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ALTAZOR

Por Álvaro Bisama
Revista de Libros de El Mercurio, 4 de marzo de 2007


 

 

 

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Soñé que Rodrigo Lira volvía del cielo o del infierno a recibir el Premio Altazor. No era una pesadilla. Era una visión extrañamente lánguida, sin efectos especiales de ningún tipo. Lira llevaba sus clásicas patillas decimonónicas y lucía exactamente igual a esas fotos suyas que aparecen dentro de Declaración jurada donde evoca sin querer al lobo de Tex Avery, capaz de devorarlo todo. Por cierto, Lira caminaba lentamente y el público dudaba entre aplaudirlo o no. No parecía un fantasma, no flotaba y sus pasos no tenían nada de gráciles aunque movía las manos de modo hiperquinético, como si buscara algo que se le había extraviado en los bolsillos. Por supuesto, lucía perdido. O encontrado. Llevaba una chaqueta vieja, jeans y una polera blanca de Mazinger Z. El rumor decía que Lira se había hecho un tatuaje de Lihn en un brazo. De Pompier, mejor dicho. Los asistentes decían eso mientras abrazaba estrechamente a la modelo que le entregaba el premio. Era un abrazo hot. Luego Lira sacaba del pantalón un puñado de hojas dobladas y leía su  discurso de agradecimiento, que parecía ser un poema pero podía ser también un texto judicial. O una colección de chistes. Su voz sonaba grave e irónica a la vez. Recordaba al Dios de las películas de John Huston. Y no era breve. Ni diplomático. Porque Lira, experto en aporías, quería decir algo. De este modo, el asunto recordaba a aquellos silencios que Parra colaba en Discursos de sobremesa, unas pausas entre línea y línea que esperaban una carcajada del público de vuelta. Pero aquí nadie reía. Preveían un desastre: todo el mundo se mantenía congelado mientras Lira comparaba la estatuilla que tenía en la mano con la gaviota de Viña y mencionaba a Huidobro. O más bien lo citaba vagamente, como si sus palabras progresivamente se deshilacharan. Pero eso era casi al final. Antes, les recordaba a los asistentes que su currículum (que aparecía en el libro premiado) estaba a disposición de quien quisiera consultarlo para un trabajo o asesoría. Decía que aunque quería trabajar en publicidad podría –por qué no y ya que estaba de moda- hacer de columnista en un periódico. Luego se quejaba de que hubieran sacado “Cuánto vale el show” de la pantalla y de que Luis Jara –según el, el mejor animador que pasó por el programa- hubiera traicionado la confianza de su público al mudarse a Canal 13. Después hablaba de literatura: describía la casa a donde iban los poetas muertos a pasar la eternidad. El lugar, que parecía una cárcel o un hospital (o más bien un sanatorio de enfermedades pulmonares) estaba lleno de bibliotecas y salas de lectura. Descrito por Lira, el sitio se parecía a esa fundación apocalíptica que sale en los primeros libros de Fresán, donde los últimos escritores que habitaban la casa/hospital de Rodrigo Lira ya estaban muertos, el mundo se había acabado y todos aguardaban melancólicamente la llegada de la nada. En ese momento del discurso pasaban dos cosas inquietantes: primero, las palabras a Lira se le empezaban a descascarar –como en los momentos finales del Altazor de Huidobro-, y segundo, él mismo empezaba a hablar más bajo, apagándose de a poco. El público sólo captaba retazos de lo que decía. Lira no se angustiaba. Antes de terminar, sugería que dichos fragmentos enseñaban una gran verdad y sonreía mostrando los dientes. Luego terminaba el discurso y se bajaba del escenario levantando el premio –en un sentido homenaje a Julio Iglesias, decía- y se perdía en un punto ciego del salón, entre asistentes que aplaudían sin convicción. Luego otras ceremonias se sucedían. Yo, por mi parte, despertaba.



 

 

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Por Álvaro Bisama.
Revista de Libros de El Mercurio, 4 de marzo de 2007