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LIBROS DE CHILE

Por Alfredo BRYCE ECHENIQUE
Publicado en ABC, Madrid, 9 de febrero de 1996


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Uno añora los años de aquellas grandes editoriales —creadas en varios casos por exilados españoles— que, desde países como México, Argentina o Chile, abastecían con creces y gran calidad la demanda de libros, no sólo de otros países de América Latina y el Caribe, sino de la misma España. Hoy las cosas suceden de una manera muy distinta, según pude comprobar a mi paso por Chile, México y Venezuela, tres países en los que hay una envidiable producción literaria que, desgraciadamente, suele quedarse encerrada en las fronteras nacionales. Lo mismo digo, por supuesto, de mi país, Perú, ya que vivo en permanente intercambio de libros, Madrid-Lima, con amigos, y vaya que si por allá también se cuece excelente literatura, no ya sólo posterior al «boom», sino ya posterior al «posboom», incluso.

El caso chileno es el más curioso y lamentable que conocí, ya que cuatro de las cinco excelentes novelas que me traje de mis dos viajes a Santiago, en 1992 y 1994, han sido editadas en Chile o Argentina por una importantísima editorial española que, mediante un añadido del tipo «Cruz del Sur», muy lejano de lo que uno hubiera imaginado y deseado (que ésta fuera una manera de editar, de acuerdo a los precios regionales, libros de españoles, latinoamericanos y caribeños), lo que va logrando es relegar a una suerte de helado destino polar a autores y libros que cualquiera agradecería descubrir en todos los países que hablan nuestra lengua.

Novelas como las de Arturo Fontaine, Carlos Cerda y Gonzalo Contreras —y cuántas más que no conoceré— llevaban entre cuatro y siete ediciones en aquella editorial española con el estigmatico añadidito tipo «Cruz del Sur», en 1994. Y empleo la palabra «estigmático» porque los libros de estos tres autores han sido publicados con «Derechos exclusivos de edición en castellano reservados para todo el mundo», lo cual, me consta, resulta totalmente paradójico, pues esos libros no se publican en ningún otro país de habla castellana. Por dos razones: 1) Porque están atados a una editorial que no los publica en ninguna otra parte. 2) Porque esta misma empresa se niega a desatar esos libros cuando otro editor se interesa por ellos. En fin, como si el siempre añorado Manuel Puig hubiese dicho, acerca de esas novelas: «Maldición eterna a quien lea estas páginas».

Arrojo las armas y retorno a mi despacho con la muy egoísta satisfacción de haber leído cinco libros que en muchísimos países de lengua castellana nadie podría encontrar Y repaso ahora esas lecturas en estricto orden cronológico, «Santiago Cero», de Carlos Franz,(pdf) es una novela íntima, sentimental, apenas sugerida mediante una escritura tan elíptica que, por momentos, dobla su parca y meticulosa riqueza con un fascinante aire de misterio. Los personajes nocturnos de este libro viven desgarrados entre el miedo y el amor, entre la admiración y lo que uno teme que se convierta de golpe en ilusiones perdidas o, cuando menos, en reconocimientos tardíos. Todo parece reducirse a una suerte de sugerencia en este libro duro y enternecedor, a un tiempo. Sin embargo, uno avanza en el goce de su lectura y siente, cada vez más, que todo lo que pasa «apenas» o «a oscuras» en esta breve novela, se convierte de pronto en una piel decible y adquiere la precisa y formidable dimensión de su real intensidad.

Como las cuatro novelas a las que me referiré enseguida —transcurra o no la acción en el país y se haga o no mención directa a ella—, «Santiago Cero» es un libro fuertemente marcado por la historia reciente de Chile. «La ciudad anterior», de Gonzalo Contreras, es la novela de más éxito que se ha publicado en Chile en mucho tiempo. Se hablaba de ella en 1992 y se seguía hablando de ella en mi visita de 1994. En fin, que había oído hablar tanto y tan bien de ella, y tanta amistad me unía a su autor, que tuve mucho miedo el día en que finalmente pude leerla.

Diablos. Aquello que dice la contraportada y que tanto riesgo implica, aquello de «"thriller" filosófico de eficacia plena», resulta una descripción tan precisa de los alcances de este libro que fácilmente podría pertenecer a quien mucho supo de ello, el maestro Juan Carlos Onetti. Novela de un mundo sin fe, de una lenta y paciente desesperanza que, poco a poco, se va transformando en universo cerrado, absurdo, en callejón sin salida de la desesperación. Los personajes secundarios pesan sobre un hombre derrotado de antemano, porque por todas partes le hacen ver y sentir que «ya estuvo ahí», que su experiencia, como la estúpida ciudad-situación a la que llega, la vivió alguna vez en «La ciudad anterior». Mientras leía esta novela pensé en Onetti y en «Un bel morir», de Alvaro Mutis. Pero la verdad es que ahora sólo recuerdo haber leído la primera novela de Gonzalo Contreras. Lo demás, digamos, era literatura o deformación profesional.

