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La escritura testimonial de una mujer adelantada:
Adriana Bórquez Adriazola (1936 - 2019)

Por Bernardo González Koppmann


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Amarás a tu prójimo como a ti mismo.
Mateo 22: 29


Previo

La vida de Adriana Bórquez Adriazola es una de las biografías más apasionantes que hemos tenido la oportunidad de conocer en Talca, en sus casi tres siglos de existencia. Y no exagero. Por tal motivo —y al cumplirse este 20 de julio de 2020 un año de su lamentable partida— Helena Ediciones ha querido recordarla en su real dimensión con una serie de actividades, entre ellas esta sencilla crónica a modo de homenaje y gratitud.

Dadas las infinitas actividades que desempeñó en su rol de madre, abuela, profesora, militante, vecina, luchadora social, amante y escritora se hace difícil intentar abarcar su itinerario en unas cuantas cuartillas. Sin embargo, es dable —a través de sus libros— rastrear el deambular por todos aquellos lugares donde dejó una impronta indeleble. Manos a la obra.


De la infancia y juventud

De su infancia y juventud tenemos escasa información en su literatura; no obstante, ella es suficiente como para hacernos una idea acabada acerca de la difícil convivencia familiar que va decantando, en la medida que la adolescente Adriana va madurando y haciéndose una opinión propia de las cosas. Así, en “Colonia Dignidad: la vivimos, la conocimos”, texto escrito en Oxford UK en 1981, y recién publicado como libro virtual por Ediciones Inubicalistas en el 2018, nos relata: “Nací en Osorno, en 1936, en una familia de clase media acomodada, de provincia. Fui educada en colegios privados y desde que me asomé a la adolescencia, viví el conflicto entre mis propias inquietudes sociales y el medio que me rodeaba. En el año 1954 ingresé al Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile, en Santiago, a la asignatura de Francés. Unos años más tarde corté definitivamente las relaciones con la familia y su grupo social, al no poder conciliar mi creciente conciencia humanista con la mentalidad y los intereses de clase.” (p. 119) A buen entendedor, pocas palabras. Ese adagio se aplica aquí perfectamente.

Al revisar “Historias de mujeres”, conjunto de relatos autoeditados el año 2002, en Talca, encontramos en el cuento “Tiángulo” una descripción de lo que pudo haber sido la rutina del trabajo social y político, de Adriana, en sus apasionantes años de universitaria: “Logramos muchos sueños que parecían irrealizables: alfabetización por un cerro, construcción de la sede comunitaria en otro; comedor solidario para los niños, talleres artesanales para los jóvenes, curso de capacitación para los trabajadores, especialización de obreros, educación política en el Barrio Chino; trabajos voluntarios en unas islitas de Chiloé, y una lista de nunca acabar.” (p. 75) Años de idealismos y de generosa entrega a todas las causas nobles de la Historia.


De adulta joven

De la siguiente etapa de su vida contamos con referencias muy aisladas, tomadas casi entre líneas de sus escritos; no logramos recabar información explícita al respecto. Sabemos sí que ejerce como pedagoga en Osorno, en Valparaíso y de pronto, en 1968, la encontramos trabajando feliz —como nunca en su vida, según propia confesión— en la jornada nocturna del Liceo de Hombres de Talca. Entretanto, ha tenido un fracaso matrimonial y rápidamente, entre los 20 y los 30 años, aproximadamente, ha sido madre de cinco hijos: Lichi, Nana, Fidel, Isolda y Selva, la conchito.

