El mosco estaba ahí, mirándome quizá, tomando un poco de sol entre el vidrio y el metal, justo en la hendidura que nunca limpié para renovar en algo la casa de mis abuelos. El mosco sigue boca abajo, por eso sé que me lee, no está seco ni ausente, lo he estudiado muy bien: se habría venido al suelo con el primer punto aparte.
Detrás de la ventana, mi ventana, su ventana, se asoma el lúcumo, que también me observa. Y mientras lo pienso en sus raíces, en el mediodía de semanas duras, sin lluvia ni lombrices, lo atravieso con la vista y me detengo en las dunas lejanas al otro lado de Viña del Mar. Las dunas de Concón son mi punto en el horizonte, caras de arena inclinadas hacia el mar a las que les enterraron gruesos edificios a la fuerza, pilares de ultratumba erguidos con ansias de alcanzar el cielo, que mueren de sed bajo la sombra inmobiliaria.
He olvidado el nombre del narrador.
Era de esos moscos negros y azulados como la carne en estado irrespirable, como la condena aferrada a la calva, adherida a esa palabra que me rehúso a escribir. Su aleteo fue un llamado de alerta desde que me instalé esta mañana en el escritorio de Lorena. Lo encontré posado en la ventana frente a mí y no supe si frotó o no sus manos en ademán de burla.
Lorena se extinguió hace años y yo sigo pensando que esta pieza le pertenece. Se la regalé para que se viniera a vivir conmigo, para que se creyera el cuento de que podíamos estar juntos para siempre. Aceptó a la semana de pensarlo, dijo que se instalaría siempre y cuando repartiéramos equitativamente los espacios. «Tu madre vivirá en el primer piso y nosotros tendremos uso exclusivo del segundo», sentenció nerviosa, con cara de perra guardiana. Nunca pensé que aceptaría a mi madre. Todos sabemos que las brujas se odian entre sí.
2
Tras cada párrafo miro de reojo al mosco, pero se mantiene quieto y no se altera aunque yo insista en escribir con fuerza y decisión.
El lúcumo no dio frutos, ni los dará al menos por nueve meses, fueron demasiados años sin un buen abono. El lúcumo lo sabe, todas las plantas y animales de esta casa lo saben. Cuando me miran se ve que me temen, no pueden disimularlo, aunque lo intenten. Fueron tan pocas sus lúcumas este año que ni siquiera las conté. No supe de sus caídas al jardín, tampoco de la espera nocturna, ni de sus gritos temerosos ante las plagas de babosas y caracoles. Antes cargaba en demasía, incluso teníamos que apuntalar sus brazos como si fueran árboles aparte y comíamos lúcumas a diario mezcladas con lo que fuera, las hacíamos jugo, leche y crema. Las pelábamos, les sacábamos el pedacito duro y amargo y las guardábamos en el congelador para futuras tortas y postres. El gran lúcumo llegó a tener casi cuatro pisos de altura.
El narrador también desaparece.
3
El sol sigue en la ventana y la cortina a medio cerrar. El pasado se hizo presente, el mosco ya no está en su lugar.
El maldito estaba durmiendo al sol, juntando fuerzas, recuperándose. Ahora lo veo de perfil: sólo cambió de sitio, sigue boca abajo y, por fortuna, ya no apunta en mi dirección. Ya no me vigila; tampoco lo creí realmente, pero lo pensé, debo reconocerlo. Mi vieja decía que no le gustaba el humor de la familia de mi padre, porque las bromas pesadas dichas en una conversación se basan en cosas que igual se han pensado.
Mi vieja sólo leía best sellers. Había leído casi todas las novelas de Isabel Allende, Sarah Lark y Khaled Hosseini. Gustaba de historias ambientadas en otras latitudes como la India, Irak, Sudáfrica, Nueva Zelanda, que dieran cuenta del vivir de otras culturas que le parecían exóticas, lejanas. A través de ellas creía ver algo de lo que hay en nosotros, algo que no alcanzamos a percibir, no obstante, aquellas experiencias seguían siendo escritas desde una perspectiva occidental, por tanto el dolor y el sufrimiento quedaban enclaustrados en la misma miseria, en los mismos tópicos y en la misma violenta condena de tener o no tener.
