Hipertiroidismo y diabetes en el último poemario de Antonio Cisneros
Pedro Granados
Diario de un diabético hospitalizado [Lima: Colección Underwood de los EE. GG. Letras de la PUC del Perú, 2010] reúne tres poemas, titulados “Requiem Jubiloso por el Teatro Municipal Incendiado”, “Toros” y “Diario de un diabético hospitalizado”. En ellos, el autor elabora reflexiones sobre el arte y la muerte vistos entre el silencio y la rutina de distintos espacios: la música presente en el Teatro Municipal incendiado, un paseo a través de una corrida de toros en la plaza de Acho y, finalmente, los diarios de un cansado diabético, hospitalizado en el mismo lugar en donde su padre falleció hace poco" (Tomado de .edu)
Efectivamente, dos elegías (escritas por encargo en 1999) y propiamente un escueto diario (publicado en El Espectador de Bogotá en 1995) donde para variar, Antonio Cisneros, hace gala de su inquebrantable fe en el lenguaje --jamás lo pone en crisis o duda de él--; no por esto, conjunto menos agradablemente decorativo y resonante: plagado de citas u oportunos homenajes. Diestro, además, para la construcción o “edición” de sus poemas; "Diario de un diabético hospitalizado” (ya no de un poeta recién casado), la tercera parte de esta breve colección y donde nos detendremos también escuetamente, no es una excepción.
El texto lo constituyen 10 viñetas o apartados breves que tocan, entretejidos y más bien de modo opaco, algunos tópicos clásicos: la celebración del vino (en este caso de la cerveza), el denuesto a los médicos, la elegía al padre… pero también, desperdigado entre sus páginas y siempre de modo sutil, mucha Ars poética: el arte o la naturaleza de la poesía. En este último sentido, son ilustrativos los siguientes explícitos enunciados: “El diabético, como el poeta, nace, no se hace” o aquellos pasajes donde la “ilustrada juventud” es más bien de aventura y supuesto culto de la vida que de los libros “intocados en el fondo del viejo maletín”. Explícitos estos, decimos, porque hay también algunos, acaso los enunciados metapoéticos más importantes, en clave discreta o docta. Nos referimos, por ejemplo, a los ventilados en el fragmento 3:
Los dolientes de hipertiroides jamás reposan. Su
apetito es monstruoso, igual que su erotismo.
Tienen los ojos desorbitados como el fondo de
las botellas de cerveza o un par de huevos fritos.
Padecen de calores y en un rapto de furia son capaces
de estrellar a sus críos contra cualquier pared.
Entonces los internan y los atiborran de yodo
radiactivo para calmarlos. Pertenecen, igual
que los enfermos de diabetes, al Pabellón de
Endocrinología. Una vez sosegados, requeridos tal
vez por su mala conciencia, son personas amables y
muy caritativas. Sin embargo los diabéticos, huraños
por temperamento y vocación, prefieren evitarlos.
Hay una joven, víctima del mal, que se la pasa
moviendo la cabeza, enloquecida, dando vueltas
y vueltas, ataviada con un polo raído de Inca Kola
a modo de batín. A nadie se le oculta que carece
de prendas interiores.
Por lo tanto, hipertiroidismo y diabetes, aunque perteneciendo al mismo campo semántico de la “Endocrinología” y de la poesía (tal como Apolo es médico y poeta) serían --según el locutor-- paralelamente muy distintos. Por contraste, a pesar de ser ambos “dolientes” o “enfermos”, en lo fundamental los unos serían lascivos y furiosos; mientras, ergo, los otros castos y tranquilos. Los unos sociales o comunitarios, mientras los otros “huraños por temperamento y vocación”. Y, no sólo esto, los primeros --frente a los segundos-- carentes de “prendas interiores”; es decir, de valores estables o principios últimos. Incluso aquello de “doliente” (¿exhibicionista, trastornado, patético?) resulta muy significativo en relación al justificante rótulo de “enfermo” (en última instancia, calmo o resignado, ante el destino o providencia). En fin, llevado todo esto al campo del estilo, acaso comprendemos mejor ahora la conocida antipatía del diabético Antonio Cisneros por la tirotoxicosis de César Vallejo. Así como su gesto radicalmente conservador, ya no sólo ante el lenguaje, sino ante el mundo y la historia de este mismo mundo. Católico reconvertido (El libro de Dios y de los húngaros), diríamos más bien reacomodado --luego de los desplantes izquierdistas de algunos de sus primeros libros-- a un horizonte individualista y burgués. Cisneros es el más nerudiano, y no sólo por narcisismo y megalomanía, entre los poetas peruanos. También, ya que la poesía le nace, el menos identificado entre nosotros con una labor de rigor o de compromiso con la educación, la traducción o el estudio… todo debe suceder pues, y necesariamente, como por arte de magia. Es más, diríamos que en tanto poeta diabético, Cisneros asume aquí las preocupaciones propias de un Platón frente a su República; expurga o expulsa todo aquello que no encaje en un ideal decurso tranquilo entre buenas gentes, en una anhelada racionalidad y simetría social… y estética.
Contemporáneo de Luis Hernández Camarero y Javier Heraud, sin duda mucho más talentosos que él y definitivamente hipertiródicos por excesivos (en su autismo lúdico, Lucho; en su fervor revolucionario, Javier), la obra de Antonio Cisneros va quedando como el testimonio vital de un poeta oportunista (a la larga quizá por esto mismo característicamente peruano y latinoamericano). Sapiente y, más bien, de cuyos libros en realidad jamás dejó de rodearse y ojear. Celebramos también en él siempre su ironía; acaso sólo superada en la poesía reciente del Perú por José Watanabe, cuando éste habla enganchado a la sabiduría y decir de su natal Laredo. ¿Qué pasará con Antonio Cisneros en el inmediato futuro? Pues no dudamos que seguirá editándosele, al poeta, y al ciudadano otorgándosele mayores reconocimientos y jugosos premios. No en vano los Cisneros parecerían no solamente constituir, sino ser casi sinónimo o haber cimentado la mismísima institución literaria peruana (Luis Fernán, Luis Benjamín, Luis Jaime… Renato); tanto, y no menos solidarias entre sí, como el diario El Comercio y, de modo merecido y característico también, la propia Pontificia Universidad Católica del Perú. Hasta que, y acaso sin previo aviso, la tiroides lo consienta.