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La materia que cede: presentación de lenta, de Alexia Caratazos

Por Julieta Marchant

Los poemas de lenta son domingos. Domingos en los que el tiempo transcurre lento, días que semejan pausas y, en medio, una voz que se desplaza acuosa –y que a veces incluso se sitúa bajo el agua: ahogada, develando su asfixia. Una voz que rememora y trae a sí misma imágenes de la infancia, del cuerpo y del amor. “Vago, ando, vago, yerro por el lugar de las disociaciones. Apresar un hecho, un rostro. Todo es más rápido que mi pluma”, escribe Alejandra Pizarnik en sus Diarios. Una sensación similar nos provoca lenta: el tiempo es voraz y la hablante, desde su gesto de autoadjetivización, se mantendrá en un espacio suspendido que atraviesa el acto escritural. Una lentitud que provoca una obstinación: la resistencia del cuerpo.

A lo largo de los poemas, el escenario va redefiniéndose hasta que nos lleva al lugar de la cama: “las sábanas tosidas mojadas deshechas domingas” (18). La cama y un domingo, el letargo y la modorra, el descanso y la interrupción (parafraseando el poema que titula el libro), configuran la atmósfera de esta escritura. Y, en el centro del letargo, el cuerpo. En lenta,el afuera y el adentro se delimitan por la propia piel. Y esta frontera parece infranqueable, se resiste a todo afuera que podría atravesarla: “el espanto de ser tibia por dentro afuera estatua dura huesos grises laberinto cerrado sin cara sin mueca (…) cuerpo cicatriz persiana estática llena de polvo dedos rocío café pieza subterránea sin ventana ni puerta ni agujero por dónde” (7). El cuerpo sellado: su clausura implica la tibieza interna, un adentro cálido en el cual la hablante se sumerge y, a la vez, la piel en cuanto límite se constituye como una línea dura sin ventana ni puerta ni agujero por dónde, como intentado salvarse y protegerse de un tiempo que no es lento, de un afuera que la violenta frente al cual la materia se endurece: “no se puede entrar más adentro porque está todo duro duro todo de piedra” (11). Seco el cuerpo, conformando una cicatriz, una habitación clausurada, accesible sólo para lo propio, donde la humedad –que implica apertura–, se vuelve un peligro: “le temo a lo húmedo y por eso no me riego me escondo” (13).

El cierre del cuerpo evoca la imagen del imbunche, de una materia cosida, con sus orificios obstruidos, la hipérbole del cuerpo encerrado en sí mismo: “hablo de mi boca como se habla de un molusco blando varado (…) y mientras la digo me la voy cosiendo con hilos gruesos con lana dura y seca” (9). La boca –simbolizando a la palabra y al habla– fracasa al nombrarse a sí misma porque, al hacerlo, acontece su propia clausura. Lejos de la obstrucción de los orificios que los brujos ejecutaban en el cuerpo del sujeto que transformarían en imbunche, esta hablante se autoclausura. Una nueva resistencia. La boca cosida y el cuerpo de piedra, la voluntad de entrometerse sólo en sí misma y, sin embargo, el deseo que, a medida que avanza el libro, se agudiza cada vez más; el deseo de abrirse aunque eso suponga una rajadura: “esperando el gesto comerse el gesto la mueca que diga algo que descosa la boca que raje las piernas” (9). El deseo que traslada el poema, que ilumina el cuerpo y que va distendiendo su líneas haciéndolas curvas.