Siempre me comentaba parábolas que la dejaban pensando y que la mantenían en vilo. Recuerdo que me repetía aquellos versos como una profesora que habla a su hijo obligado a escuchar, frases que sonaban bonitas y trascendentes, pero que en estricto rigor eran florilegios filosóficos servidos en bandeja a gusto del consumidor. Una vez, en respuesta, le presté dos novelas: Fuerzas Especiales, de Diamela Eltit, y también la de Zambra, esa de volver a casa. Pasaron varias semanas y no me las devolvía. No solamente no me las devolvía, sino que, además, dejó de hablarme. Yo hacía un comentario sobre los años ochenta, sobre la dictadura de Pinochet y nuestra vida inconclusa, la manera tan particular de relacionarnos producto de la desconfianza, el temor mudo de quienes no se metían en nada y ese constante sobresalto ante los uniformes verdes, grises y azules que se supone debían velar por nuestra seguridad, pero terminaban disparándonos por la espalda; incluso creo que le hablé de lo sísmico en la literatura y de algún espacio liminal al borde de nuestras poblaciones, pero ella no me respondía palabra. Picaba cebolla, hervía agua, al rato se ponía a hablar de otro tema, uno más operativo, el que fuese, juntaba pan integral añejo para hacer colegial, me comentaba algo sobre alguna vecina y las enfermedades que padecían sus amigas, cánceres que asolaban los cerros y el plan de la ciudad, como si yo no me diera cuenta de que me estaba cambiando el tema, pero yo necesitaba los libros para seguir haciendo mis informes, tomando citas, consultando párrafos y anotando números de páginas. Le sacaba las novelas del velador cuando dormía y luego se las devolvía en secreto, con mucho sigilo, ¡no se fuera a despertar!
Yo no quería iniciar una nueva pelea. Y, aunque esto sea común en la gente, me refiero a no devolver las cosas, era verdaderamente extraño en ella, porque siempre fue excesivamente aplicada, ordenada y responsable. Así pasaron varios días más hasta que una mañana, cuando me la encontré en la cocina, le pedí los libros. Me miró con cara de querer morderme, pero se excusó enseguida, diciendo que iba de una carrera a la feria del paradero seis. Me los pasó después de almorzar, pero sin comentarios. Se quedó callada por un rato, recogió los platos y se puso a lavar. «¿Y?», la interrogué, con las cejas levantadas. Ella no despegó su mirada del remolino de espuma con olor a limón. Busqué una fruta, saqué las almendras. Me dijo que no le habían gustado, que leer al muchacho era como leer a Papelucho y que lo de Eltit le resultaba muy extraño; en realidad, utilizó la palabra «raro». Me dijo: «es un libro raro y no me agradan esas frases metidas entremedio». Sin duda se refería a las yuxtaposiciones que mencionan armas de destrucción masiva, referencias a la carrera armamentista, justamente el recurso que más me sedujo; hablo de las oraciones, nunca me han gustado las armas. ¿Generé yo tanta expectación? ¿O se ofendió con lo del lulo y la excesiva violencia? No sé qué cara puse al escuchar su impresión, seguramente se me escapó una sonrisa de menosprecio, o de frustración, o de molestia a medias diciendo: «¿Y esperé para esto?». ¿O sólo expresé una mueca de fracaso? Tengo expresiones a medias para todo. Se molestó y su rostro mutó de golpe. Entonces, la que se mordía sus duras palabras asegurando que las obras literarias que le presté no le significaban nada, comenzó a dividir su cara en fragmentos desiguales y rígidos que decían: «Mijito, no necesito que me preste más sus libros. Yo puedo seguir consiguiendo los míos en la Biblioteca Severín. Soy socia».
Sabía que de un momento a otro el mosco me vendría a huevear. Como lo hacía Lorena, con ciertas frases que me enferman. La rabia se acumula. Pero no quiero recordar su rostro a medio cubrir bajo la tierra de hojas y la cal, y menos ahora que estoy de lo más concentrado escribiendo. Vuela entre los zumbidos de mi memoria y voy olvidando lo que realmente importa. ¿Por qué se empeñan en molestar? Ella sabía que mis noches las dedicaba a esto. Sabía que yo me esforzaba infinitamente por escribir algo que nunca estaba listo. Recuerdo que mi cuerpo se acaloraba, se enfurecía. ¡Lo hecho, hecho está! No sabes quién eres cuando te sacan de quicio.
4
Desapareció. Por un rato. Mi escritura también desapareció.
La ventana al menos se ve mejor sin él. Puedo ver incluso cómo las moscas vuelan afuera. Pensé enseguida: «Debe andar poniendo huevos, ¿en qué rincón estará husmeando?». La puerta está abierta, la terraza también, la mampara que da al pasillo está a medio cerrar y las piezas se están venteando. Puede ir a cualquier lado. Si yo fuera el mosco, bajaría al primer piso para buscar en la cocina, me acercaría a los costados del basurero junto al lavaplatos, esa zona está podrida por dentro y huele mal. Me daba lata bajar a matarlo, se vendría una batalla campal entre el comedor y el living, lo encerraría frente al gran ventanal y quedaría aplastado en el vidrio como tantas, tantas moscas que después no despegué ni barrí.
Bajé sin ánimo de ir en su búsqueda, incluso lo olvidé y fui por algo de comida. Calculo que en tres días sólo he comido manzanas ralladas y cuatro platos de arroz integral.
El narrador tiene gastritis y no puede engordar.
5
En la casa del crimen el único problema son las moscas. Tengo los pies fríos, incluso mientras el sol quema, debería escribir al exterior.
