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RUIDOS DE UN CLON OXIDADO

Por Alejandro Banda



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1

Arellano me atajó en el pasillo, me repitió de manera insistente que la habían jaqueado. Dijo que necesitaba mi ayuda, pero no quería hablar ahí. «Me jaquearon todo, todo, todo», y aplastaba el sonido de su voz para pedirme el número privado como si la estuvieran estrangulando. Se lo dicté delante de la secretaria del tercer piso: «más-cinco-seis-nueve-nueve…». Rayó un papel y lo arrugó de inmediato. Tenía el rostro plomo y sus lentes ocultaban un horror aún más escalofriante. No estaba sola, la acompañaba una mujer a la distancia que esperaba sentada y que parecía ser su madre, aunque bien pudo ser su pareja; tenía el pelo rojo y recuerdo que abrazaba sus rodillas mirando fijamente la pared mohosa, como esperando sentencia, pero aquí no se juzga, sólo se investiga. Al despedirme, Arellano levantó sus lentes de mosca, las cuencas de sus ojos se extendían hasta la profundidad de su mirada descompuesta donde seguramente daba una batalla contra el miedo y la locura. Seguí mi camino, bajé sin hacer preguntas. El segundo y primer piso estaban repletos, esquivé a los inspectores y salí a la calle. Me cargaban los olores y el desorden de la avenida Uruguay, pero no sabía qué era peor, si estar adentro o afuera del cuartel.

Arellano nunca llamó, pero una semana después la secretaria me dio su mensaje. Eran las coordenadas para el encuentro. Nos reunimos al anochecer en un bar aceitoso, al final de la calle Valparaíso. El sitio era demasiado estrecho y para colmo estaba lleno de estudiantes de educación superior que entonaban cánticos por calidad y gratuidad. Cantaban pésimo, pero se veían felices. Lo peor del saturado ambiente era que se podía fumar, así es que ella y todos lo hacían, me faltaba el aire. Estaba más fea que nunca y el humo que salía de sus orificios alteraba mi estómago. Se acercó un flaco con cara de pasturri y me preguntó de mala gana qué iba a beber. Pedí un ron con bebida blanca y hielo. Ella miraba la mesa aceitosa con cara de aniquilamiento y absoluta desazón. Me trajeron el vaso y una lata. Probé primero el ron, estaba bueno, le di otro buen trago y ella comenzó:

—La muerte no es sólo eso que llaman muerte.
—No te entiendo.
—Recoger las evidencias durante el levantamiento de los cuerpos de las mujeres del cerro Mariposa me hizo muy mal, al punto que las sigo viendo en sueños. Pero después, examinar al capitán sin cabeza me partió el alma.
—El capitán ahora soy yo.
—Todo esto me ha hecho mucho daño.
—A mí también.
—Pero ¿tú sabías que teníamos una relación?
Asentí con la cabeza, pero no lo sabía realmente, ni siquiera lo sospeché. Bebí un poco para evitar ruborizarme. Yo sí que tuve una relación intensa con él, pero no se lo iba a decir.
—Estar con el capitán sin poder demostrar mis afectos libremente, sin poder hablar al respecto y haciendo cosas constantemente para que no nos descubrieran y tener que soportar su desprecio a diario ha sido lo más excluyente y denigrante que me haya tocado vivir.
Yo me había sentido igual, qué buena descripción, pero tampoco podía decírselo. Me quedé en silencio. Le hice la seña al pasturri para que me repitiera la dosis.
—López… Me jaquearon todo.
¿Por qué mierda me llamaba así? El segundo vaso llegó más rápido que el primero.
—López… Todo.
Y ahí entendí. Me llegó un flash a la mente como a quien le conectan el USB o el HDMI en la nuca o bajo la oreja: sentí el aroma de la piel de Corsetti y pude recordar aquella sonrisa cuando activó su maldito celular para fotografiarnos bajo las sábanas. Entonces me bebí el resto del vaso de un sorbo. Ya lo he dicho antes: hay cosas que yo podría confesar, pero que no son tan importantes.


2

La inspectora estaba preocupada por sus fotos junto a Corsetti, al igual que yo. Pero ¿sabía realmente de mis fotografías? ¿El capitán las usaba con ella para excitarse? Cuando la inspectora Arellano me miraba, ¿me recordaba desnudo, boca abajo con la correa entre los dientes y las manos esposadas a la espalda? Aquella noche debí pedirle que se olvidara de todo y que volviera a trabajar; que terminara el año como corresponde y que fuera puntual, porque de lo contrario no recibiría todo el sueldo y nos veríamos en la obligación de buscarle un reemplazo definitivo. Debí decirle que lo del jaqueo no tenía importancia, que le podía pasar a cualquiera y no tenía por qué estar relacionado con un caso cerrado aunque siguiéramos investigando, pero no, accedí a su petición y la autoricé para que ocupara los computadores que utiliza la brigada investigadora de cibercrimen. Esto me ponía en apuros, porque si no había visto mis fotos aún, muy pronto las vería.