En “Historias de mujeres” encontramos un hermoso relato, llamado “Flores de porcelana”, que nos da ciertas luces respecto a este ignorado periodo de su vida. En él leemos cómo Eugenia, en su rol de eterna sumisa, se desliga ya mayor del marido y aprende a sobrellevar una vida tranquila, luego de separada y jubilada; esta encantadora mujer en su retiro, mientras elabora flores de porcelana, recuerda a modo de racconto —desdoblando su personalidad— a una joven e irreverente Alicia, quien podría ser, perfectamente, o su hermana menor o la misma Eugenia desencantada, en aquella lejana época cuando intentaba ser rebelde y no lograba su independencia. Ese es el doble juego de este cuento. Ahora, ya en su madurez, afable y elegante, se recrimina los años perdidos por no haber reaccionado con mayor energía. Es el típico dualismo —muy humano por lo demás— ángel y bestia, dos actitudes frente a un mismo hecho, la sumisión o la emancipación. El relato explora a su vez la opción que toma Alicia, romper esquemas y emigrar a Europa, donde —en ese mismo instante— está y no está, apoyada a una ventana contemplando la campiña. En el fondo, entonces, ambas mujeres son las dos caras de una misma moneda, de una misma persona, donde ambas identidades se fusionan frente al desafío de ser felices. Es un texto riquísimo que da para un largo análisis. Volviendo a lo que nos convoca este artículo podemos, a partir de la lectura de “Flores de porcelana”, extrapolar el cuento hacia el estilo —inusual en los años 60— que, asimismo, emplearía Adriana Borquéz para conseguir su propia libertad interior. Ella fue en los hechos quien zafó audazmente del patriarcado consuetudinario en Osorno; ella, rara avis para los tabúes de su época y de su clase, se separa; ella, “la rebelde, la que no soportó el yugo de un matrimonio fracasado, la que buscó sin tapujos la felicidad, la que no temió a la pobreza, ni a la crítica social. La que aprendió a crecer más allá de sí misma y darse a una causa —la causa de la justicia y la libertad— al punto de ofrendarse por su ideal.” (p. 14) Sin duda, estamos en presencia de una mujer bastante adelantada.


La militante y el Golpe

Hurgando en sus memorias —todos los libros de Adriana son inalterablemente  testimoniales— nos percatamos que desde muy joven ingresa al Partido Comunista de Chile. Trabajó ardorosamente por el triunfo de la Unidad Popular desde el frente que le correspondía, el sector Educación, donde va a ejercer cargos gremiales con la ilusión de cambios estructurales para las clases más desposeídas del campo y la ciudad. En “Un exilio” (Ediciones Inubicalistas, 2015) describe esos días del gobierno de Allende, llenos de transformaciones y utopías al alcance de la mano. “Chile eran los sueños, los ideales que se abren en la flor de la vida; eran las largas noches de discusiones tras la huella del Ché, el encantamiento de la promesa de Fidel; era la acogida a los refugiados de la tiranía brasileña; los trabajos voluntarios con los alumnos, la alfabetización en las poblaciones marginales, los meses recorriendo los caminos de la reforma agraria; el panamericanismo de Bolívar, la Escuela Santa María, Recabarren por los senderos áridos del desierto, los comunistas escondidos por mi padre durante la traición de González Videla. Chile era mi lenta e inquebrantable marcha por la conciencia de ser mujer, protagonista de la edificación de una morada diferente para el hombre, donde todos se cobijaran hermanados.” (p. 233)

Pero, como adujera Neruda, “una mañana todo estaba ardiendo”.

Fue a partir de entonces, en esos días de brutal represión, inmediatamente después de perpetrado el golpe de estado cívico-militar, cuando Adriana asume un compromiso señero. Luego de percatarse, con pavor, de la imposibilidad de defender al régimen socialista ganado limpiamente en las urnas, se sumerge en las catacumbas de los sectores populares y empieza a trabajar como enlace, correo y ayudista, tratando de llevar consuelo a las víctimas y a sus seres queridos cual una verdadera samaritana. Al ver sus fuerzas materiales y humanas sobrepasadas, pide apoyo y se integra a trabajar junto a Pro Paz -Comité de Cooperación para la Paz en Chile-, servicio ecuménico creado el 9 de octubre de 1973, por las iglesias chilenas, para bridar amparo a las personas en dificultades. Sin embargo, los bárbaros la identifican y es desvinculada de su labor de profesora y detenida la noche del 23 de abril de 1975, siendo apartada por muchos años de su familia, de su trabajo y de su pueblo. Todas estas vivencias post golpe -hasta la noche de su captura- son narradas por Adriana en “Resistencia, libro muy esclarecedor autoeditado el año 2000, en Talca. 


Detenida en Colonia Dignidad y en la Venda Sexi

Luego de su detención, el 23 de abril de 1975, Adriana Bórquez permanece 24 días en las mazmorras de Colonia Dignidad sufriendo todo tipo de escarnios y vejaciones. Esta espantosa experiencia la describe en “Colonia Dignidad: la vivimos, la conocimos”, documento mencionado anteriormente. La tortura pretendía básicamente que delatara a sus compañeros de partido y a personeros de la Iglesia Católica. Ella sufrió enormes apremios, pero ningún nombre salió de su boca.

