El muro quebrado de un antiguo hospital psiquiátrico en cuyas derruidas grietas creemos leer lo que guarda esa ruina: dolor, tristeza, abandono. La imagen fotográfica de una jovencita cuyo cuerpo desnudo en la intemperie que fue ese comienzo del siglo XX para distintos pueblos indígenas del Abyayala, se superpone al muro ahora vacío, y observa impasible a una cámara a la que le da la imagen de sí, de su cuerpo expuesto sin darle ni un centímetro más de su ser, ningún gesto de subordinación. La joven es Damiana, o Kryygi, que es el nombre póstumo que le otorgó su comunidad aché del Paraguay cuando en 2010 comenzó la recuperación de sus restos desde el Museo Nacional de la Plata. Así nos lo explica Damiana-Kryygi (2015), el documental del director argentino Alejandro Fernández Mouján que recogiendo indicios sigue el proceso de la vida de Damiana desde que fuera secuestrada de su aldea hasta la recuperación de las partes de su cuerpo disgregadas entre Argentina y Alemania. La serie de imágenes de la niña indígena desnuda a la intemperie, ante el ojo fotográfico no dejan de aparecer y hacernos comparecer. Como si la resignada aceptación de su gesto nos llamara como un sordo susurro que tiñe hasta el presente las paredes del hospital con la huella de sueños, dolores y renuncias de las centenares de mujeres que pasaron por el psiquiátrico y por el Pabellón Charcot, dedicado, como evoca su nombre, al tratamiento de los múltiples síntomas de eso que la medicina decimonónica catalogó como histeria femenina. Pero no solamente: otra vertiente del dolor de siglos se pega a la foto, convive en su mirada y nos tira, nos hace comparecer, en juicio, a dar testimonio, nos exige palabras, una y otra vez, desde su mirada y su boca serena pero imperturbablemente cerrada. Necesitamos decir, y preguntarle, pero ella no profiere palabras, vencida la palabra, porque el aparecer del dolor exige un «espacio-entre», un espacio de silencio para ver, para presenciar (hacer presencia) de ese «aparecer político […] de los pueblos» (Didi-Huberman 2014a: 22).
Fig. 1. Damiana- Kryygi. Detalle. Robert Lehmann-Nitsche, 1907.
Fuente: Fotograma del documental de Damiana-Kryygi (2015), Dir: Alejandro Fernández Mouján.
El documental recompone algunos momentos de la vida y la muerte de esta niña aché[1], cuya existencia bien puede ser entendida como una alegoría de la destrucción combinada y sistemática que sobre las existencias indígenas del Abya Yala, acometieron los estados latinoamericanos durante la última parte del siglo XIX; por el terror sobre sus cuerpos y su vida integral en la llamada Segunda Conquista (Gabbert 2019), que tuvo objetivos políticos pero también y fundamentalmente económicos, de apropiación de la naturaleza y recursos indígenas para capitalizarlos en el mercado mundial.
En 1896 una expedición científica procedente del Museo de la Plata, en Argentina, encabezada por el antropólogo holandés Herman F. C. Ten Kate y el francés Charles de la Hitte, se dirigió a Paraguay para recoger los restos de algunas personas del pueblo aché que habían sido asesinados por colonos. Guiados por los propios asesinos de los aché, los antropólogos recogen, como fruto de su expedición, el esqueleto de una mujer joven asesinada a machetazos. El otro hallazgo fue una niña aché, viva, de menos de cuatro años que había sido capturada en la embestida. La niña, según explicó La Hitte fue bautizada Damiana por sus captores, asesinos de su comunidad. En 1898, con seis años, fue entregada al famoso médico Alejandro Korn, quien la ocupó como sirvienta en su casa. A la edad de aproximadamente catorce años, la niña fue internada en el Hospital Psiquiátrico Melchor Romero, por orden del propio Korn, debido a que sus comportamientos sexuales liberales perturbaban a la familia que los consideraban índice de alguna patología. En el hospital es cuando, un día de mayo de 1907, la niña fue obligada a posar desnuda a la intemperie para una sesión fotográfica con el antropólogo alemán. Dos meses después la niña falleció aquejada de una tuberculosis que, según recientes investigaciones, tenía muy desarrollada al momento de las fotos. El Museo Nacional de la Plata se encargó de su cuerpo y este fue partido, con afanes científicos, como era corriente que hiciera el museo. Su cabeza y pelo, valiosos cuanto más para los estudios frenológicos de la época, fueron enviados por el antropólogo alemán Robert Lehmann-Nitsche [2] a su amigo, el berlinés Hans Virchow, con el objetivo de estudiar sus caracteres raciales.
