Cruzo el Mar del Norte encerrado en un estrecho cubo imperfecto, leo mis actos y los repaso sin pausa en busca de la sintaxis correcta que los haga suceder de nuevo y mi vida pueda terminar de manera distinta, porque cada vez que trazo esta historia inconclusa, aunque éste sea el final de mi relato, imagino un futuro en el que podamos ser libres. Mi leyenda no es otra que la vida que llevo.
La plaza parecía estar en movimiento, con infinidad de luces estallando y campanas repicando pedazos de historia, agrietándome la resaca anticipada de otra noche llena de emociones sin freno. Entré en el Toros vencedores en busca de una barra decente. Lo primero que divisé fue un poema tallado en el cielo, que no decía mucho, pero aquel gesto en las vigas de madera me recordó la pasión de Winétt de Rokha y su poema «Cabeza de macho». Sin duda, mi poeta favorita. Buena madera, me dije, e imaginé los suntuosos toneles de vino que se hallaban en el subsuelo, recordé el aroma al néctar maduro y en reposo, hileras de barriles de madera nativa para mantener un sabor intenso. Recuerdo que los espejos tras el licor comenzaron a marearme más de la cuenta, hice equilibrio hacia un sitio más oscuro. De cuajo el vapor de la carne me despertó los colmillos. Pedí un trozo de vacuno acompañado de la típica tortilla española de papas, cebolla y huevo, algo así como una chorrillana prensada. Los condimentos flotaban en el aire y yo quería volver a llenar la hoja en blanco, pero el paladar y la nariz se convertían en los únicos canales hacia el interior de mi cuerpo; en cada respiro, por cada exhalada, con cada distractor, parecía únicamente gozar.
Instalado en la rústica mesa, me sirvieron el primer jarrón del vino de la casa para seguir «con mi baile personal», que supuse me traería los mejores recuerdos de Chile. Pensé en la geografía y en el clima, pensé en el cerro La Campana y en Colliguay, recordé los grandes incendios. Pedí más de aquel delicioso brebaje parecido a la sangre. No sé cuántas horas habré estado allí bebiendo de aquel néctar espeso. Dos, tres o cuatro horas más. Me sentía tan lleno de fuerzas que podía traducir las frases que fluían por mis venas: enamorados bajo el bombardeo, enamorados en cárceles de alta seguridad, enamorados sin trabajo, enamorados irreconocibles, enamorados sin las tapas del ataúd, enamorados con la frontera en medio, enamorados terminales, enamorados sin zapatos, sin dinero, sin seguridad social, sin muelas, bañados en gas, enamorados sin institucionalidad cabrona, enamorados que dicen no estarlo, que no deben, pero deben, enamorados de una, de dos o de más, enamorados sin decirlo, disimulando, tragando las palabras, enamorados sin reloj, con otro sexo, sin pelo, con várices, enamorados de sí mismos, de las flores, del sol y de la tierra, enamorados bajo los escombros, bajo el alud, mar adentro, enamorados explotados, separados por la falta de pan, agua y abrigo, y yo, enamorado de tu corazón herido.
Abrí los ojos. El restaurante se había llenado, la celebración callejera había entrado en el local, el carnaval, las tradiciones bufas, bailes y canciones a la fruta penetraban con su mayor regocijo en el Toros vencedores. Los comensales vestían elegantes atuendos de siglos pasados como invocando intelectuales de antaño, hicieron la fila en parejas, algunos recibían sobres del calvo nosferatu tras la barra. La mayoría se incorporó a distintas mesas donde «tinteaban» jarrones como el mío. Un poeta que vestía completo de rosa con un pañuelo del mismo color amarrado a la cabeza, hablaba con demasiada estridencia y en inglés, como para que todos escucháramos. Decía que sufría una triple discriminación por ser negro, gay y poeta, mientras apretaba la muñeca de una delgada joven albina. Junto a ellos otra mujer reía, su ajustado vestido negro estaba cubierto de encajes que daban brillo a una figura intrigante. Aquí es donde debí hacer algo distinto: dejar de observarla libidinosamente, dejar de percibirla como a una presa, pero en eso estaba cuando me descubrió. Entonces rompió el sobre y se vino a mi mesa, diciendo:
—¿Quieres pasar al fondo? Habrá una lectura poética esta noche y luego un show.
—¿Hay un teatro ahí dentro?
—Algo así.
—Antes yo declamaba, pero las cosas no siempre terminaban bien. Una vez, en San Antonio, alguien quemó una bandera chilena.
