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Stella y Giaconi

Por Alejandra Costamagna
The Clinic del 28 de junio.




Remitente: Prensa Sech. El mail del 15 de junio de 2006 decía: "Les informamos a ustedes que hoy a las 15:00 horas se realizará un homenaje a la recientemente fallecida poeta Stella Díaz Varín, por parte de sus amigos, cercanos y escritores". Remitente: Prensa Sech. El mail del 22 de junio de 2007 dice: "Comunicamos que hace unos momentos ha fallecido el brillante poeta y emblemático escritor de la generación del cincuenta, autor de los cuentos de La difícil juventud, Claudio Giaconi. Daremos más información durante las próximas horas".

Stella Diaz Varín (1926-2006) y Claudio Giaconi (1927-2007): dos ex sobrevivientes de una misma prole. Por poco los últimos. Estiraron la cuerda y recién al final la soltaron. Pasaron más de veinte años sin publicar. "He escrito mucho, pero no he publicado. Es que para mí publicar no es la meta, ¿sabes? La meta es escribir. El día que no escriba unas cinco líneas me voy a sentir muy desgraciada", dijo Stella tres años atrás. "Me da lata publicar. En eso soy atípico. Nunca he padecido de ansiedad publicante, otro síntoma que amedrenta a los escritores chilenos. Tienen unas cuantas páginas escritas y se crucifican en la imprenta", dijo Claudio en la misma fecha.

No se veían entre ellos, pero sabían que andaban por ahí, hablando de los años cincuenta, los sesenta, los brevemente dorados y luego amargos setenta, los ochenta y la ligera extrañeza de los noventa; revisando los mismos escenarios, dejando miles de cintas grabadas para tesistas y ensayistas avispados. Anunciando libros y vueltas. Hablando hasta por los codos, echando humo en algún bar de Plaza Italia, Ñuñoa o Lastarria. No figurando, sin embargo.

Tenían voz de tabaqueros, miradas curtidas, ánimo de noctámbulos y las facciones como dibujadas. No les venían con cuentos. Se fueron a los 79. No iban a pasar los 80 ellos, que habían pasado la Villa Olímpica, Pinochet, Nueva York, el cambio de siglo, el ninguneo, los tumores, las tuberculosis, el cigarrillo, el pernil, la difícil juventud, los dones previsibles.

Cargaban sus mitos propios. "La colorina brava" le había pegado un combo a Lafourcade y había sido la musa de Jodorowsky. "El hombre invisible" había sido agente de la CIA en Nueva York y más tarde era sepultado con honores en la Unión Soviética. Se reían de sus mitos, les sacaban el jugo calladitos (puede que los alimentaran, incluso). La colorina brava y el hombre invisible se dejaban ver y luego desaparecían: agarraban cualquier vuelo. Habían nacido en agosto, con un año de diferencia.

Publicaron dos o tres libros y escribieron toda la vida. Se convirtieron, sin querer, en autores de culto. No renegaron de nada. Murieron con manuscritos vírgenes. "Yo no soy una vieja nostálgica. Simplemente me acuerdo. El tiempo para mí es una cosa reversible. En este momento, con mi carraspera y todos mis achaques, me siento de veinte años", dijo Stella tres años antes de morir. "Me siento bastante más entero que hace cincuenta años", dijo Claudio tres años y unos meses antes de acompañarla.

"¿Te has fijado en esas viejas que dicen pasé agosto, pasé agosto y después las muy tontas se mueren en octubre?", se rió Stella Díaz Varín en marzo. "Veo la muerte totalmente impávido", zanjó Claudio Giaconi en abril.

Y se fueron en junio, con un año de diferencia.


 

 

 

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