La vanidad (del latín vanĭtas, vanus, «hueco, vacío»), reúne en sí misma la soberbia y la futilidad y, en las artes y el género que lleva el nombre, expresa la preocupación ante la fugacidad y fragilidad de la vida que se nos escapa mientras, ingenuos, vacuos, nos revolvemos en la arrogancia. La muerte, nos dicen las artes, acecha en continuidad metonímica con la soberbia, porque no hay soberbia que no se vea impelida a la autorrepresentación de sí hasta que el yo se vacía: representación de una representación hueca: calavera, todo el vacío en el fondo del yo engordado; cráneos al lado de libros. Caemos, caeremos junto con esa soberbia.
¿Qué pasa cuando la vida está tan desafiliada de la vida de la naturaleza, de los otros, que ni siquiera el sufrimiento, el dolor del otro, se nos parecen calavera, anuncio de la vanidad, qué pasa cuando ni los huesos de otros son suficiente materia para recordar que la muerte nos continúa?, ¿qué pasa cuando la calavera se tornan materia sin lengua, pura mímesis de lo que quieres oír porque has olvidado que vas a morir, porque tú vida ha sido ungida con el poder de hacer hablar a los otros para ti? Las fotografías de Damiana desnuda en toda su intemperie muestran hasta dónde el hombre de ciencia que era Lehmann-Nitsche era insensible y capaz de olvidar no solo su memento mori, la recordación de su propia muerte en la mirada de la niña, sino toda posibilidad de comprender la violencia de su cámara que obliga a la extrema exposición a ese cuerpo de niña humillada. Lehmann-Nitsche, que estaba a cargo de la colección del museo del Plata[3], compuesta de miles de huesos de indígenas asesinados en la Campaña del Desierto, documenta, a pesar de su interlocutora, su vanidad es mayor, le devora, la misma que le hace sentir incómodo por la altivez de esa joven que, desconfiada, y aún a pesar de conocer su propio idioma (la niña había aprendido alemán) no profiere palabra. El antropólogo había realizado ya antes, en 1902, una serie de fotografías de mujeres desnudas pertenecientes al pueblo kawésqar[4], donde la desnudez del cuerpo de la mujer indígena, como ha señalado Déborah Dorotinsky a propósito de la fotografía etnográfica mexicana de la época, al tiempo que abona al imaginario general del primitivismo, a menudo supera la mera adscripción de ese rasgo para notarse excedida, evidenciando los encontrados deseos «que las mujeres indígenas despertaron en fotógrafos, exploradores y otros hombres blancos, y la forma en la que aquéllos hicieron de éstas objetos exóticos de contemplación y fantasías eróticas» (116). La ciencia se desborda de mito, de deseo, de morbo. La cámara, en este sentido prótesis de la libido del científico, le muestra incapaz de mantener el lugar: y hace salir a la niña a la intemperie. Y la expone, y se expone a la vez en su extrema vanidad de hombre blanco, ejercitando el dominio e incapaz de mirarse desde fuera en la extrema futilidad del vacío que deja a su alrededor: un muro solo, ruinoso, que aún recuerda que la muchacha no se quejó, que cerró su boca de manera radical, definitiva, restándole todo hallazgo de ruina (no es dable olvidar que Lehmann-Nitsche ejercía su labor diaria en medio de los restos humanos de miles de indígenas, que eran para él justamente aquello, restos, remanentes de un tiempo cumplido, que le hablaban de una historia terminada, de un pueblo muerto, acabado o en proceso de acabar[5]).