A mediados de junio del mismo año la trasladan al centro de tortura la Venda Sexi, en Santiago. El hecho más significativo en este encierro fue su amistad con Bill (Guillermo Roberto Beausire Alonso), cuñado de Andrés Pascal Allende, con quien se prometen mutuamente difundir y denunciar sus respectivos cautiverios, cuando estuvieran en libertad. Este compromiso marcaría a fuego el devenir humanitario de Adriana, hasta sus últimos días. Bill en la actualidad es uno de los mil doscientos y tantos detenidos desaparecidos durante la macabra dictadura de Pinochet. Los terroríficos días de salvaje sadismo que padece en esta prisión son relatados en su libro “La casa de al lado”, publicado póstumamente por Ediciones Inubicalistas y presentado en el Museo de la Memoria y los Derechos Humanos, en Santiago de Chile, el 5 de diciembre de 2019.

Trascurrían tres meses exactos de su captura, cuando, sorpresivamente, Adriana es liberada. Era el 23 de julio de 1975, y muy pocas personas creían que podría sobrevivir, dadas las condiciones de represión extremas que existían en el país. Fue una jugada maestra de la prisionera para salvar su vida. Sucede que ella prometió cooperar con las fuerzas de seguridad, transformándose en colaboradora de la DINA (Dirección de Inteligencia Nacional); pero, una vez afuera, pasa abruptamente a la clandestinidad con ayuda de sacerdotes y monjas, especialmente de la congregación de Mariknoll, apoyados por la recientemente creada Vicaría de la Solidaridad —obra benemérita del cardenal Raúl Silva Henríquez— quienes van a ocultar a la prófuga en alrededor de catorce conventos, capillas y casas de ejercicios durante los seis meses siguientes, cuando se desata en contra de ella y de sus pequeñas hijas una feroz persecución, hasta el mismísimo día que abandona el país y viaja al exilio, en febrero de 1976, con destino a Inglaterra. Adriana Bórquez dejaría estampada su eterna gratitud a la Iglesia Católica por haberle salvado la vida y la de sus niñas en un bello libro de lucha y esperanza, titulado “Puertas en la oscuridad” (Editorial Inubicalistas, Valparaíso, 2017). En el prólogo, la autora acota: “Aunque yo no profeso fe religiosa alguna, me inclino con respeto y gratitud ante los hacedores del bien… Esta vía crucis de espanto pude andarla sólo porque, en ese momento de la Historia, se manifestó una Iglesia que retornó a sus orígenes junto a los pobres y perseguidos de la Tierra.” (p. 6) Otro tiempo, otra época, otros paradigmas.


Exilio

Los primeros días de febrero de 1976 Adriana y dos de sus hijas, Lichi y Selva, llegan a Inglaterra amparadas por agrupaciones sociales, religiosas y políticas defensoras de los Derechos Humanos, tanto europeas como latinoamericanas, iniciándose un largo exilio que duraría hasta septiembre de 1985. Pronto, se le agregaría también su hija Nana en Oxford UK. Tras nueve años de múltiples experiencias, regresaría a Chile movida por fuerte añoranzas; allá quedan sus padres ancianos, las tres hijas que la acompañaron en su fuga y los respetivos nietos y nietas que empiezan a echar raíces, además, una infinidad de amistades que fue cultivando en el destierro; acá se reencuentra con Isolda y Fidel, los dos retoños que habían permanecido en el país durante su éxodo, y, por añadidura, cerca de ellos vislumbra una vida entera todavía por delante.

