Domesticación de la escritura
Animales domésticos, Alejandra Costamagna.
Random House Mondadori, 2011, 143 pp.
Por Gabriel Nicolás
Revista Grifo, Nº 22, Septiembre 2011
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Abre La salvaja, escondido en una esquina, un texto de la mexicana Carmen Boullasa –“a la salvaja no le corresponde identidad alguna ni sabe lo que es la fidelidad. Todo en ella se desborda”–; palabras para componer el escenario escogido por Alejandra Costamagna (1970): el sujeto castrado, animal, en tanto su olvido e irrevocabilidad, y doméstico, dada la vigilia como estado que migra entre relatos. Este dar cuenta de la domesticación, o experimentar con la continuidad de la inmóvil catástrofe íntima que se desarrolla en escrituras previas de Costamagna, cruza las fronteras del relato: se domestica la escritura para, quizá, enjaular personajes adormecidos en textos que no guardan fuga; sujetos en un propio “invierno que suspendiera el pulso, el apetito, la sangre común”.
Esta última cita, originaria de "Hambre", el quinto de los once cuentos que componen Animales Domésticos, muestra cómo lo centrífugo, desde la curiosidad a la pérdida, falla en agrietar la habitación escritural. Sin embargo, en “A las cuatro, a las cinco, a las seis”, la inercia toma un giro: un gato no castrado introduce la infección, condenándosele a una mutilación. Los dueños verán que sus vidas no resultaron ser ni tan cívicas ni tan animales, cubiertas por un manto cómodo de intimidad.
La mutilación proporcionaría el ingreso del desborde, la posibilidad de los personajes de fugarse en un devenir salvaje a través de una revelación fuera de lógica que permita un albedrío ante la posible coyuntura. Sin embargo, es la propia continuidad de los personajes lo que los silencia: Costamagna continúa aferrada a la contención. Quizá nos esté revelando que la domesticación yace en lo más básico del cohabitar entre un espacio y el deseo: escritura y castración. El texto logra articular la domesticación de sujetos que parecen ser mascotas de sus propias vidas, lo cual, noto, ha contagiado a la vez la forma de contar; lo pulcro de la estructura no permite ser parte de aquella mutilación, a veces histeria, para ir tejiendo fisuras; al contrario, la fuga yace escondida, la escritura se expande hacia adentro.
En Animales Domésticos habita una escritura que dentro y fuera de sí misma dialoga con la afección de la lejanía, instinto marchito, en el decaer de los personajes, en la pulcritud de la narración. Relatos útiles, sin lugar a dudas, para pensar, por oposición, en la necesidad de una escritura salvaje, inesperada, que escape de la domesticidad en lo inaprensible; pienso en capturas fugaces, lecturas escurridizas. Acá la autora busca domesticidad humana, cotidiana mínima y estática ruidosa. Estamos comprometidos por presencia al relato de voces que no saben ir en búsqueda de otra vida, ya que tal vez vivir ha dejado de tener relevancia, o puede ser que seamos testigos de una escritura que ya ha sido domesticada para servirle al acontecer del desencanto, y resulta ser esta –la escritura– quien no encuentra la forma de ser salvaja y desbordarse para renegar de la afección que la mantiene prisionera. La imposibilidad de abandonar los territorios, yacer en el recuerdo de un deseo estancado, podría ser –por qué no– una nueva estrategia en Costamagna al tensionar dicho estado, lo cual resultaría efectivo si en las siguientes lecturas la escritura se revelase víctima de la elocuencia en su inquebrantable agotamiento productivo.