Pero, para mi asombro, se había esfumado. Me dejó hablando solo cuando recién empezaba mi exordio. O sea, mi estado no era el mejor. Había entrado al Toros vencedores durante la tarde, ya había caído la noche y yo seguía dando buenos sorbos para humedecer mi paladar exigente. Levanté un dedo y pedí otra copa por si la chica volvía. Hice burbujas y diminutos torbellinos, y de otro buen trago apareció aquel reflejo en el vidrio. Me observaba. De improviso sus labios morados modularon uno de mis poemas para invocar a Dioniso:
La chica volvió de las sombras. Tomó una silla y se instaló a mi lado.
—¿De dónde vienes?
—Vengo de Chile. Estoy de paso.
—¿Deseas que me vaya?
—¿Por qué dices eso?
—No sé, tienes una expresión que deprime. ¿Estás enojado?
—No. ¿Enojado? No, para nada —y enarbolé como pude una sonrisa.
—¿Y qué te trajo a Zamora?, ¿a qué te dedicas?
—Lo único que tengo claro, por ahora, es que voy camino a Braganza, a buscar el manuscrito de un amigo chileno oriundo de San Antonio, un puerto de Chile. Estuvo desaparecido mucho tiempo, años, pero hace una semana nos contactó desde Portugal. No quiere volver ni a España ni a Chile. Siempre fue delirante y sabemos que tiene muchos traumas, pero es un gran escritor. Luego de eso, aprovecharé de conocer Valladolid y daré una vuelta de pueblo en pueblo. Dejaré todo escrito. Mis hijos ya están grandes y hacen su vida. Así que a eso me dedico, a viajar en busca de escritores chilenos que no volvieron del exilio.
Ella miró hacia otra mesa, como restando interés en nuestra conversación.
—El poeta perdió su encanto —murmuré.
—Perdón, ¿qué decías? —preguntó como si no me hubiera escuchado, como si hablar de literatura y exilio fuese un tema que no valiera la pena. Dio un largo sorbo al brebaje y continuó su discurso—. Tuve que ir a mi camarín, soy bailarina, dejé algunas cosas a mano. ¡Ha sido una temporada inolvidable! Quédate a la función, después de las lecturas y las performance me toca bailar.
E iluminó su rostro con una sonrisa cómplice, me pareció incluso que ambos rejuvenecíamos de golpe, sentí el calor de una erección incómoda por la estrechez del pantalón, pero toda fantasía volvió a su estado terrenal cuando me preguntó de golpe si yo era el poeta Luis Allende.
—Sí, lo soy.
—Allende —repitió—. Y si te confieso que soñé contigo hace un par de noches, ¿me creerías? —me lo preguntó con dulzura—. Soñé contigo antes del amanecer, no sé cómo explicarlo. Fue después de leerte. Claro que llevabas un peinado diferente, más ordenado.
—Sigue. No me estoy riendo.
—Al parecer, éramos pareja y vivíamos juntos. Yo ataba tu cuerpo con cintas de embalaje a una cama que pinté de color verde, el mismo color verde repartido por toda la habitación. Te drogué, te filmé y sólo te di licores para beber. Los primeros días me decías versos metafísicos al oído, seductores y penetrantes, poemas completamente desconocidos para mí hasta entonces. Hice varios cortometrajes contigo. Decidí no desatarte y agregué más cintas y las apreté con más fuerzas, durante las sesiones perdíamos la voz, las referencias y las distancias entre cuerpo y cuerpo. Yo superponía tus imágenes a las mías y transformaba el departamento en un estudio audiovisual o algo así, todo estaba lleno de cámaras. Luego perdimos la capacidad de sentir el dolor, tú de ti y yo también de ti. Dibujé figuras con mis uñas en tu pecho, en tus muslos, en tu cuello e incluso en los fríos lóbulos de tus orejas, después te expuse a los registros visuales donde sangrabas y de tus expresiones hice planos en secuencia con lentos acercamientos a tus mejillas y párpados, entonces con un alfiler escribí en tu frente la frase «el mundo muere». Y te besé y mordí los labios, después te enfoqué nuevamente los párpados, siempre los párpados, me gustan mucho tus pestañas, y superpuse todo para ocultar en algo la secuencia de llagas y escaras de tu espalda difusa en el primer pliegue. Y volvía a proyectar y a grabar sobre tu piel y sobre tu pecho, a la altura del corazón.