Adriana Bórquez, en los primeros años después de su retorno, escribió un hermoso y contundente testimonio conocido como “Un exilio” (Editorial Koore, Talca, 1998), texto que fuera reimpreso por Ediciones Inubicalistas, el 2015. Referente a esta generosa editorial de Valparaíso —dicho sea de paso— queremos agradecer francamente el notable servicio que desplegaron en el rescate y puesta en valor de la obra de Adriana. Bien; sigamos. En esta segunda versión revisada y corregida la protagonista nos va a narrar, ahora en primera persona, todas las vicisitudes vividas en su ostracismo, con pelos y señales. Desfilan por estas páginas escenas familiares, afectivas y sociales, y, según lo recabado, sacamos por conclusión que —amén de la pericia descriptiva de la autora, donde despliega notable talento literario— es en Europa donde ella desarrolla su enorme capacidad intelectual, obteniendo Magister en Sociología de la Educación por la Universidad de Oxford UK, en 1978. Posteriormente, ejercerá en Korogwe y Moshi aplicando sus conocimientos a través de un proyecto educacional del gobierno de Tanzania, en 1979 y 1980. En el intertanto, Adriana Bórquez no descansa ni un segundo al momento de denunciar la barbarie en Chile; su lucha humanitaria abarca desde la participación como testigo en el juicio de Bonn, en 1977, apoyando las acusaciones de Amnesty Internacional contra Colonia Dignidad, pasando por conferencias, mítines, marchas, huelgas de hambres, publicaciones, actos culturales y un sinfín de actividades de resistencia en Europa contra la dictadura chilena. Pero, sin duda, es al regreso de África cuando funda su proyecto más regalón y emblemático, como una forma de cumplir con la promesa que hiciera a Bill en las mazmorras de la Venda Sexi; con apoyo de monjes y religiosas británicas crea la organización Centro de Documentación e Investigación sobre Detenidos Desaparecidos en América Latina “Búsqueda”, en las dependencias de un vetusto e imponente monasterio, en Oxford UK. Durante años, Adriana y su equipo de colaboradores van a rastrear los valiosos antecedentes de aquellos prisioneros políticos que nunca más volvieron a ser vistos, tanto en Latinoamérica como en el resto del mundo; además, sus archivos clasificaron minuciosamente nombres precisos y reveladores de captores, torturadores y encubridores para ser contrarrestados en los tribunales que así lo demandaren. Un documento imprescindible para reescribir la historia de los pueblos de América morena es, sin duda, este legajo de memorias que ha heredado, junto a otros escritos, nuestra dulce vecina de la verde senda al Museo de la Memoria y Derechos Humanos para dicha y júbilo de la inmensa humanidad.


De vuelta en casa

Cuando regresa a Chile en la primavera de 1985, se integra al trabajo de la Comisión de Derechos Humanos de la ONU en Valparaíso, Santiago y Talca, siempre en el área de investigación y documentación, apoyada por sus ángeles protectores de la Iglesia popular. Pero, según sus propias palabras, el país y la Iglesia habían cambiado. Entre las tareas que desempeña por esos días podríamos destacar su labor en Cenpros (Centro de Promoción Social) y Codepu (Corporación de Promoción y Defensa de los Derechos del Pueblo) en el puerto principal. Pronto, muy pronto, se radica nuevamente en la ciudad del Piduco, Talca, en la misma población y en la misma calle de antaño, a sólo metros de la casa donde fuera detenida en 1973, retomando su apacible y profunda existencia de soñadora empedernida, luchadora social, escritora y poeta.

En un revelador párrafo, que trascribo de su relato “Norma y Ana”, del libro ya citado “Historia de mujeres”, Ana —alter ego de Adriana; tropo muy utilizado por la autora, tal vez herencia de la vida clandestina— nos deja ver su estado de ánimo al momento del retorno y detalles de su nueva vivienda en Talca, su “minúscula cabaña frente al río”, desde donde ya no se movería nunca más. Dice, refiriéndose a Ana, en tercera persona: “Llegó con el corazón abierto, buscando raíces, reencontrando paisajes, persiguiendo sueños, con su reserva, su serenidad, su vida sobria, su tristeza latente, sus alegrías y su capacidad de compartir lo que poseía. La casa de Ana (Adriana, insisto) bullía repleta de chucherías, libros y fotos que contaban de infinitas tierras lejanas, lenguas distintas, costumbres ajenas; de recuerdos, de ausencias; de un mundo y de una existencia quebrada en dos alternativas implacables: el aquí y el allá, el antes y el ahora, la vida y la muerte.” (p. 86 y 87) Prosa entrañable, humana y trasparente que al leerla en silencio estremece y cuestiona in profundis nuestras falsas y frívolas seguridades.