Ruinare / apparescere
Ruinare (lat.): lo que cae, del latín ruere, caer. Apparescere (lat.): poner la vista, aparecer hacia (ad-). Los pueblos que quieren borrados (Delenda Arauco! imprecaba un liberal chileno en 1868[6]), son completamente expuestos a la vanidad lumínica del que se cree capaz de echarles luz. La cámara voraz del antropólogo que acompaña a la vanguardia capitalista quiere modelarlos a su imagen (bárbaros de su civilización). Pero expuestos a la extrema visibilidad se aparecen pueblo. Por fuera de todo cálculo de genocida, se rehacen pueblo en el montaje de sus miradas. Los que quieren ser ruinados, hechos caer, desaparecidos, aparecen, se nos aparecen.
«Conquista del Desierto» es el nombre que el estado argentino dio a la campaña militar emprendida contra los indígenas que habitaban el Puel Mapu, sobre todo sobre los tehuelche, rangkülche[7] y los puel williche[8], y tuvo su momento más fuerte entre 1879 y 1885. Asimismo, desde 1881 y finales de ese siglo, el estado de Chile llevó a cabo una intervención militar sobre el territorio del Ngülu Mapu, en la llamada «Pacificación de la Araucanía». Esta Segunda Conquista del sur americano se desarrolló a ambos lados de la Cordillera, en todo el Wallmapu o País Mapuche, y concluyó hacia fines de la década de 1880 con el despojo de las y los mapuche, a quienes se asesinó, se les arrebató sus tierras ancestrales, se les encarceló, se les expuso en museos, se les reclutó forzadamente para el ejército u obligó como mano de obra servil. La historiografía mapuche problematiza esta experiencia como el «kuxanzuamkülen» («el estar traumado, estar en el trauma»), en la vivencia del desgarro (Antileo et al. 20) y la caída del mundo. Así cantaba sus desdichas Kumillanka Naqill, en los primeros años del siglo XX:
Así, pues, vivo.
Recuerdo los que vivían antes,
Yo me conocía los buenos caciques.
Así, pues, otra vez habito mi tierra.
Hombre pobre soy yo;
Dios me tendrá lástima.
Se me van mis ideas;
Entonces lloro
(en Augusta, 1910: 170).
En aparente contradicción, sin embargo, las narrativas triunfantes menos que ensalzar la conquista militar, otorgaron nueva vitalidad a las explicaciones deterministas; tal vez si porque permitía dispensar de responsabilidades a los nacientes estados que se fundaban, como el colonial, sobre la violencia genocida, a la vez que conjurar la resistencia, la evidente presencia de las y los mapuche que, a pesar de todo, seguían apareciendo, buscando, andando sus caminos. Mientras se apagaban los incendios de las tolderías mapuche y en los campos de prisioneros argentinos se les re-clasificaba para la nueva época entre «indios inútiles, de depósito, o presos» (Nagy y Papazian párr. 36), se repitió, entonces, como letanía que la «raza araucana» había llegado a un período de extinción.
Fig. 2. Carvajal y Valck. 1890/1900. Formato carta de visita.
Fuente: Margarita Alvarado, Pedro Mege & Cristián Báez, Mapuche.
Fotografías siglos XIX y XX. Construcción y montaje de un imaginario.
Santiago de Chile: Pehuén Editores, 2001. [9]
Durante las últimas décadas del siglo XX, coincidiendo con la guerra y la persecución o con el momento posterior, de reducción, represión y desamparo y desorientación mapuche, diversos fotógrafos chilenos realizan imágenes de personas de este pueblo en el formato, famoso en la época, de la carta de visita. Produciendo diversos contextos escenográficos, los mapuche son inscritos en el marco del studium de la época, en escenas muchas veces inverosímiles, modelados por telones importados de Europa o Norteamérica, que tenían impresas figuras art nouveau, jardines franceses, palmeras, jarrones y columnas, tan caras a la modelación de las nuevas familias burguesas. El retrato individual mapuche destaca en general las marcas «étnicas», siempre atavíos típicos, y las características físicas cuando se rinde al dictum que en la época cruzaba la fotografía criminal y la etnográfica. Los sujetos fotografiados, a la vez, desenvuelven gestualidades que la mayor parte de las veces no oculta la distancia respecto del medio y la mediación. Las fotografías hechas en estudio resultan, así, en extrañas composiciones que dislocan el objetivo de la carta de visita a la vez que evidencian la impropiedad del studium fotográfico burgués y antropológico para expresar a estos pueblos y sus culturas. Son, por ello, especialmente ricas para evidenciar esa dislocación.