Entré al Mercado Cardonal por unas frutas, no podía dejar de pensar en ella. Me preguntaba y recriminaba por no haberla persuadido para que sus angustias tomaran otra dirección. De regreso en la pega, lavé las uvas con el colador naranja y me encerré en la oficina. ¿Debí decírselo de manera amable, sin gritos? Mientras el dulzor se esparcía en mi interior, la imaginaba gritándome en otro idioma, entonando maldiciones que me seguían. Supuestamente en criminalística ella tenía más experiencia que yo, con estudios especializados sobre registro de lesiones y recolección de fluidos, pero luego de nuestro fracaso en el crimen de Corsetti supe que se trataba de un fiasco. Por esa época yo pensaba que Corsetti la había traído al cuartel solo porque era fanática de Piglia y de Ibargüengoitia. Solo por eso. Pero ahora entiendo muchas cosas más. El capitán tenía sus excentricidades, como esta oficina con vista a la Católica y al cerro Lecheros. Por aquellos años muchas cosas pasaron en Valparaíso porque él las autorizó. Corsetti tenía varias adicciones y le gustaban los excesos, creí conocerlo, pero tenía varias caras más.

3

A López lo llamó Corsetti a primera hora en la mañana. Cuando llegó a los miradores de Playa Ancha, Corsetti ya se encontraba en el sitio del hecho. Algunos de los niños que repartían agua y flores miraban desde los muros del cementerio. Arellano tomaba muestras mientras el capitán, con las manos sobre el techo del auto, observaba los cuerpos inertes al interior. Con esa información y el paso de los días, López pudo confirmar sus nombres, sus hábitos, sus costumbres, pudo componer un mapa con ellas e imaginar incluso la manera en que funcionaban en red entre los grupos organizados.

El informe de López, bastante literario por lo demás, señalaba cosas como: «Marina Andamonte Pizarro, alias ‘La Invisible’, reconocida microtraficante y receptora de especies del cerro Mariposa, también vivió algunos años en cerro Toro. Josefina Andamonte y Andrea Andamonte, hermanas. Sobrinas de ‘La Invisible’. Mecheras y ladronas, acusadas de porte ilícito de elementos incendiarios. Margarita Vallejo, amiga de la familia Andamonte y miembro de la banda delictual. Vallejo se crio junto a la familia Andamonte y acababa de volver de España, donde formó parte de una organización anarquista. Andrea había regresado hace unos meses de Estados Unidos, Nueva York, donde fue operada de la nariz y la boca luego de un accidente el día que cayeron las Torres Gemelas».

4

El Pescador sabía que López era un problema, sabía que lo seguía de mala manera y que quería tenderle una especie de emboscada o de trampa. Sabía que López no descansaría hasta dejar los cabos atados, pero sabía además que, de seguir visitando a deshoras aquel sector, podría toparse con algún fantasma de esos que andaban libres. Los fantasmas del auto robado fue un caso en el que se vio involucrado por Corsetti aquella mañana en que lo llevaron a ver el auto colectivo, pero además se convirtió en su leitmotiv desde el segundo en que vio a Marina sin vida junto a las sobrinas.

Por eso, para seguir pescando y pensar tranquilo, se desplazó un par de kilómetros más al sur. Viajaba en micro hacia Laguna Verde y se bajaba a mitad de camino sobre los acantilados. Descendía vertical por los senderillos del «choro» y los animales. No utilizaba caña desde que López se le vino encima. Sólo tarros que pudieran pasar por basura y armadas desechables. No quería que lo siguieran apodando El Pescador y que en torno a él se creara una fantasía. No quería que su ego desapareciera del todo tras el aroma a mierda, orina y pescado, no quería que sus grados se esfumaran tras estas pilchas inmundas. «Tampoco quiero que me sigan los del Frente, tampoco quiero que las jibias me sigan cortando el nylon».


5

—Hay huevás que no me hai contado.
—Vai a seguir.
—De cuando rajaban en los autos robados camino a la cárcel.
—Ya le conté.
—¡Pero falta! Háblame de lo que vieron en el mar.
—Lo que vimos fue parte de nuestros delirios.
Habíamos tomado y jalado demasiado.
—Pero las vieron juntos.
—Sí, eran muchas... y brillaban. Llegaban hasta el horizonte.
—¿Qué vieron? ¿Qué había en el mar? ¿Ballenas?
—No.