Me lo dijo con un acento complicado y quedé como excitado nuevamente. Me gustaba lo que sucedía con mis sentidos al escucharla hablar, mirar sus labios moverse, distraerme en la profundidad de sus ojos, involucrarme en su manera de contarme el sueño, pero no podía creer lo que escuchaba, su osadía era superior a la mía. ¿O efectivamente me leyó en alguna parte y conocía mis poemas sin títulos en las páginas centrales del libro negro? Definitivamente no era una prostituta, y no porque supiera de poesía o de arte. Entonces, asustado por las terribles imágenes que el subconsciente lanzaba para sacarme del letargo, dejé el vaso en la mesa y tomé con suavidad su delicado mentón de uva, acerqué mis labios a los suyos y en brevísima corazonada le susurré: «¿Remaré con tus dedos hacia la profundidad del océano?». Soltó el aire en respuesta con miel y viento, casi un quejido que pareció reencontrarme sin vocales, sin melodía, sin dibujos, confirmando el reencuentro tras aquella pesadilla cómplice, después de tantas noches caminando solo por calles sin nombre, la reencontraba y para siempre, cambiando definitivamente mi destino. ¡Y qué podía hacer! Me gustaba el riesgo, salir de mis planes y despistar a los dioses. Por lo demás, su cuerpo delineado por fugaces aromas parecía danzar como un rosal desnudo con el viento mientras me llevaba de la mano, hechizado y sin pagar la cuenta. Atravesamos el umbral, su boca de durazno y aquellas curvas, tan distintas a las mías, invitaron a mis pies a seguirla a donde fuera. Si era necesario escucharía todos los malditos monólogos de sus autoflagelantes y aburridos amigos rodeados de velas y espermas esparcidas por el suelo, asientos y también sobre el escenario, aceptaría sus indicaciones sin reparos y declamaría por un rato mis añejos poemas sólo para acostarme con ella.
Todo estaba muy oscuro, la iluminación era pésima, sólo había velas y un foco que apuntaba al escenario. Me recordó el Teatro Condell. La chica se llamaba Dina, después lo sabría. Y no era española, era noruega. Lo primero que hizo fue sentarme en primera fila, en el penúltimo asiento hacia la derecha, uno que terminaba perpendicular a un pasillo que mareaba. Hasta ese momento, no sabía que todos los de primera fila eran autores también, cineastas, pintores y escritores como yo; tampoco tenía la más remota idea de que eran primerizos en este proyecto secreto, pero que luego, ineludiblemente, como dijo el manco, seríamos protagonistas de un ritual que nunca termina, al menos, no para la mayoría de nosotros, los que aún logramos sobrevivir. Como sea, fuimos embaucados de la misma manera: nos hechizaron el ego con la misma frase ante la cual todos entregamos la cabeza. Fuimos seis autores: dos mujeres y cuatro hombres, atrapados irremediablemente por el ardid de que habían soñado con nosotros.
Fue tentador estar cara a cara con el toro, quiero decir con ella, cara a cara frente al poeta.
—¿Declamarías para mí?
—Debes tener menos de veinticinco años y yo sobrepaso los cincuenta. No sé si sabes lo que me pides, pero si me sigues hablando en ese tono terminaré convertido en un animal salvaje.
—Recuerda que ya lo soñé. Por eso vine a sentarme contigo antes de la función, me encantaría volver a escuchar tus poemas, si es que de verdad eres el hombre que soñé –se afirmó de mi brazo, insistiendo—. Estamos a punto de comenzar, ¿puedo incluir tu nombre en el programa?, ¿quieres?
No daré más explicaciones. Ir y venir en la máquina del tiempo o en la alfombra voladora es para los escritores encontrarse muchas veces con la flor inexistente. En esa época nadie dependía de mí y yo estaba, como todo escritor, al borde del abandono, sin felicidad más que la propia compañía que te brinda la escritura, cuando no animas a nadie y ya no importas. Efectivamente, no pude negarme a subir al escenario. Habían anotado mi nombre en el programa, me hicieron firmar, les dibujé una mosca.
Sentada junto mí soltó la correa, botón, bajó el cierre y metió delicadamente sus dedos. El poeta manco subió al escenario: llevaba un pañuelo negro atado al cuello, tenía largos cabellos grises y sus ojos daban la impresión de que había estado jugando con radiación. Sacó unas hojas de su camisa y leyó un largo poema sobre un objeto que hablaba de otro objeto que a su vez era el objeto leído. Me hizo recordar un libro de Jorge Álvarez, El Objeto, que leyó en el Salón Rojo de La Piedra Feliz. El poeta describía lo que parecía ser una casa gigante en blanco y negro, pero que en realidad era el objeto, no un hogar, sino la estructura de una obra. Éste, en cambio, era un cubo similar a una jaula, nunca una casa y menos un hogar. A esas alturas yo sudaba un éxtasis prodigioso, lleno de blasfemias envueltas en papel de calma. Miré a un costado, se veía la silueta del poeta vestido de rosado al que también acariciaban sus anfitriones; el sujeto que le daba sexo oral era un varón de terno azul oscuro, muy parecido al creacionista Vicente Huidobro. Sobre el escenario el manco seguía declamando y levantaba una de las velas hacia el público para iluminar lo que yo también veía de sujeto en sujeto, se puso a cantar a gritos y comenzó a imprecarnos con versos apocalípticos como en las mejores performance de mi juventud y afirmó que los autores presentes serían «des-disfrazados y vueltos a vestir con la piel del conejo de Zamora, porque las representaciones eran imposibles en el interior de aquellas paredes idénticas». Escuché tambores y lentamente aparecieron todas las jaulas sobre las tablas.