El mosco acaba de entrar metiendo bulla de nuevo. Decidí acabar con él. Se escondió tras la cortina color mierda.
Llegó mi mujer. Se llama Ángela. Es brillante, muy valiente y, por supuesto, mucho más inteligente que yo. Me gusta, porque con ella puedo ser yo mismo. Además, a diferencia de Lorena, respeta todas las horas que paso metido en la pieza de los libros, ese extraño lugar al que llamo con cierta ironía la pieza del escritor, donde tecleo y leo, pero ciertas noches me da por destrozar y desechar computadores, los agarro a combos, los escupo, los elevo del escritorio y luego los dejo caer, los abro hasta que crujan y se partan por la mitad. He lanzado sus cuerpos por la terraza con todas mis fuerzas hacia abajo, hasta el patio sombrío donde reposan juntos huesos y máquinas. Ángela se lamenta, sobre todo porque me los compra ella. Decir lamento es una exageración. Casi no me regaña, nunca lo hace, incluso no me habla, tanto es así que cuando lo hace me agrada. Cuando me ve con cara de enfermo me regalonea. Si hasta me hace cariño. Por eso, rara vez le sonrío y ya no disimulo. Si ando mal, me dejo estar. Siempre me escucha con su mejor cara y nunca me hace callar cuando me apasiono.
Con Ángela nuestra relación es más bien de compañía, quizá lo del uno para el otro es una estrategia que utilizamos para evitar la soledad, pero en mi caso, lo hago para no levantar sospechas. Su figura es fascinante, tiene una cintura que entronca perfectamente con su jovial culo de pera. De piernas largas, se pasea a pies descalzos cada vez que puede, escuchando Fito Páez y Lhasa De Sela. Sus muslos gruesos y caderas anchas me transmiten ternura y pasión. Su pelo es crespo y yo exijo que se lo deje suelto, porque de esa manera sonríe y cuando lo hace su mirada es de océano. Le gusta vestir de negro y siempre lleva pañuelos de colores amarrados al cuello. Por suerte, para ambos, tiene un buen empleo, pero siempre termina muy cansada. Lo importante es que me trata con cariño y cree entenderme, lo que nunca ha sido fácil ni siquiera para mí.
Ángela no imagina lo que yace enterrado en el patio, aquel húmedo lugar que se convertirá en su jardín. Insiste en querer armar un huerto, yo le digo que espere, hay que dejar que el suelo descanse, que vuelvan las lombrices, ya removeré la tierra después. A veces me apura con eso, luego se olvida, trabaja tanto la pobre.
Lorena, Ángela, Madre. El narrador confunde sus nombres.
Sube y me encuentra sentado en el suelo de la terraza, con los pies al sol, escribiendo párrafos como éste. Se lo leo lento, a medida que avanzo voy corrigiendo los errores de tipeo y mi sobredosis de hipérbaton. Noto que se enfada y que controla su disgusto cuando imagina que escribo sobre ella, pero en realidad estoy hablando de Lorena. De seguro cree que también he pensado en matarla. Con esta ola de femicidios no sería extraño. ¿El término ola será adecuado para hablar de semejantes crímenes? No sé si esto va realmente en aumento, pero las cifras son alarmantes y la violencia, nuestra violencia, siempre será como aquella ola inmensa con la que sueño y que no puedo detener. La agresividad es nuestra única armadura y amargura.
Tengo algunos dedos quebrados. Por eso el narrador sabe que sigue siendo un imbécil.
6
Fue fácil aplastarlo, tanto como a ellas, sentí su fragilidad bajo mis dedos y sonó como si quebrase huesos secos o pequeñas cáscaras de huevo.
A diferencia de muchos, yo sí me arrepiento. Leer podría hacernos cambiar, al menos un poco. Ya lo dijeron Paz y Cándido, debemos humanizar. Pero insisto, mientras me escucha en un rincón de su cabeza se debe estar pasando el rollo de que planeo su muerte o que al menos lo he pensado. Ella permanece en cuclillas. Cuando termino de leer, me dice que le dan ganas de fumar y beber conmigo, pero que tiene una reunión importante y mucho trabajo. Siempre me dice lo mismo y en esto coinciden las tres: que el trabajo, que el compromiso, que la economía familiar, que el día a día.
Recuerdo sus últimas palabras: «Como tantas veces, traspasas tu sentimiento de culpa a otras personas». Y esa fue su propia sentencia.
Desde que nos conocimos en la universidad, ella estudiaba y yo me divertía. Después, ella trabajaba y yo me divertía. Con los años, ella quería hacer un postgrado y yo aspiraba a realizarme de cualquier forma, pero no como un asesino, ni mucho menos como un escritor que intenta alejarse cada vez más de su poesía.
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El Mosco
Alejandro Banda
En: Moscas: Historias de crímenes internos, publicado por la editorial Emergencia Narrativa, Valparaíso, 2017.