CHILE: Territorio de contrastes explosivos
Por Óscar de Pablo
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El libro de Ángela Barraza y el país de Ángela Barraza, ambos llamados Chile, están marcados por la tensión, por los extremos. Me gustaría recorrer el país de punta a punta, como he recorrido el libro. La tensión del país la conozco desde lejos, por los indicadores económicos, por los noticieros y por los amigos, entre ellos la propia Ángela. En cambio, la tensión del libro la conozco desde dentro. La he experimentado en carne propia. Por eso voy a hablar de ella.
Tal como ocurre con la historia, son las contradicciones las que producen el movimiento. Y Chile es un poemario móvil, uno que no deja de vibrar en las manos del lector, que no se está quieto. Si bien los vértices por sobre los que ocurre el choque de contrarios son múltiples, incluso innumerables, creo que puede ubicarse un eje principal con dos polos, cuya tensión a lo largo del libro produce ese magnífico estado de movimiento: me refiero al choque entre lo histórico, lo colectivo, lo atemporal, por un lado; y lo específico, lo personal, lo generacional, por otro. El libro habla de Chile, sí, pero de su “Chile personal”. Esta tensión podría resumirse en el poderoso comienzo del poema que dice:
Siempre pensé que la patria mía
debería llamarse Manuel.
En cada página del libro se aborda el tema de la historia reciente del país, una historia conocida en todo el mundo por su dolor descarnado, por su tragedia expuesta a flor de piel. Una historia coral, polifónica, multitudinaria: digna de la mayor seriedad. Y sin embargo, en cada página se aborda esa historia desde la perspectiva de un cuerpo individual y específico, un cuerpo con edad y sexo, con su propio universo cultural y su propia generación.
La generación de Barraza, que es más o menos la mía, no es la de las víctimas directas y los victimarios, sino la de sus hijos; es una generación marcada en todo el mundo por la derrota, el desencanto, la falta de perspectivas; una generación que no recibió por herencia sino una dosis de individualismo pesimista, y que ha tenido que ir construyendo su épica desde cero, con sus propios recursos. Y esos recursos no podían ser más que los del juego, el distanciamiento y la ironía. También es una generación educada por Internet, que ya no puede creer en la realidad de las patrias, o al menos que no se identifica con ellas más que como un anacronismo deliberado. “La patria, esa mentira que le creí al enemigo”, decía Roque Dalton en los años sesenta. Pues bien, ya no nos la creemos. “No, yo no soy la patria”, dice Barraza. Y sin embargo, desde el título mismo, todo el libro avanza en tensión con ese descreimiento.
Cada generación debe traducir sus tragedias. Los clásicos qué. Cada generación debe apropiarse de las grandes heridas de su historia, actualizarlas y revivirlas en su propio idioma, porque son vigentes. Así fue el 32 en el Salvador y así fue el 73 en Chile. Es una historia de asesinos y de asesinados, de torturadores y de torturados, pero también de ricos y de pobres. Chile será para siempre la patria de Pinochet, sí, pero también el laboratorio de Milton Friedman, del neoliberalismo, de las minas privatizadas, de los sindicatos destruidos, de las escuelas privadas más privadas del mundo. Esa brutalidad profunda, que está vigente en México y en Estados Unidos y en Europa y prácticamente en todo el mundo, es la que estuvo detrás de La Moneda bombardeada, de la caravana de la muerte y del Estadio Nacional de Santiago. Es lo que hace que cada muerto de la dictadura se repita y se multiplique en cada minero muerto en un accidente de trabajo, en cada indigente muerto de frío, en cada niño muerto por la insuficiencia del sistema de salud, en cada estudiante muerto por los carabineros de la democracia actual.
La tensión entre lo histórico y lo específico que surca las páginas de todo el libro de Barraza y lo mantienen en movimiento, como todo gran acierto literario, es mucho más que un acierto literario. Es un hallazgo vital. Es un modo de traer la tragedia histórica al presente, de restituirle a los militantes muertos un lugar en el flujo del tiempo concreto. Un modo se rescatarlos de la limpieza del monumento y traerlos a la suciedad de la vida.
II
Desde luego, Chile es un libro de poesía política, por decirlo así, pero no de cualquier poesía y no de cualquier política. Su posición política de izquierda se hace efectiva en este caso porque se manifiesta de una posición literaria de izquierda: un mérito que basta para distinguirlo de todo el desgastado continuo de la lírica bienpensante.
