El viejo del saco se detuvo a descansar en plena curva, afirmó su cuerpo dolorido en la barrera de contención que protege las casas a ras de piso. Le quedaba camino por recorrer atravesando las poblaciones del cerro. Alcanzó a retirar el pie, el camión del gas pasó muy cerca. En el saco llevaba una decena de conejos, «todo por un encargo», se decía. Vivía de allegado junto a la familia de su hijo, sentía que estorbaba. Dormía en un cuarto pequeño que antes fue la bodega del patio trasero. Nadie le decía nada, todos llegaban tarde, muy cansados, comían viendo tele y en seguida se iban a acostar. Del otro lado venía caminando el Lucho, así que lo esperó en el mismo sitio. El Lucho lo reconoció de inmediato.
—¿Cómo estái po’, retutatutata?
—Aquí po’, todo cagado. Ya no sirvo para repartir conejos.
—El que está verdaderamente cagado es el…
—Sí, lo escuché en la radio, no le bajaron la pena.
Ambos hicieron el silencio acostumbrado. Ya no hablaban del Leo ni del otro. Jugaban a la pelota juntos. Una vez se partió la cancha en dos y desde ese día el Leo cambió. Se puso malo. Ya no sonreía, sólo cuando asaltaba. Pasó otro auto tomando mal la curva.
—Movámonos de aquí, los autos están pasando muy recerca.
—Tengo que seguir. Le llevo varios conejos a la profe. ¿Y voh en qué andái?
—Estoy haciendo tabiques y armando andamios en Villa Monte. Van a levantar otro edificio.
—¿Y el reumatismo? ¿No pensái parar?
—No me queda otra, tengo que aprovechar que todavía me contratan. Lo único que tengo que hacer es trabajar y trabajar. Si no… mírate, repartiendo conejos y viviendo a costillas de tu hijo.
—¡Ya te pusiste hueón! ¡Hazte a un lado mejor! — y se agachó para tomar el saco.
—¡Pero pa’ qué te enojái!
—¡Anda a trabajar vos nomás! Ya te quiero ver cómo te va a quedar la espalda. Si vai a la pega tan tarde es porque en la mañana no te podíai parar.
Dicho esto se aguantó el dolor de una puntada que le vino en el dorsal izquierdo. Fue como un aire que le entró en la propia espalda, un apretón carnudo, pero del puro orgullo no chistó y guardó silencio. A una cuadra de andar con el saco en la espalda se le fue pasando, la molestia bajó a media cintura y de vez en cuando le seguía apretando. Entonces maldijo al Lucho por sus opiniones sobre si tenía derecho o no de vivir junto a la familia de su hijo. Paró en la siguiente esquina, miró el atajo. Al fondo, muy abajo, se veía el mar y más allá, la Ciudad Jardín. Vivía en la parte más alta de los cerros donde todos se unen. En las quebradas el viejo ponía los lazos o «huachis». Con eso se aseguraba unas lucas para las cervezas, para los regalos de navidad y aportaba con carne sana para la casa.
Llegó a la hora, tocó el timbre. Una señora mayor lo hizo pasar. «La profesora está corrigiendo pruebas, espérela un rato. Pase por aquí». Era la primera vez que lo hacían pasar. La profesora Mónica se fue a lavar las manos antes de atenderlo. La fachada tenía un aspecto distinto a las casas que él conocía. En la pequeña salita había dos cuadros al óleo y en ambos sobresalían los barcos de la flota naval. En uno, la fragata enfrentaba las olas en medio de una tempestad. En el otro, la nave permanecía inmóvil junto al muro de abrigo del Muelle Prat. Al viejo le gustó más la pintura donde el barco de guerra atravesaba el mar iracundo, sobre todo por el color de las olas, que pese a ser negras y grises traslucían el bulbo de proa y parte de la quilla en suspenso. No había sol y la noche era salpicada por la espuma. En cambio, el otro acorazado yacía quieto, nunca en calma, como una bóveda flotante a todo sol, como una máquina mitad celda y mitad pólvora bajo un cielo celeste anodino. Ambas pinturas adornaban las paredes blanco invierno de la salita de estar.
—¿Está mirando las pinturas de mi marido?
—Son bonitas, muestran el mar.
—Son horribles, las conservo sólo porque no tengo dónde ponerlas. Ahora que estoy separada me pregunto: ¿qué hacen acá estos buques de guerra, por Dios? ¡Los militares me tiene hasta aquí, hasta la coronilla! Disculpe que hable tan fuerte, estoy con los nervios de punta y mi hijo mayor todavía no aparece.
—Lo sé.
—¿Ha sabido algo?
—Nada. Yo me la paso en mi pieza tratando de quedarme dormido o escuchando la radio.
—Sí sé que escucha radio, por eso le pregunto.
—No han dicho nada, apenas sepa algo…
—¿Cuántos conejos me trajo?
—Diez.
—Pero si yo sólo quería tres.
—Diez me encargó su hija por teléfono. Los tengo hasta descuerados.
—Ella le habrá dicho tres. Usted escuchó mal.