En la imagen precedente (Fig. 2) es el rostro de un anónimo hombre mapuche el que se nos impone en la forma de un retrato autónomo para una carta de visita. La cercanía del encuadre[10] nos permite reconocer las marcas de su piel, sus surcos y la afección en sus ojos (probablemente un leucoma). Su cuerpo está ligeramente encorvado. Recordamos, entonces, el motivo del decaimiento natural del indígena: elusión de la catástrofe, del genocidio. Ruinare: hacer caer, componer la entera cultura mapuche como un sedimento, resto de un mundo caído material para la ciencia etnográfica, y a sus sujetos como hombres que se derrumban, hombres-ruina, presencias fantasmáticas de una destrucción que se niega pero que estaba siendo ejercida sobre el cuerpo y la cultura entera de esa nación. La ruina, sin embargo, sabemos, posee un estatuto ambiguo. La ruina es también aquello que permanece al colapso, que comparece en el juicio de los siglos. ¿Cómo puede ésa, su mirada ruinosa, que imaginamos transida por la opacidad, llamarnos con tal fuerza de interpelación?, ¿qué es lo que nos convoca de su vista nublada? Son estas, imágenes paradójicas, producidas para arruinar y mercantilizar a la vez (fotografías de estudio, cartas de visita exotizantes sobre los «araucanos» de Chile); para volver los cuerpos restos a la vez mercancías, se tornan, fuera de todo control del ojo fotográfico, materialidades de memoria, testificaciones, pruebas sensuales de la vida que intentaron apresar. Revelaciones: porque estamos obligados a fijar nuestra vista en la mirada del retratado e imaginar qué ve, cómo nos aparecemos ante él, y reconocer, en una imagen que revela también el hecho estético mismo -en la inminencia de una revelación que no se produce, como diría Borges[11]-, una latencia, una continuidad, una mirada que continúa apareciéndose como la develación de todo el yo del retratado[12] en su hendir nuestra propia mirada, producir la escisión que nos cruza a nosotros al acoger su mirada; perturbando los tiempos y las certezas del acabamiento y la caída, proferidas por las vanidades coloniales.
Restituir: el montaje utópico de «Inakayal Vuelve»
A fines de 1886 es recluido en el Museo de Ciencias Naturales de la Plata el gran cacique Inakayal[13], uno de los últimos en resistencia a la campaña militar de ocupación argentina. El líder, que había dominado las amplias regiones meridionales entre el río Negro y el Limay, el lago Nahuel Huapi y el río Kaleufu (hoy llamado Neuquén), del Waizuf Mapu (territorio del Borde cordillerano) al Willi Mapu (Territorio del Sur), es encarcelado en el Museo junto a Foyel y Sayhueque, algunos de los más importantes caciques mapuche de la época, sus familias y cercanos. Rodeados de restos humanos indígenas que formaban parte de las colecciones antropológicas en exhibición, Inakayal y los suyos podían imaginar el destino que les esperaba. En la fotografía de Inakayal (Fig. 3), posiblemente tomada en la prisión de Tigre, el hombre que nunca quiso rendir su nombre a los invasores (no negoció su nacionalidad y por ello no accedió a ninguna regalía de parte del estado argentino) observa de frente al ojo de la cámara, en una de las imágenes más expresivas de las terribles consecuencias de la derrota sufrida por el pueblo mapuche en el Puel Mapu, que había disputado decididamente su territorio, por todo el siglo, al estado argentino. Su gestualidad está transida de algo como una reprensión distante hacia quien le obliga a la imagen, un acto de dominación miserable y vano, parece decir. La mirada de Inakayal es, nuevamente, inconmensurable en su juicio a la «civilización» que le quiere sujetar.
Inakayal habría muerto a fines de septiembre de 1888, pero tuvo que pasar más de un siglo, hasta que en el año 1994 se restituyeron parte de sus restos (sus restos óseos) a su comunidad mapuche en Tecka, Chubut; y veinte años después, para que en el año 2014 fueran restituidas sus restantes partes: cerebro, cuero cabelludo, la máscara mortuoria y el poncho que le regalara a Moreno alguna vez en muestra de amistad, así como los restos de sus familiares.
