, en el verano de 1845, pero acto seguido, señala: “O era de noche, en un pueblo en los alrededores de Quinahue, donde pasó su primera noche viril, volviendo bajo la lluvia de su primer encuentro amoroso, con el pelo rubio pegado a la cara y la cortina de agua salpicando la grupa del caballo”. Esos guiños seguramente autobiográficos al lector chileno son frecuentes en esta obra pretendidamente histórico-alegórica de un personaje vil e impostor, sodomita, traidor y asesino. En esta novela obsesiva y estremecedora, de pausada lectura, la vinculación homoerótica significa sometimiento, humillación, sojuzgamiento brutal, poder impune. Coincidiendo con las expresiones de José Donoso al referirse a Casa de campo, el autor explicó que, por vía figurada, Frente a un hombre armado había sido su respuesta novelesca al golpe de Estado de 1973. Se trata sin duda de una novela irreverente y provocativa, pero la porfía en reiterar escenas no ya de alcoba, sino de seducción y violación homosexuales, debilita la calidad artística del relato. Aquí el exceso daña, pese a la verdad profunda, según Mauricio Wacquez, de una sentencia de William Blake: “El camino del exceso lleva al palacio de la sabiduría”.

La novela Ella o el sueño de nadie (Tusquets, Barcelona, 1983) está dedicada a sus grandes amigos María Pilar y José Donoso (“... un instant encore, regardons ensemble les rives familieres”), cuyos lazos de afecto, amistad y camaradería hacia Mauricio se profundizaron en España (María Pilar lo destaca en “El boom doméstico”, agregado a la segunda edición de la Historia personal del boom, de Donoso). Fábula moral despojada de tiempo histórico preciso y centrada en las relaciones sórdidas y sublimes de un triángulo sentimental, Ella... agrede y engolosina al lector con pulcritud de lenguaje y violencias escénicas. Dice en el último párrafo: “Esta historia, imaginaria y banal como ve, sucedió en el corazón de un hombre, en una época tan lejana que la memoria ha hecho de ella un ejemplo de desproporción. Se la he contado a usted con un afán moralizador, como todas las historias antiguas”. Por una sutil vuelta de tuerca, al final triunfa el mediocre, el sometido, el esclavo, el relator. Más cercano a las novelas morales francesas que a las ejemplares de Cervantes, la crítica francesa no titubearía en definir a Mauricio Wacquez como escritor “moralista”. Al epígrafe de Rilke que da título al libro, Wacquez añade una línea de Borges: “...yo soy Vincent Moon. Ahora desprécieme”. Y Wacquez desarrolla su propio relato de un ser despreciable con una franqueza insólita en la narrativa chilena.

En una entrada de 1964 de su extraordinario Diario íntimo, Luis Oyarzún hace relación de un campamento en la isla frente a Constitución. “Altísimo y silvestre”, Mauricio podría ser Tadzio, el bello niño de Muerte en Venecia, por “la delicadeza que se desprende de su figura. Ya el primer día, apenas habíamos montado las carpas, se bañó desnudo en el río, sin timidez, delante de todo el grupo excursionista. Nadó con presteza y se puso a saltar y hacer ejercicios en la orilla”,...“como el Orfeo de Jáuregui, goza de libre edad su primavera ociosa, piloteando veleros río arriba, “yateando” entre golpes de viento, pintando y calafateando embarcaciones en traje de baño, complaciendo furtivas muchachuelas lleno de gracia y de tiempo. Un ángel fluvial”. Tan consciente de ser espiado por la mirada del deseo este Mauricio de 25 años, como aquel niño Tadzio de diabólica belleza...

Agonizando unas semanas en el centro médico de Alcañiz, Teruel, ¿recordó su apuro intenso de vivir? ¿El inconmovible se dejó tal vez llevar por la melancolía, se abandonó a la tristeza?

Ahora yace a escasos kilómetros de ese lugar, en el pueblo de Calaceite donde viviera largos años, coincidiendo mucho tiempo con José Donoso, cada uno en su casa de piedra. Allí llegamos una tarde en automóvil con el dramaturgo Jaime Silva. Desprevenidos surcábamos ese “océano de cuero” de los campos de Teruel cuando de golpe emergieron, casi encima nuestro, las formaciones de piedra de Calaceite, donde la gente dejaba abiertas las puertas de sus casas y donde se escribieron capítulos importantes de la literatura chilena. El último, de próxima y póstuma aparición, será la novela Epifanía de una sombra.

En realidad el que cuenta, y el que triunfa a la postre, es Marcio, el sodomizado, el mediocre. Hasta se queda con Reina.

Dos epígrafes elocuentes y notables: Ya en las primeras páginas ha explicado que la historia “que voy a contarle” sucedió en el corazón de un hombre hace ya mucho tiempo.

 

 

 

 



 

 

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