6

Aunque el caso ya estaba cerrado, una versión cercana a lo fantástico dice que Corsetti siempre sospechó de la presencia de un ser como Liama. En ese caso, debió ser ella la que se lo terminó de comer cuando lo dejaron gravemente herido y amarrado a la silla universitaria en los antiguos galpones de la maestranza. López jamás creyó en la teoría de Corsetti de que el asesino no fuese humano. López jamás supo de Liama, por tanto, jamás supo de las jibias y de cómo, de cierta manera, se comerían a cada uno de los sujetos de este relato. Es El Pescador quien finalmente la descubre cercana a los humedales entre Concepción y Talcahuano e intenta quemarla junto a su pareja causando un incendio. Meses después, en venganza, Liama se desplaza rodeada de cientos de calamares gigantes hasta llegar a la región de Valparaíso.

—Sí, yo liquidé a Corsetti, la jibia llegó después. Era un hueón malo también, y degenerado el culiao. Esa noche me fui a tomar algo, estaba nublado y oscuro, lo dejé amarrado a una silla desangrándose. Cuando volví, noté que tenía la cabeza casi salida y alcancé a ver a la extraña figura huir rodeada de sombras. La seguí, se desplazaba rápido, pero gracias a la luz de los autos en la avenida pude ver que se metía al agua sin chapoteos, la playa El Tiburón estaba desierta.

Estoy bajo el agua, un buzo se asfixia, puedo escucharlos, estoy bajo el agua, palpo rieles y esqueletos de barcos, puedo comer los desechos de las poblaciones olvidadas por el tiempo, estoy bajo el agua, puedo sentir sus cuerpos, sus traiciones, porque bajo el agua paso de una mente a otra, bajo el agua, los puedo controlar, bajo el agua, los devoro con ansia.

Como ya se ha dicho, El Pescador daría con una nueva pista durante su fugaz visita a Concepción. Viajó por su cuenta una sola vez y descubrió en menos de una semana el lugar exacto donde estaban enterrados los huesos de los oficinistas; luego intentaría quemar a lo bonzo a la pareja de indígenas, minutos más tarde llamó desde un teléfono público a la PDI penquista avisando del incendio. De regreso en Valparaíso, Herrera encontró la cabeza de López entre las muñecas de la gran animita junto a la Piedra Feliz. Todos llegamos a pensar que se trataba del mismo asesino, pero aquel poseía sus propios fantasmas y sabía guarecerse en los cerros que componen el anfiteatro de estos crímenes internos.

7

No se podía respirar aquella mañana en el cuartel de tan repleto que estaba, había personas por todos los pisos, incluso afuera de mi oficina se aglomeraban por montones. No había aire ni esperanza. Fue como si todo el mundo se hubiera puesto de acuerdo para venir a dejar una denuncia cuando nadie estaba en su puesto. Si hubiese llegado en ese momento el prefecto inspector, yo habría perdido mi cargo por abandono de deberes, por no ejercer disciplina, por desacato o por locura. Arellano no volvió a trabajar por las mañanas, se la pasaba toda la noche ocupando las máquinas. Nunca me llegó su licencia médica, debí buscarle un reemplazante de inmediato. Su escritorio estaba limpio. ¿Y quién querría su puesto? A nadie le gustaba este lugar lleno de moscas y olor a pescado. Salí a la calle en «misión urgente». Fui tan rápido para escabullirme de aquel alboroto, que los pocos subalternos que me vieron no alcanzaron a hablarme. Subí a la camioneta, el aire fresco de la avenida Altamirano me estaba esperando.

De las tantas veces que visité la Piedra Feliz, nunca fui atraído por la profundidad de las aguas. Me bañé de niño en Las Torpederas y ahora la visitaba buscando una explicación, buscando la respuesta que me diera algo más de Corsetti o de El Pescador. Me quedaba mirando las aves, intentando descifrar una respuesta en la dirección de sus vuelos. Pensaba en el movimiento de sus plumas durante los cortejos de la mañana, en la manera en que inflaban el pecho y avanzaban en círculos. Me quedaba con la mitad del cuerpo apoyado en el muro blanco admirando la naturaleza del paisaje sin entenderla. Esperaba un chispazo, una señal, otra pista. Entonces vi al sujeto que buceaba cerca de la roca.

Este cuento pertenece al libro Jibias: Historias de crímenes internos, publicado por la editorial Emergencia Narrativa, Valparaíso, 2018.

 



 

 

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