Fig. 3. Antonio Modesto Inakayal (ca. 1884-86).
Archivo Histórico Museo de La Plata.
La de Inakayal es una foto hecha por un vanidoso vencedor para una sociedad vana; una foto del despojo y de la soberbia del dominio sobre el destino del otro: una foto de la ciencia y de la seguridad. Una foto predadora.
El proyecto #InakayalVuelve[14], de Sebastián Hache, conjura este destino.
Hache recoge estas imágenes documentales del oprobio contra el pueblo mapuche y sus representantes y propone la intervención de su materialidad con el objetivo de restituir la imagen como parte de la memoria sensible del cuerpo social mapuche, aún hendido por la violencia simbólica y material de la vanidad de los vencedores. Así, su investigación de carácter performático y transmedial se produce en sí misma como la recomposición de una red de afectos, rememoranzas y la creación de nuevas memorias sensibles en torno a la historia de estos pueblos. #InakayalVuelve es entonces una forma de componer otro tiempo, desandando el oprobio y restituyendo la posibilidad de imaginar utópicamente el reencuentro con estos sujetos violentados. Recogiendo el espacio, recorriéndolo en reversa, el equipo dirigido por Hache se traslada desandando los caminos que los captores obligaron a marchar, derrotados, a las y los indígenas que fueron apresando, desde el sur del país. El proyecto recorrió, así, distintas localidades de retorno al «País de los manzanares», y en cada una, propició una inédita encuentro con las imágenes de las y los mapuche.
En primer lugar, el revelado de las fotografías se realizó aprovechando la especial luminosidad de cada entorno, como explica el director. Fue la luz de la Patagonia, la misma que algún día les siguiera en su existencia plena, la que dio vida (dio-a-luz) a las nuevas imágenes. Esas fotografías, única cada cual, fueron luego y suplementariamente, pintadas. En palabras del director, «En la jerga de la fotografía al hecho de pintarlas se le llama ‘iluminarlas’. Nuestra intención era sacarlas de la oscuridad en las que fueron tomadas» (Hache, Restitución par. 1).
Después de ese proceso, personas convocadas de cada uno de los lugares trabajaron bordando las imágenes, interviniéndolas directamente con hilos de colores sobre el papel de algodón, con todo el cuidado que eso requiere. Para el pueblo mapuche, el trabajo con el tejido, con el enlace, y, aquí, por extensión el bordado tiene sin duda una proyección alegórica que vincula estas prácticas a la imaginación de nuevos caminos, la creación de otras vías, enlaces y cauces, así como de la autonomía para crear su historia; la importante corriente de la historiografía mapuche reciente, de hecho, habla el mismo lenguaje cuando pone de relieve «las capacidades del Pueblo Mapuche de urdir nuevas tramas y tejer sus pasos. […] los diversos wixal (telar) que construyeron las nuestras y los nuestros en las profundidades y extensiones del mapu en que sobrevivimos» (Antileo et al., 2015: 18).
El bordado tiene, para Hache y su equipo, un sentido restitutivo. Ante la concepción de la imagen como producto de la imitatio, de la representación analógica de las y los retratados, la intervención del bordado las reelabora utópicamente como una vía para la conexión con la existencia integral de los sujetos indígenas, aquella que había sido paradójicamente negada por la propia violencia de la práctica fotográfica colonial predadora. Recuperar, a través de la conexión sensitiva que propicia la labor del tejido, del calado sobre la materialidad, la profundidad de esa existencia encarcelada como una forma de potenciar su aparecer (como lo contrario de desaparecer), de reponer su figura, experimentada por nosotros, como observadores, gracias a la presentación conjunta que dispone el proyecto, del revés del bordado que expone la costura y la urdimbre como un trabajo humano de montaje (Fig. 4 y 6 der.), que pone en evidencia el intervalo entre ellos y nosotros, el trabajo necesario de memoria, y que nos enfrenta, por ello, también a la posibilidad del vacío, de la desaparición de la figura que este trabajo intenta conjurar: «El bordado es un intento para restituirles el alma que les fue quitada al momento de las tomas», afirma Hache (¿Por qué bordar? párr. 1).
