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CORSETTI

Alejandro Banda
En «Moscas, Historias de Crímenes Internos»
Emergencia Narrativa, 2017



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Corsetti vivió atormentado por la depresión. Y aunque buscó diversas técnicas para zafarse de aquella dolencia, ésta nunca dejó de pisar sus talones, subir por su espalda y brincar para montarse sobre sus hombros. Cuando Valeria Anabalón lo conoció en Buenos Aires, ya cargaba con aquella sombra hacía décadas. Por aquel entonces, el pálido joven de cabellos enroscados tenía veintitrés años y había escapado de sus recuerdos en Chile para reencontrarse con la historia de su familia, en un intento desesperado por entender dónde comenzó su tragedia.

Valeria esperaba a sus padres sentada en el hall del consulado italiano y mientras leía el ensayo «La música y el silencio», de Alejandra Pizarnik, se escuchó un portazo y Corsetti atravesó furioso el salón. La lectura de Valeria se vio interrumpida justamente en la frase: «Para quien sabe buscar todo se vuelve búsqueda». Levantó la vista y se quedó en el rostro amarillo de aquel espigado sujeto, que se volvía cada vez más fosforescente a la velocidad de sus pasos. De la oficina opuesta salieron sus padres, muy risueños por el éxito del trámite.

La llevaron a tomar café con pastelitos a la calle Tucumán; las risas parecían de otro mundo, por momentos incluso dejó de escucharlos y la dulzura del alfajor se unió a la imagen de aquel joven alterando su paladar.

Corsetti entró en el local cuando Valeria llevaba bebidos tan solo dos sorbos del café con leche. Aquel joven tomó el periódico, lo agitó como buscando algo y lo volvió a dejar en la barra donde permanecía de pie esperando el expreso. Su rostro seguía amarillo. Pasó al baño. Valeria, sorprendida pero con decisión, se puso de pie y avanzó lentamente hacia el mismo pasillo, esperando interceptarlo. Corsetti salió con el rostro repuesto, peinado hacia atrás, la esquivó y, aunque algo de ella quedaría en su memoria, como aquel aroma a manzana, salió con premura a la calle llevándose el diario y sin mirar atrás. Valeria pasó a lavarse las manos y volvió a sentarse junto a sus padres, que mantenían la misma mueca de regocijo y se miraban sin hablar.

El amarillo de sus mejillas se debía al síndrome que llaman Gilbert, que no tenía mayor relación con la depresión pero, si llegaba a enojarse, se ponía de ese color. Los días que andaba triste soñaba por las noches con personas que tenían los rostros también amarillos, sus tías, abuelas, conocidos e incluso los seres amorfos. Nunca soñaba con sus padres que lo esperaban en Chile para que continuara sus estudios. Los seres que llamaba amorfos no tenían los rostros bien definidos, los veía difuminados y siempre estaban cambiando dentro de aquella misma ambigüedad. Llevaban los bordes de las camisas manchadas por colores aceitosos, rojos   desabridos y amarillos tenues como la grasa al interior de los muslos. Soñar con ellos lo ponía aún más triste, entonces un sebo oleaginoso brotaba de su cráneo traspasando el cuero cabelludo, manchando las sábanas a la altura de las almohadas, todas manchas casi transparentes, de un color sin nombre. Con los años entendería que se trataba de sujetos en los cuales depositaba la sospecha.

Aunque ese día Valeria Anabalón se acostó temprano, se durmió muy tarde.

Anabalón se toca en su cuarto. Se siente plena. Tiene veinte años y ya no quiere seguir siendo tratada como una niña. Se imagina al muchacho espigado disfrutando de su vulva. Él la besa, balbucea un «me encantas». Ella no puede mantener la cabeza quieta, acaricia sus enroscados cabellos y él se sumerge aún más en sus cremosas aguas dulces.

La siguiente vez que se cruzaron sería la última. Fue en Rosario, ella escribía sentada en una banca de la costanera. El río Paraná le inspiraba un sentimiento de calma, aquel color té con leche le brindaba seguridad. Por eso, con permiso de sus padres, se quedaba sola hasta que oscurecía mientras la gente trotaba a sus espaldas. El traslado les vino bien, la ciudad era menos bulliciosa que la capital y el ascenso había hecho que su padre se volviera menos estricto.