—¿Para qué yo voy a querer tanto conejo?
—¿Tres? ¡Shh! Y yo que limpié diez.
—¡Bueno ya!, déjeme cuatro y listo, con eso es suficiente. Ahí tiene.
Mientras le pedían retirarse, malhumorado pensaba en el destino de los otros seis conejos. No quería seguir ofreciéndolos de casa en casa; además, los antiguos clientes ya no compraban a mitad de semana.
2
Gonzalito entró a la Universidad de Valparaíso motivado por su madre, Mónica Varas, profesora de Matemáticas; de haber obedecido a su padre, habría seguido un camino directo hacia la cubierta de la blanca Esmeralda. Durante su infancia vivieron en Talcahuano, en el recinto militar de Las Canchas. Después se trasladaron a Panamá, por casi dos años, y luego volvieron a Santiago donde Herrera ascendería de capitán a mayor del Ejército. Al año siguiente los trasladaron a Valparaíso y compraron una casa en la parte alta de la subida Munich. Una permuta irregular, pero muy favorable, dejó a Mónica dando clases en el Liceo Eduardo de la Barra, en la avenida Colón. Herrera se había encargado personalmente de torturar al profesor de Matemáticas y dirigente comunista que durante más de una década fue titular del ramo en aquel emblemático liceo. Ella nunca lo supo, pero sí que su antecesor había desaparecido después de ser detenido en el mismo recinto. Se lo llevaron una mañana en pleno recreo. Se metieron a la sala de profesores y lo sacaron arrastrando por el patio principal. El estudiantado que vio la escena quedó atónito. «¡Se llevan a Ernesto!», alguien alcanzó a gritar. Años después, y en el mismo edificio, Herrera, ya sin lentes oscuros, gorro de lana y bigotes, ocuparía un cargo administrativo en la Corporación Municipal de Valparaíso. Las razones estaban claras: vigilar de cerca a los docentes y a las familias de los estudiantes que participaban en las protestas y barricadas contra el régimen.
Después de la segunda descarga eléctrica, los detenidos no podían controlar el esfínter. Herrera, molesto, untaba con una bolsa los restos mal olientes y se los restregaba en la boca. Algunos lo maldecían, entonces Herrera saciaba su ira golpeándolos en el abdomen. Luego se retiraba para lavarse las manos con detergente.
—Sigue tú —le indicaba al asistente.
—Pero usted sabe que yo no…
—¡Sigue! Si se muere, se muere.
Fue así como no se supo más del profesor Ernesto. Este tenía un hijo con una famosa bailarina de flamenco llamada Cecilia. El niño se llamaba Miguel y con el paso de los años superaría la tragedia de haber perdido a su padre de esa forma e intentaría reordenar su vida. Ingresó a la carrera de Derecho, con proyecciones de realizarse como un perfecto intelectual orgánico, pero reprobó la mitad de los ramos y no pudo concretar su erudita venganza. Al año siguiente dio la prueba de nuevo y entró a Publicidad, donde sería compañero y amigo de Gonzalito.
Les tocó trabajar en el mismo equipo, sacaban buenas notas, estudiaban juntos. Se quedaban en casa de Miguel de un día para otro. Primero era un equipo de cinco estudiantes, luego de tres, después hicieron dupla. Leían toda la noche y a la gaseosa negra le echaban café, en esos años no existían las bebidas energéticas. Reían, soñaban, hasta llegaron a bañarse juntos la vez que, sentados en la tina, botaron la cortina por intentar lavarse los dientes estando demasiado borrachos. La pasaban bien y su creatividad era desbordante, sólo faltaba un año para que pudieran independizarse y empezar a trabajar bien pagados, pero la noticia desnucó a Gonzalito.
La escena transcurrió lenta, vale decir, bastó con posar los ojos sobre el nombre de su padre para que todo lo demás se volviera nublado como quien lanza colores a la pared con violencia y luego se da un cabezazo contra ella. La sorpresa se transformó en vergüenza, después en un extraño apretar de dientes sin llanto. Enfocó la vista en la foto del sujeto, a quien inicialmente no pudo reconocer con esos lentes polarizados y el bigote perfecto. O tal vez lo vio desde la memoria de la infancia, como aquel bote a velas que se estrella contra las rocas. En ese caso, su padre era la embarcación, aquella en la que todo hijo quiere subir y sentirse seguro. Pero cuando se enteró de que su padre estaba en aquella lista de asesinos, esa embarcación se estrelló para hundirse irremediablemente. Desde ese día Gonzalito se tragó la amargura, la derrota y perdió interés en su propio destino.
En muchas ocasiones Gonzalito y Miguel hablaron del tema, sobre todo después de estudiar.
—A veces pienso en el torturador de mi padre. Trato de ponerme en su lugar, de pensar lo que él pensaba, entender su lógica y aquel sentido de la obligación que se transforma en locura y adicción. ¿Por qué no pegarse un tiro antes de dañar a otras personas? Yo no sería capaz de tratar así a otro ser humano. Seguramente todos pensamos lo mismo. ¿Estar ahí será distinto? ¿Qué harías tú?