#InakayalVuelve es, al mismo tiempo, una intervención ritualística, ceremonial que pretende la sanación de las propias imágenes a través de la expresión de la empatía y del afecto como potencia para producir una comunidad utópica con la historia de estos sujetos violentados:
Cuando empecé a pintarla y bordarla [la imagen de Inakayal], la idea era sanarla […] ¿Por qué bordarlas? Bordar y tejer son actos de amor, de cuidado. Es una ceremonia para dar abrigo, sanar. Es establecer un diálogo con la imagen para liberar lo que quedó encerrada en ellas, para revelar lo que ocultó la toma. Bordar una foto transforma la imagen, pero también al que borda (Hache, Bordar el genocidio par. 5).
Es lo que se efectúa de la manera más sensible con la hermosa intervención sobre la foto del cacique Foyel[15], quien había sido obligado a posar desnudo en su cautiverio:
El cuerpo desnudo del cacique Foyel, expresión vana de la completa desposesión a la que estaba siendo sometido su pueblo (Nahuelpán Moreno 2012), es aquí literalmente abrigado con el tejido continuo de un chaleco que le cubre íntegramente el torso, en un montaje utópico de materias heterogéneas que aspira a una proyección alquímica, en tanto no renuncia a la transmutación de la cosa-imagen a la calidez literal sobre el cuerpo del cacique: «El proceso es químico, pero también alquímico. Se trata de devolver a la luz lo que fue hecho en la oscuridad del genocidio» (Hache, Alquimia párr. 14). Se trata de producir, sensiblemente, desde la materialidad sensitiva de la lana sobre su cuerpo, el amparo, el cuidado del otro. Y se trata, también, en la exposición del trabajo del montaje (Fig. 6, der.), de volver sensible (Didi-Huberman, 2014b) la extrema desnudez a la que lo expone la vanidad colonial, mostrando, haciendo aparecer el hueco, el vacío -y el frío- extremo que reverbera en la imagen científico-policial, sin la intervención del tejido, del abrigo comunitario.
La representación de una mujer mapuche de la cual no conocemos el nombre (Fig. 8) nos muestra, asimismo, la potencia restitutiva que tiene la intervención de #InakayalVuelve. La modalidad de la fotografía antropométrica colonial que constituye la base sobre la cual se inscribe la performance (Fig. 7 izq. y der.), es dislocada por esta a través de la colorización de la imagen de la mujer y de sus atavíos, y, de la intervención a través del bordado de una especie de corona elaborada por un delicado encaje de ñandutí (guaraní) bordado en hilo de color claro y que, de manera metonímica, así ubicada en la cima de su cuerpo, resignifica la entera comprensión de la figura de esta anónima mujer, ahora asociada con una especial dignidad espiritual y trascendente (como ocurre en distintas culturas con el símbolo de la corona).
Fig. 7. Mujer de las tribus de Inakayal y Foyel. Fuente: Vignati, Lámina XXIII.
Fig. 8. Mujer de las tribus de Inakayal y Foyel. Sebastián Hache, proyecto #InakayalVuelve.
«Estoy despierto: trepelen. Añoro tu color: duamnien tami adentungen. Tu presencia se confirma en nosotros: eymi tami mülepan pwefaluwkey inchiñ mew. Reposa: ürkütunge may. […] Elegí bordar Trepelen, estoy despierto. La traducción es exquisita porque el significado -como siempre pasa con la lengua Mapuche- es mucho más profundo que en el español. […] La bordé sobre la frazada de una mujer cuyo nombre no conozco. Sobre su cabeza, como una flor, apliqué un dechado de ñandutí. Lo hizo Gilda, una tejedora que conocí en las afueras de Itauguá, Paraguay. Hay algo en sus miradas que las emparenta, que las une» (Hache, La larga marcha párr. 19-21).
Sebastián Hache probablemente quiso recordar en este bordado y en esta mujer a la joven aché Damiana, sobre cuyas imágenes desnudas también bordó.