Oculta bajo las sábanas que ella misma ha cosido, que ha vuelto “domingas”, la cama es sugerida como un breve espacio que pretende apropiar, el lugar de la posible quietud, donde quizá el cuerpo se ablande al fin. Así, en el poema titulado “lenta”se deja entrever el único modo de apaciguar el conflicto entre la voz y el afuera. Y esto sucede cuando ese afuera se vuelve constitutivo, cuando existe un cruce: “fui lenta en el letargo la cama la modorra de una mañana (…) fuiste también lento adormecido en una pausa (…) todo lo transparente agitándose ahí mismo entre nosotros” (10). Hay un “entre” que media lo que separa los cuerpos, sin embargo, es un “entre” transparente, que permite el roce, el encuentro de lo propio con y en lo ajeno. Lo propio de la hablante ha sido su resistencia, su decisión de lentitud. Y ahora, ese que representa a la otredad es también lento y en él podría crearse un efecto especular o, incluso, de identificación: como la misma hablante, habita un tiempo que va a contrapelo con el afuera. Es en este cruce, donde la voz se destensa y la materia va cediendo: “el susurro mano abierta estómago blando” (18). La mano se abre, el estómago se ablanda, lo que era antes duro se muestra en su apertura y, ese deseo por la rajadura que podríamos entender como la ansiedad del contacto, se transforma en un despliegue lento de lo antes contraído. La posible violencia de la rajadura, deviene en la dulzura de un estómago en su distensión. El cuerpo, al fin, ha abandonado su condición de muralla, de cerco y tope que se desliza para que entre la alteridad.

Este encuentro podría interpretarse como una fisura, como el espacio donde algo se remueve e inquieta, donde algo sucede; y es choque también en la medida en que hay un chispazo que despierta a la voz para dejar de estar concernida por las ruinas que ve desde la cama, desde las sábanas “domingas”; ese encuentro implica un tránsito, un desplazamiento de lo propio que otorga, que se abre, desplazamiento que es posible vislumbrar en los últimos versos del libro: “calabozos / castigos en la piel / desecha roja quemada / burbujas suaves / al final” (18). El cuerpo que ha sido un muro castigador, encierro y asfixia, en su abrirse encuentra burbujas suaves al final. El espacio que la separa de la otredad, escueto y transparente, la ha dejado ver su tiempo en ese otro. Y tal indagación, a veces ansiosa, otras en medio de la modorra de un domingo, implica otras búsquedas: el recorrido aparentemente azaroso por espacios de la infancia –la búsqueda de un origen tal vez o del espacio de la ingenuidad– y el gesto por nombrar. Lanzada (o abandonada) en la cama, esta voz se instala en su propia historia, siendo el ojo, que se asoma por las sábanas, el que parece presenciar la memoria a su propio ritmo: en esta habitación –que es la habitación de la vida, de la experiencia y el recuerdo– yacen las ruinas, lo que ha sobrevivido al tiempo y, también, los objetos que ella ve en su mutismo y que intenta nombrar. Un gesto por nombrar, que se sabe equívoco: “no sé decir el nombre de lo mudo de lo que no se deja tocar rozar” (13). Y ella misma, eje y centro de ese cuarto, tampoco se ha dejado rozar en su resistencia. El mutismo de las cosas que esconden su propio nombre, innombradas e innombrables, merodeadas por la palabra lenta y, a la vez, fragmentaria.

La importancia del fragmento, pues en esta escritura no parece palpitar el anhelo por lo consumado o por dar cuenta de la totalidad ni de la experiencia ni de enunciados duros que estrechen los caminos de la lectura. El verso no pone obstáculos, se deja en su música continuada, una palabra se abre a la siguiente desencadenando sus sentidos. Simula ser una voz que proviene del inconsciente, donde el orden ficcional que podría imponer la racionalidad está elidido. Además de la resistencia de ese cuerpo frente al ritmo de su afuera, acá pareciera haber una resistencia al orden que implica darle una razón a lo que se rememora (que, en algunos casos, son las imágenes de la infancia) y de lo que se contempla. Quizá desde ahí se justifica la palabra azar en el poema “lenta”. Cabe preguntarse qué movimiento es el que estamos presenciando: si del orden a la voluntad del desorden, o si la voz quiere quedarse en el fragmento y en el “azar” de su propia escritura. Sea cual sea, existe un deseo por nombrar, un camino que se traza y un momento en el cual las cosas parecen despojarse de su mutismo y se abren para mostrar su posibilidad en el lenguaje: “nos decimos los nombres y los nombres son todos los nombres” (10), momento que implica una luz que se apaga más adelante cuando se afirma que “los nombres son la altura de ese lugar ajeno de piedra” (10). El nombre ya no adentro de las cosas que podrían fisurarse para liberar a la palabra, sino el nombre como altura, alcanzado y luego desplazado hacia arriba, ya imposible otra vez e, incluso, ajeno.