El bárbaro de Arturo Fontaine arrancó con balzaciano vigor y ambición y llegó a la meta enterito. Tal vez sea ésta la mejor manera de expresar el asombro con que leí, sin perder jamás piso, «Oír su voz», una novela que destornilla hasta la última tuerca de un intrincado fresco social, el de Chile actual, entremezclando la vida y milagros y fracasos de unos cuantos triunfadores que serán perdedores, y viceversa, claro, con amores sinceros y ambiciones que matan y pasados que perjudican presentes que, a menudo, devuelven al pasado. Lo individual y lo colectivo se funden en este fresco devastador de una sociedad muy actual que, por momentos, recuerda al mundo que nos retrató Orson Welles en «La dama de Shangai».

Todavía le agradezco a Carlos Cerda que se me acercara una mañana, en la Pontificia Universidad Católica de Chile, para entregarme una de las más hermosas y dolorosas novelas sobre el exilio que he leído en mucho tiempo, «Morir en Berlín». Creo, la verdad, que no se ha escrito una ficción más dura sobre este tema. O es que, durante las semanas que siguen a sú lectura (son las que estoy viviendo), «Morir en Berlín» hace que suframos de una total amnesia en lo que se refiere a novelas que tratan el tema del exilio. Las últimas 80 páginas de este libro alcanzan una rara, una extraña e intensa maestría, por no decir sencillamente que son magistrales.

La cita que he escogido no pertenece, sin embargo, a esas últimas 80 páginas. Su pertinencia, para mí, se debe a que en estas líneas se describe el mundo entre el que se mueven, hasta su extravío final, los personajes de aquel Berlín aún con muro y con dos estaciones de tren, la «capitalista» y la «comunista», a cada lado de ese muro: «Algo extraño hermanaba ambas estaciones. Algo sórdido. Friedrichstrasse era limpia, pulcra en su pobreza, pero amenazante y brutal; en lo alto, la guardia vigilaba desde el mirador, haciendo ladrar de tanto en tanto a sus perros ferozmente adiestrados. El Zoo, en cambio, era abierta y patética, el lugar elegido por los miserables porque ahí a nadie le importaba esa miseria. Aquí soldados, allá desechos; aquí perros guardianes, allá botellas vacías y jeringas tiradas en los rincones. En Friedrichstrasse se hacía visible la miseria de un poder absoluto sobre la gente; en el Zoo, la de gente absolutamente abandonada por el poder». ¿A qué esto, también, suena o, mejor dicho, «nos» suena a «ciudad anterior», a algo bastante familiar en el mundo ya sin «ese» muro en que vivimos?

El exilio lleva por caminos literarios muy distintos a José Rodríguez Elizondo, en «Por no matar al General». Lima y Madrid son los polos en que se mueve esta novela chilena cuyo referente más puro y duro es el fin de las utopías para aquellos que, de una manera u otra, vivieron en el nebuloso límite de lo que es vivir «de» algo y vivir «para» algo. Novela basada en la experiencia directa de quien ha ejercido el periodísmo, gustosa y forzosamente, en muy distintos países. «Por no matar al General» puede resultar por momentos imbrincada y caótica, pero en ningún momento deja de entretener y, muy a menudo, de dar que pensar. El mundo de la Prensa, entre otros, se abre desde adentro para nosotros, trátese de Prensa política o de revistas del corazón, nunca mejor «explicadas» que en este libro, dicho sea de paso. Y una conclusión: He aquí la novela de un periodista que le hubiera gustado escribir a cualquier novelista.

En fin, es posible que quien haya leído esta crónica nunca logre acceder a las novelas que he mencionado, ya que casi todas son víctimas del signo fatal de «La Cruz del Sur», como la madame Ivonne del tango que inmortalizó Gardel. Todos salimos perdiendo, de una forma u otra, como también salen perdiendo aquellos escritores que han llegado al convencimiento de que ya no hay nada que hacer.

Me explico. Que a un escritor le claven el sambenito de ser local o de llevar una cruz del sur se entiende, cuando el vil metal de una empresa editorial está de por medio, pero siempre resultará tan ridículo y peligroso como aquel colega de una Universidad parisina que me decía, hace un buen par de décadas, que Borges no era un escritor latinoamericano sino francés, y de tercera, por haber nacido en Argentina, ya que en sus libros no hacía calor de trópico ni había indios ni terremotos ni iracundos volcanes ni revoluciones cubanas ni...

Ahora bien, que un escritor llegue a resignarse a que lo sambeniteen y crucifiquen tan sureñamente ya sí que es cosa grave. Y ni se entiende ni se explica ni se justifica ni nada. Y por ello merece capítulo aparte. Por ello y porque fue precisamente en la próxima etapa de mi viaje, en Guadalajara, México, donde un escritor extraordinario cuyo nombre no revelaré, me dijo que no, que no pensaba que su más reciente libro merecía ser publicado en una muy prestigiosa editorial española.

—Ni modo, mano. Es un tema demasiado local, o sea que mejor dejamos las cosas del tamaño que ya tienen.

—Bien chiquititas, sí— le dije yo, disimulando muy mal mi rabia y mi pena.


 

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