El 11 junio de 2010, luego de más de cien años desde su muerte en el Hospital Psiquiátrico Melchor Romero, la primera parte de los restos de Damiana fueron entregados por el Museo de Ciencias Naturales de la Plata a su comunidad en el pueblo de Ipetīmí en Paraguay, quienes le otorgaron un nuevo nombre: Kryygi; luego les serían entregadas su cabeza, lengua y cabellos, que se mantuvieron por más de cien años en poder del hospital Charité de Berlín (Bernabé, 2020: 165).
Ante la completa desposesión de que fueron objeto los y las sujetos indígenas en esta Segunda Conquista del Abya Yala, las y los artistas que trabajan recogiendo y rediscutiendo el archivo activan las heterogéneas formas de la restitución[16] memorialística, propiciando el aparecer imaginal de estos pueblos, como un recurso utópico que aspira a reabrir el tiempo histórico a la empatía y al reconocimiento sensible de las existencias negadas por la vanidad predadora colonial.
Fig. 9. Paredes de Santiago de Chile, noviembre, 2019.
Al centro: imagen de Camilo Catrillanca Marín (1994-2018), asesinado por la espalda en su comunidad
de Temucuicui, Wallmapu, 14 de noviembre de 2018. Alejandra Bottinelli.
* * *
__________________________________ Notas
[1] El pueblo aché (Esp. persona), pertenece a las selvas subtropicales del actual Paraguay oriental. la lengua aché pertenece a la familia lingüística Tupí-Guaraní. Se conocen varios grupos de aché con características culturales y dialectales específicas. Los aché fueron sometidos al despojo de sus tierras al igual que otros pueblos del Paraguay sobre todo desde la década de 1870, después de la Guerra de la Triple Alianza. En el siglo XX, La dictadura de Alfredo Stroessner efectúa una feroz represión contra este pueblo, que sufre del asesinato y captura y esclavización de sus niñas y niños. Cf. Alejandro Parellada y María de Lourdes Beldi de Alcántara (eds.), Los Aché del Paraguay: discusión de un Genocidio. Grupo Internacional de Trabajo sobre los Indígenas-IWGIA, 2008.
[2] «Nacido el 9 de noviembre de 1872 en Radonitz, Posen, Robert Lehmann-Nitsche estudió ciencias naturales, antropología y medicina en Munich y Hamburgo. A los veinticinco años, en 1897, asumió la dirección del departamento de antropología del Museo de la Plata». http://www.zeitenblicke.de/2008/2/projektskizze
[3] Centenares de restos de indígenas estuvieron hasta 2006 expuestos al público en las vitrinas del Museo argentino.
[4] Lehmann-Nitsche, Robert. Indigene Gruppen in Südargentinien: Alakaluf/Alacaluf (Kawesqar). Punta Arenas [u.a.]: Ibero-Amerikanisches Institut - Preußischer Kulturbesitz, 1902.
[5] A pesar de que Lehmann-Nitsche se pronunció en defensa de los indígenas, contra el etnocidio cometido por el estado argentino y en favor de su derecho a territorio, como bien explica Malvestitti, al mismo tiempo caracterizó a los indígenas «como “residuos compactos de población autóctona” (1915), “restos”»
(1927b) (Malvestitti, 2012: 50).
[7] O gente de los carrizales o cañaverales, en la nominación mapuche. El discurso europeizado los bautizó ranqueles o pampas.
[8] Los europeos y criollos denominaron País de las Manzanas o Manzaneros a este espacio ubicado en Río Negro, Neuquén y Chubut.
[9] Agradezco especialmente a Pehuén Editores, a través de su director Sebastián Barros, por la ayuda brindada para la obtención de algunas de las imágenes incluidas en este ensayo. Su generosidad es nota de una vocación de descolonización de los archivos que está, enhorabuena, cada vez más presente en el Cono Sur.
[10] «En la época los encuadres se realizaban a partir de los acercamientos y alejamientos de la cámara, para retratos de busto o rostro, se requería acercar la cámara a una distancia de un metro» (Carreño, 2001).
[11] Jorge Luis Borges, La muralla y los libros (1950).
[12] «[…] producir lo expuesto-sujeto. Pro-ducirlo: conducirlo hacia adelante, sacarlo afuera», dice Jean-Luc Nancy (2012: 16). He trabajado más detalladamente sobre esta fotografía en «Miradas mapuche: dislocaciones de la experiencia en la imagen fotográfica a comienzos del siglo XX» (2021).