¿Qué significa tener una posición literaria de izquierda? Voy a intentar explicarlo con un ejemplo:
Nombrar en un poema a un mártir célebre (por ejemplo Orlando Letelier) basta para provocar una modesta catarsis emocional en los lectores progres. Un suspiro de arrobamiento. Sin embargo, esa catarsis, que parece política e incluso revolucionaria, en realidad no lo es. Porque no nos modificó. No nos dijo nada nuevo. Si nos emocionó, fue en la medida en que conocíamos la historia de Letelier y la significación que tuvo su asesinato. Parece que el sólo leer su nombre en un poema nos produjera indignación, pero en realidad sólo valida culturalmente nuestra indignación previa, y al hacerlo nos consuela, nos reconforta.
Lo mismo ocurre con la poesía de amor tradicional. No nos dice nada nuevo del amor: nos emociona, sí, pero sólo porque nos recuerda una emoción previamente aprendida; y nos gusta, pero sólo porque nos confirma en nuestra educación sentimental, es decir, en nuestros prejuicios. Esa poesía puede ser prestigiosa, y hasta masiva, pero no es transformadora. No es la poesía que me interesa.
Yo puedo decir […] atentado, oligarquía, asesino, maldito Pinochet hijo de puta
y ya no pasa nada.
Leo estos versos como una constatación durísima, valerosa, de la inutilidad de la catarsis que produce el mero nombrar (aunque sea con los puños y los dientes apretados, denotados tipográficamente por la letra en negrita).
El tipo de emoción que produce el mero uso de temas de izquierda no tiene en sí mismo nada de izquierdista. Pero, en cambio, ¿qué ocurre cuando el nombre de Letelier aparece en un verso como éste:
“Orlando Letelier, un casette de Locomia.”?
Pasa que la catarsis emocional se interrumpe. Pasa que el lector se topa con un elemento inesperado de prosaísmo, de cotidianeidad. Nuestro lector políticamente correcto queda perplejo porque no se le permitió emocionarse, al menos no tan fácilmente como se espera en estos casos. Y, quizá un tanto molesto, se ve obligado a reflexionar. Se ve obligado a cuestionar los motivos de esa extraña decisión poética. ¿Es eso lo que Brecht llamaba distanciamiento? Me gusta pensar que sí.
Y, después de reflexionar, ¿qué concluye? Bueno, eso ya depende del lector. Alguno pensará, por ejemplo, que la tragedia de Letelier es algo tan pasado de moda y tan irrelevante como Locomia y los cassettes. Puede ser. Pero otros sentirán, en cambio, que la tragedia de Letelier no es un bello modelo cultural, como la cólera de Aquiles, sino un hecho real, tan real como la existencia de Locomia, tan real como los cassettes. Porque nada hay más horriblemente real que un cassette de Locomia. El anacronismo oculto por su solemnidad (Letelier) queda expuesto por un anacronismo kitch explícito (un grupo de los noventas, un aparato anticuado). Curiosamente, al develarse, el anacronismo solemne deja de serlo y adquiere una actualidad inesperada, en un presente muy concreto donde conviven Locomia, Letelier y la revuelta estudiantil del 2011.
El hecho es que los versos como “Orlando Letelier, un casette de Locomia” no aportan una respuesta, sino una pregunta. Y la pregunta queda abierta, porque su respuesta no está al final del poema, ni al final del libro, ni siquiera en el conjunto de la poesía del mundo… sino en la vida, en la vida social práctica (que cada lector enfrenta a su modo). E incluso la pregunta no es el fruto de una reflexión previa que la poeta haya querido comunicarnos. Fue una pregunta nueva que la poeta y el lector descubrieron en el momento único del poema, en virtud de una investigación sui géneris cuyo instrumento fue el lenguaje. Esa podría ser una definición de la poesía, o al menos la poesía que me interesa. Es cierto que la realidad no es verbal, como dice Enrique Lihn en el epígrafe de este libro, pero el verbo puede ser una vía para la investigación de la realidad. Para la transformación de la realidad.
Esa es sólo una de las muchas virtudes que hacen de Chile un libro importante en el ámbito de toda nuestra generación latinoamericana.