Desde esta humilde morada -hogar, jardín, taller, estudio, nidito de amor y fortaleza- que literalmente emergería de sus manos a partir de 1990, cuando se reinstala junto a un río, viajará esporádicamente a distintos lugares del país, como Puerto Edén, por ejemplo, de cuya mágica experiencia obtendrá el precioso material poético y antropológico que verterá en una crónica sorprendente, captando bellas impresiones de los últimos vestigios de una etnia tan indómita como su carácter, “Kawéskar” (Editorial Guanaye, Talca, 2009) De ésta, su última aventura, nos deja la siguiente reflexión que —estimo— podría ser toda una sabiduría de vida después de tamaña travesía: “Creo que de algo sirvió mi peregrinaje: aprendí que pasó el tiempo en que la realidad irremediable dolía; hoy puedo cultivar lo imposible con la alegría de quien cuida un tesoro que no le pertenecerá nunca, pero cuya belleza hechiza el alma.” (p. 97) Adriana, a pesar que sus dolencias físicas iban en aumento con los años, nunca se doblegó en su afán inquieto por sacar a recrear el alma y, ocasionalmente, se trasladaba a Pelluhue donde se dedica a pintar escenas de la eternidad del mar; incluso, intentará una imposible visita a las campiñas de Europa, donde dejó sembrada tanta semilla de amor.

Así se reinserta —tan pulcra y perspicaz, tan culta y avisada— en su antiguo medio social, de antes del diluvio, ceñida por silvestre geografía y cambiantes arquetipos ideológicos, acariciando de tarde en tarde una herida esencial que nunca dejó de perfumar sus remembranzas; de esos afanes del corazón va a nacer un breve e intenso “Poemario”, impreso artesanalmente en el Centro Cultural Kuraf Werken, de la ciudad de Talca, en el año 2011.


Desenlace

Hoy, cuando se cumple el primer aniversario de la transfiguración de Adriana en polvo de estrellas, su alma sigue meciéndose como ciprés, nube o aroma de rosas junto al viejo y amado río Claro, amparada por el cerro de La Virgen y rodeada de mariposas en el viento y treiles bajo la lluvia, esperando algún día ver su espacio encantado -“la casita de tablas que miraba al valle del río”- convertido en una coqueta editorial, en una aguda librería o, ¿por qué no?, en un místico café literario para los vecinos del sector La Florida de Talca, algo así como un refugio o un puerto fluvial llamado Poesía, donde al fin descanse en paz su pluma inquieta. Por el momento, Helena Ediciones se ha instalado en sus dependencias acogiendo, acompañando y difundiendo nuevas palabras, páginas y libros que andan muy pizpiretas relatando leyendas y misterios por todos los rincones de la casa, del barrio y del mundo entero, esperamos. Desde un retrato, Adriana observa y sonríe complacida a sus vivaces inquilinas.

¿Qué les parece si nos despedimos con esta pequeña confesión de Adriana? Escuchen, por favor: “Aún es temprano, me queda tiempo para detenerme a escuchar el concierto de trinos, gorjeos y graznidos que alborotan por las orillas del río. Distingo la voz de la loica, un chincol, una perdiz, el coro de pidenes, los gritos destemplados de los triles, la algarabía de patos silvestres; pareciera que una bandada de choroyes se acerca desde el norte. El canto cristalino de una diuca junto a la ventana termina de sacudirme de la modorra. Esta vez abro bien ambos ojos. Echo el plumón hacia los pies y me levanto. Descorro las cortinas y me maravillo frente al paisaje de mil verdes, pardos y ocres que destellan entre tanta agua, tierra y cielo. El sol brilla sobre el mundo y alumbra mi vida.” Como para quedar mudos, ¿verdad? Este último texto fue tomado, queridos amigos, del relato “Mis hermosas pequeñas cosas”, incluido en “Historias de mujeres”, página 89.

Conversando con Isolda, la muchacha del violín rebelde, mientras preparábamos este artículo, nos confidencia por email maravillosas minucias de la vida cotidiana de su madre: “Era una agradecida de tener a sus nietos e hijos cerca, de escuchar y ver la lluvia, de oler la tierra mojada, escuchar los pajaritos, ver un atardecer, vibrar cuando podía ver el mar, saborear un pedacito de chocolate, hacer mermeladas para el invierno y repartirlas, emocionarse con la música clásica, con el jazz, el reggae, Edith Piaff, Charles Aznavour y los colores de la naturaleza que intentaba imitar con sus lápices pastel o acuarelas. Un verdadero retrato hablado.

Ahora, si después de todo lo que hemos conversado, el pradito ubicado en forma oblicua a su domicilio, en la vereda de enfrente, se pasara a llamar “Plaza Adriana Bórquez Adriazola” vendría a ser un acto, más que protocolar, justo y necesario para ir agradeciendo en parte la refulgente presencia —vida y obra— de esta mujer adelantada que dejó palpitando el universo entre nosotros. Así sea.


Talca, 20 de julio de 2020.



 

 

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