[13]Antonio Modesto Inakayal fue un cacique Gününa Küne–tehuelche- que nació en Tecka, Chubut, ca. 1829-1833. Inakayal, junto con Foyel y un número estimado de tres mil indígenas, fueron derrotados el 18 octubre de 1884 después de resistir por más de tres años. Ellos, su familia y sus compañeros fueron tomados prisioneros y trasladados luego a la prisión militar Tigre, en la Isla Martín García. Transcurrido más de un año y medio, Francisco P. Moreno, que antaño había sido bien tratado por los indígenas en sus viajes al sur, consiguió trasladarlos al Museo nacional de la Plata. En el museo, fueron ubicados en una habitación del subsuelo, donde eran encerrados durante la noche y obligados a trabajar en el día. Según la información oficial, Inakayal falleció por causas desconocidas el 24 de septiembre de 1888. Su cuerpo fue desmembrado y descarnado y luego fue exhibido al público del museo hasta los años ‘40.
[14] «#InakayalVuelve es una investigación performática, el tendido de una red, una experiencia transmedia de no ficción», señala su director, Sebastián Hacher, quien, junto a Revista Anfibia y al Espacio de Articulación Mapuche y Construcción Política, dan así continuidad al proyecto «#Restitución», una muestra realizada en colaboración con Mariana Corral ( http://inakayal.revistaanfibia.com/index.php/2018/10/03/restitucion/ )
[15] Se dice que el cacique Foyel extendía sus dominios al sur del Lago Nahuel Huapi. Fue tomado prisionero junto con Inakayal pero logró salir del Museo de La Plata y no se conoce el paradero de su muerte. Su hija Margarita, sin embargo, muere en cautiverio el 23 de septiembre de 1887, el mismo mes en el que también murieron la mujer de Inakayal, Tafa, una indígena fueguina y una niña que no se ha podido identificar.
[16] Como bien explica Mónica Bernabé, «Restitución es una palabra clave en Argentina. La idea de restitución está asociada a la búsqueda de los niños nacidos en cautiverio y robados a sus padres durante la última Dictadura Militar. También a la reconstrucción de sus identidades profanadas, borradas o destruidas como parte de la ejecución de un plan siniestro programado en las entrañas mismas del Estado» (2020: 163).
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Referencias
Alvarado, Margarita, Mege, Pedro y Christian Báez, Mapuche. Fotografías siglos XIX y XX: Construcción y montaje de un imaginario, Santiago, Pehuén Editores, 2001.
Antileo Baeza, Enrique et al., “Awükan Ka Kuxankan zugu Kiñeke Rakizuam”, en Awükan Ka Kuxankan zugu Wajmapu Mew. Violencias coloniales en Wajmapu, Temuco, Ediciones Comunidad de Historia Mapuche, 2015, pp. 9-20.
Augusta, Fray Félix José de, Lecturas araucanas (Narraciones, costumbres, cuentos, canciones etc.), Valdivia, Imprenta de la Prefectura Apostólica, 1910.
Bernabé, Mónica. “Restituciones: Formas de la narrativa documental”, Revista Landa, Vol.8 N°2 (2020), pp.163-183.
Bottinelli Wolleter, Alejandra,“Miradas mapuche: dislocaciones de la experiencia en la imagen fotográfica a comienzos del siglo XX”, en Cora Requena Hidalgo · Alejandra Bottinelli Wolleter (eds.), en Dislocaciones de la modernidad iberoamericana: Escrituras de los márgenes en el primer tercio del siglo XX, Berlín: Peter Lang, 2021, pp. 25-50.
Carreño González, Gastón, “Metales y alquimia. La técnica fotográfica en la construcción de la imagen mapuche”, En Alvarado M., Mege P. y Báez C. (eds.), Mapuche. Fotografías siglos XIX y XX. Construcción y Montaje de un Imaginario, Santiago: Pehuén Editores, 2001, p. 63.
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Aparecer indígena:
Resistencias, restitución y montaje utópico
Por Alejandra Bottinelli Wolleter
Publicado en Uzak, revista italiana de cultura cinematográfica
año XI, N°40, verano / otoño 2021