Gonzalito escuchaba atento y se quedaba pensando. No siempre le respondía. Casi todas las noches, Miguel se hacía preguntas similares en voz alta. Gonzalito seguía sin responder, pero estaba del lado de su amigo, con ideas claras: «Nadie merece ese castigo. Yo también preferiría morir». Miguel iniciaba un monólogo sobre la libertad y la victoria. Después se ponían a dibujar y a inventar slogans. Para Gonzalito, su amigo era un verdadero poeta.
3
El viejo continuó su camino hasta llegar a la esquina del restaurante «El Temucano». Allí pasó de inmediato a tomarse una cerveza «pa’ la calor» con la plata de los conejos. Ofreció la mercancía a las dueñas, le dijeron que no. El lugar era estrecho, pero se respiraba buen ambiente, estaba lleno de viejos y jóvenes conocidos y las risillas convivían con la espuma de los vasos ocres. Mientras bebía pensó en la preparación de los conejos: había que conseguir algunas verduras frescas, sobre todo ajos, cebollas y zanahorias. Después de pagar, le dejó servido en la mesa un vaso a su amigo el Virutilla, que cabeceaba queriendo despertar. Salió a la calle principal y bajó hasta lo profundo de Villa Linda, donde pasó a dejar un par de conejos a la viuda de su compadre. Luego de la visita volvió a subir, pero esta vez pagó un colectivo local-cerro, trescientos pesos. Se bajó en la misma esquina de «El Temucano» y entró por otra cerveza de litro. El Virutilla había despertado y con una sonrisa lo recibía contento. Había más gente y pudo vender dos conejos más. Su amigo hablaba poco, hicieron el último salud y se despidió con un gesto de mano. Tomó el saco ya más liviano y cruzó a los negocios de enfrente donde compró lo necesario para la preparación de los orejudos, más cuatro pilas para la radio. Atravesó la avenida Agua Santa con precaución, en aquel sector murió mucha gente atropellada cuando no había semáforos. Pasó al otro lado del cerro. Tomó un nuevo atajo y llegó a Placeres, descansó en el mirador bajo un árbol observando el puerto y el muelle en la distancia. Enderezó la espalda y avanzó por el borde de la quebrada hasta llegar a la casa de su hijo. Tenía sus propias llaves, nadie regresaba aún, la casa estaba sola. Entró por la puerta trasera, pasó a la cocina y sobre el mesón dejó las verduras. Sacó una olla, la llenó hasta la mitad con agua y vinagre. Metió la mano al saco, pero algo lo mordió con fuerza. El último de los conejos seguía vivo.
4
A mi padre le decían El Pescador. Ahora entiendo por qué le doblaba las cabezas a los peces hacia atrás sin misericordia. El apodo trascendió porque así lo llamaban sus amigos, que en realidad eran funcionarios del ejército a su cargo. Cuando lo supe se me cayó el mundo. Deduje que mi padre pudo ser el asesino del padre de mi mejor amigo, Miguel, y de tantas otras personas que conocí en el colegio y en la universidad. Me sentí sucio, cómplice, maldito. No pude seguir durmiendo, comencé a despertar antes del amanecer. No sabía si contárselo a mi mamá y a mi hermana, decidí guardar el secreto mientras buscaba más antecedentes. Me di cuenta de que las cosas habían cambiado para él, entendí sus ausencias, su jubilación anticipada, sus actos fallidos, sus obsesiones y manías. Escucharlo hablar me causaba náuseas, su presencia me enfermaba, no podía comer ni respirar, por lo que decidí dejar de hablarle y también al resto de la familia.
Después de clases nos fuimos al «Roma», nos habíamos sacado un seis coma ocho con Miguel en nuestro proyecto de tesis. Esa noche había una peña organizada por estudiantes que estaban en contra de la construcción de represas en el río Bío Bío y que apoyaban a los mapuches. Supuestamente iban a venir desde la UFRO jóvenes representantes del movimiento, pero no llegaron. Por micrófono nos avisaron que los habían detenido camino a Santiago. Escuchamos un par de discursos, gritos y consignas, el lugar estaba repleto, todos se pusieron eufóricos, pero yo no me impresionaba con nada. Me sentía ajeno, incluso culpable. Todos entonaban esa canción de Víctor Jara que habla de una mujer mapuche que vive a la orilla del mar. Bebí más de la cuenta. Entre las conversaciones, la música y el desconcierto, no escuché a Miguel. Encendí el último cigarro, salí cabizbajo, sin que nadie lo notara, y bajé en dirección a la playa. A poco andar comencé a llorar, todo estaba muy oscuro, pero mis pasos sin mesura ya tenían destino. Subí a la Piedra, imaginé bajo el mar los cuerpos luminosos de cientos de desaparecidos, cerré los ojos y me dejé llevar.
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Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com
TENTÁCULOS.
En «Jibias: Historias de crímenes internos», de Alejandro Banda.
Emergencia Narrativa, Valparaíso, 2018.