A esas alturas yo no quería complicarme, iba a dejar que mi mente albergara todo tipo de enredos y oscilaciones pero sin resolver nada, les diría mis poemas cuando fuera mi turno, pero con ella entre mis piernas debía concentrarme en lo nuestro y pedir que me lo hiciera con más fuerza. Me incliné dejando de mirar los seis cubos idénticos instalados en el escenario y le dije casi sin voz: «Entra, entra,/ como mi voz en tu cuerpo./ Entra, entra,/ como el huracán en el arrecife terrible». Y ella, sin llegar al estallido de mi carne, se detuvo de improviso, dijo que me vería luego y salió de escena. Traté de continuar solo, pero no pude y me puse furioso; caminando como pingüino la seguí hacia un costado del escenario sin imaginar que se trataba de mi última chance, y cuando creí que recuperaba mi suerte, del otro lado del telón, un feroz golpe se me vino encima.
Yo era el objeto o el autor vivo dentro del objeto, lo que para sus risas daba lo mismo. Los espectadores de primera fila ahora estábamos sobre el escenario y casi no podíamos movernos, éramos verdaderos conejillos de indias encerrados en los cubos, pero sin saber por qué razón ni con qué fin. Mujeres y hombres danzaban alrededor de nosotros, nos metían hojas de lechuga y zanahorias por las rejillas, nos azuzaban y pateaban, nos instaban a movernos, pero era imposible en el interior del cubo. La gente lloraba de risa, subían y subían personas del público al escenario, metían sus manos en nosotros a través de las rejas, algunos intentaban acariciarnos, pero lo que finalmente lograban era transmitirnos duros golpes de corriente que nos paraban los pelos del espinazo; queríamos retorcernos de dolor, pero nos resultaba imposible. Olvido algunos momentos, prefiero dejarlos encapsulados. El poeta de una sola mano volvía a levantar la voz y declamaba sobre nosotros parado en lo alto de nuestras coronillas que sucumbían por el zapateo. Yo no podía hablar, sólo chillaba y a veces gritaba. No entendía qué estaba pasando y trataba de calmarme tragando saliva, estirando por partes las extremidades de mi cuerpo, las piernas un poco, lo más posible, buscando palabras e intentando pronunciarlas, pero todo resultaba infructuoso ante la creciente avalancha de los más grotescos estímulos que rodeaban nuestro público encierro. Al terminar la función, pensé que nuestro martirio terminaría, pero esa noche, sin piedad, nos dejaron encerrados al interior de los objetos.
Llevo varios meses de encierro y noches de tortura embarcado a la fuerza en esta gira interminable; somos protagonistas de insólitos espectáculos y lujosas galas inclasificables. Albergamos la esperanza de que nuestros hijos inicien campañas públicas por nuestra causa, que den testimonio, narren nuestras biografías y formulen teorías sobre un posible secuestro.
Tuve una posibilidad, atracados en algún muelle del Mar de Cantabria. Llegaron para alimentarnos más tarde de lo habitual. Se trataba del líder manco acompañado por Dina, el creacionista y la albina; ellos, sin mayor preámbulo, sin palabras ni golpes, corrieron las lonas, abrieron los candados y nos sacaron de los cubos. Llenos de dolor y miedo, bebimos agua y comimos zanahorias tumbados en cubierta. Nuestros cuerpos a mal traer, cadavéricos, mosqueados, atrofiados y hediondos, en lugar de respiros daban quejidos. Quisimos ponernos de pie, pero experimentamos un temor aun mayor. Entonces, como pudimos, nos volvimos a meter en nuestras jaulas.
Este cuento pertenece al libro Moscas: Historias de crímenes internos, publicado por la editorial Emergencia Narrativa, Valparaíso, 2017
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Viento de Toros vencedores. Por Alejandro Banda