Corsetti vivía solo en uno de los departamentos de la familia, sus padres seguían en Chile, pero a él no le gustaba ese país y menos Santiago; decía que el sol les llegaba tarde y que las personas no levantaban la cabeza, acostumbradas a vivir en las sombras, por eso hablaban poco y mantenían un rencor soterrado hacia el resto de los países hermanos. De alguna manera él también se sentía así, cabizbajo; por eso, cuando se daba cuenta de que la depresión lo estaba matando, salía a correr. Todo empapado pasaba luego a la calle Córdoba, donde vivían la abuela y las tías en un sexto piso. Vivían de las rentas y se la pasaban el día leyendo. Corsetti aprendió mucho de ellas, menos a controlar sus emociones. La mayoría de las veces entraba, las veía y soltaba el llanto. Entonces la tía Rebeca le preparaba infusiones y la abuela le pasaba la llave para que abriera el baúl con los recuerdos de Italia donde las fotos de la guerra y los aviones le recordaban que su abuelo, periodista, había combatido del lado de Mussolini, lo cual ciertamente no le enorgullecía pero le cambiaba el ánimo. Después del baño se estiraba en la cama de la abuela a dormir una siesta, bajo las almohadas las tías le tenían puesta una mantita impermeable para que no manchara el blanco de las sábanas.

Corsetti se detuvo a descansar, después se puso boca abajo y afirmó sus talones en una banca de cemento. Con las manos sobre la nuca subía y bajaba curvando la espalda. Estaba en eso cuando vio a Valeria con mayor ahínco. Sin detenerse, pensó que se trataba de una escritora o de una poeta. No pudo dejar de recordar a la Maga, la chica era pálida y con el rostro algo aceitoso para ser tan joven. «Seguramente comerá muchos lácteos», se dijo. Valeria no levantaba la vista, tampoco lo vio o si lo hizo no quiso demostrarlo, alterada por la inusitada presencia, ¿se trataba del mismo pibe? Los últimos versos fueron escritos de manera automática, perdiendo el sentido. No sabía si mirar o seguir haciéndose la concentrada, transportada a otro mundo donde era y no era la misma. «¿Es un diario de vida, una carta, o escribes poemas?», le preguntó él de improviso. Ella lo miró con una sonrisa. Corsetti se disculpó. «Sigue, sigue nomás. No quise interrumpirte». Ella cerró el cuadernillo y mintió. Le dijo que se trataba de una carta.

En el fondo de su corazón siempre mantuvo la esperanza de que lo volvería a encontrar, pero jamás en otra ciudad. Volvería a Buenos Aires tantas veces como su padre debiera hacerlo y entraría cada día a la misma hora a comer pastelillos esperando volver a cruzarse con él, pero ahí estaba, ya no era necesario seguir imaginando su rostro amarillo, aunque ahora el tono de sus mejillas era distinto, más colorado, seguramente por tanto ejercicio. Se trataba del mismo muchacho delgado y extraño a quien creía conocer desde tiempos inmemoriales. «¿Y qué hacés?.. Digo, ¿vos hacés ejercicio por algo en especial?». «Me preparo para una maratón a la que nunca voy», respondió Corsetti, a modo de broma.

Ella esbozó otra leve sonrisa y se tapó la boca. Él sacudió sus ropas y le estiró una mano. Le dijo su nombre y ella le tomó la punta de los dedos, luego guardó el cuaderno. El resto, es una historia que no quisiera escribir.

Se quedaron conversando hasta el atardecer, las luces de los grandes barcos siguieron prendidas y la noche púrpura las hizo crecer. Una brisa incesante, pero cálida, secó las ropas del que casi veinte años más tarde llegaría a ser un destacado inspector de la PDI al otro lado de la cordillera. Cuando el viento hizo una pausa, el aroma a manzana se reencontraría con el recuerdo. Dos pájaros negros miraban desde los árboles inclinados hacia el río. Atrás, a lo lejos, sobre el pasto, algunas personas en perfecta armonía hacían ejercicios venidos de alguna disciplina oriental en que parecían acariciar el aire. Parejas ya trotaban en retirada. Los que tomaban mate, cerraban sus termos, apagaban sus puchos y regresaban a sus edificios. Sólo unos pocos permanecían incólumes en la orilla esperando a que la carnada picara. Una inmensa estrella fugaz se deshizo frente a la pareja. El aroma a manzana de la piel se volvería intenso, los cabellos desordenados. Aquel viernes de octubre, después de hacer el amor, sería la última noche de primavera para Valeria Anabalón.

 

 



 

 

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