Si pensamos que toda escritura implica un orden o, al menos, una transformación y un trasvasije, la escritura de lenta deja entrever una propuesta que rechaza la racionalización de la experiencia como bloque o como cadena causal: encuentra su sentido en el fragmento, en ciertas luces que ella misma nombra como “azar”, en imágenes que se suceden y que se relacionan en su propio desorden, en un entramado que sugiere puro cruce, evitando incluso esta misma línea de búsqueda y encuentro que he trazado aquí. En esos pliegues y capas, como susurrando en el espacio privado de la cama, se sitúa una voz móvil en su lentitud, con su tono y su hondura; una voz que intenta acomodarse entre las ruinas y que, en el contacto con la otredad –en esa inmediación o vecindad–, aunque se enfrenta al peligro y al deseo de zurcirse y enmudecer, alcanza la plenitud de saberse también afuera, liberada, al final.

 

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Selección de poemas Alexia Caratazos
lenta (Santiago: cuadro de tiza ediciones, 2010)

 

CIERRE

tibia por dentro el vaho me sale de la boca empaño los vidrios ya no hay corazones dibujados sólo la ceniza del cuello estirado escuchar más allá en el carbón el reflejo del pez en la muralla apagada esqueleto mi sonrisa el abrigo que es la trenza pegada a la cabeza amarrada con pánico en la noche párpado aire azul que me sale por la nuca la nuca y la boca el vaho el espanto de ser tibia por dentro afuera estatua dura huesos grises laberinto cerrado sin cara sin mueca no hay llanto el agua no cae queda atrapada se hace carne caliente cuerpo cicatriz persiana estática llena de polvo dedos rocío café pieza subterránea sin ventana ni puerta ni agujero por dónde.

 

BOCA

tengo la boca triste como si se tratara de un pájaro muerto o del olor de los árboles cuando es la noche y de mis ojos salen perlas opacas medias muertas nácar marchitado y hablo de mi boca como se habla de un molusco blando varado en la orilla de la playa fría tan fría y mientras la digo me la voy cosiendo con hilos gruesos con lana dura y seca me muerdo la boca la como a pedazos mientras hago rodar la almendra pelada sin cáscara y salada por el estómago duro atento inclinado esperando el gesto comerse el gesto la mueca que diga algo que descosa la boca que raje las piernas.

 

LENTA

a M.A.

fui lenta en el letargo la cama la modorra de una mañana blanda una mañana donde tu nombre en mis piernas mi voz fuiste también lento adormecido en una pausa de gemas y girasoles blancos telas de espejo y cebolla todo lo transparente agitándose ahí mismo entre nosotros siendo otros siendo lenta música acordeón agua como tu voz que es lenta es transparente y lenta agua de estanque verdosa y quieta y nos miramos con los ojos tibios y nos decimos los nombres y los nombres son todos los nombres los nombres son el encaje los corazones dibujados la ropa chorreando la línea del tren los nombres son la altura de ese lugar ajeno de piedra y eco donde no se escucha cáscara de huevo postal en la muralla lápiz plateado. Azar.

 

MUDA

no sé decir el nombre de lo mudo de lo que no se deja tocar rozar tampoco sé la anchura de los ojos del río el pez encerrado sé del alga que amarra sapos ranas animales de agua que respiran anfibios no sé el transcurso el tiempo la memoria sí sé el agujero que se mete en la tierra y hace que en ella aparezca un agujero sé de la planta que se planta el día después le temo a lo húmedo y por eso no me riego me escondo en las flores los arbustos no me riego no tomo agua no sé tragar.

 

DOMINGOS

domingos viejos crujen madera añeja noches calurosas bellas durmientes pequeñas fugas de gas no aguanto el olor del agua cuando es tan caliente la nariz tan helada las sábanas tosidas mojadas deshechas domingas no escuchan la escarcha el susurro mano abierta estómago blando el ombligo es un pozo un eco un hoyo alargado contándome fábulas de lagartijas dormidas

calabozos
castigos en la piel
desecha roja quemada
burbujas suaves
al final.

 

 

 

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