"Cansado ya del sol" de Alejandra Costamagna.
Desperdicios
de la memoria
Por José Promis
Revista de Libros de El Mercurio, sábado
29 de junio de 2002
La narradora —una joven manchada
por una culpa ajena— relata las raíces ocultas que han alterado
la existencia de una pareja, padre e hija, arrojando al primero a
la soledad y a ella a la rotura del alma.
Alejandra Costamagna ha desarrollado una personalidad
literaria que se transparente en cada uno de sus relatos. El lector
encontrará en Cansado ya del sol (Editorial Planeta,
Santiago, 2002) a una narradora que ha venido delineando cada vez
más nítidamente su perfil desde
cinco o seis años atrás. Es una voz equilibrada entre
la adolescencia y la madurez que elabora un discurso de carácter
intimista, desnudo de retóricas, esencial, enfocado sobre sus
propias palabras para descubrir a través de ellas su situación
en la historia y su identidad de mujer. Pero tal encuentro no es gratuito;
en el caso de esta novela, exige sacar a luz huellas de una verdad
marcada por dolor, cobardía y remordimientos.
El texto no deja lugar a dudas sobre su propósito de hurgar
en estas profundidades del espíritu. Mayra, la narradora y
protagonista de la historia, se define como una joven manchada desde
su origen por una culpa ajena. Su relato es la confesión de
las raíces ocultas que han alterado la existencia de una pareja
humana, padre e hija, arrojando al padre a la definitiva soledad y
a la hija a la lacerante rotura del alma.
El discurso confesional de Mayra desdeña la acumulación
de peripecias para concentrarse en gestos, detalles que parecieran
superficiales, iluminaciones de la casualidad, sugerencias insinuadas
al pasar. El texto entrega indicios que nos permiten avizorar el destino
de los acontecimientos. Nuestra perspicacia, sin embargo, no es provocada
por una débil construcción del discurso. A la narradora
no le importa que nos anticipemos a sus palabras porque el texto mantiene
anclado nuestro interés en lo que ocurre frente a nuestros
ojos, despreocupándonos de lo que atisbamos en el futuro.
Como en sordina, como palabras que dialogan entre sí,
es decir, en el estilo oportuno para confesar faltas cuyo recuerdo
acorrala, Mayra nos introduce en Puerto Escondido, lugar costero que
a pesar de ciertas señalizaciones geográficas precisas
podría existir en cualquier parte porque simboliza el espacio
de la distancia y de la soledad, pero también de la iniciación
y el renacimiento. Hasta ahí llega el padre de Mayra (llamémosle
Manuel), después de deambular varios años con su pequeña
hija por distintos lugares de México en un desesperado esfuerzo
para expiar una culpa, una traición cometida en un lejano Chile
azotado por la violencia, la delación y el miedo. Pero la fuga
es imposible; no se pueden ocultar los desperdicios de la memoria.
El pasado es contumaz y tarde o temprano termina imponiéndose
a los esfuerzos inútiles que pretenden eliminarlo de la experiencia
humana. Una vez llegada a la adolescencia, Mayra necesitará
enfrentarse al pasado y romper con el padre que se lo niega para poder
descubrirse a sí misma. La destrucción de la figura
paterna y la transformación de la hija-amante en mujer no son
ritos consecuentes, sino las caras alternativas de la ceremonia con
que Mayra adquiere derecho a una lacerada identidad.
Cansado ya del sol reelabora una temática
característica de la literatura chilena de los últimos
años y de la cual no ha sido ajena Alejandra Costamagna, el
clamor de auxilio de una generación que se siente víctima
de las faltas cometidas por sus progenitores y la necesidad de matar
simbólicamente al culpable para recuperar una identidad escamoteada.
Hay quienes opinan que tal reiteración comienza a producir
cansancio. Sin embargo circunstancias históricas trascendentales
marcan profundamente la sensibilidad de por lo menos tres generaciones
humanas. Una temática dominante sólo fastidia cuando
es defectuosamente representada, cuando la inflexibilidad ideológica
o el prurito de satisfacer lo que está de moda se imponen sobre
las exigencias auténticas de expresión artística.
De tales peligros escapa meritoriamente esta novela.
Cansado ya del sol
Alejandra Costamagna
Editorial Planeta
Santiago, 2002, 212 páginas
* * *
I
Vértigo
Un pensamiento inusual, una llamada de la memoria, algo
repentino detuvo al hombre cuando se disponía a girar la llave
en la cerradura y abandonar para siempre ese departamento, el de Plaza
Italia, el de cierta noche figuradamente serena, el de los meses inciertos.
El hombre interrumpió la maniobra, miró a su alrededor
con parquedad, parsimonioso, y ese movimiento lo hizo sentir ligeramente
inseguro. Comprendió recién que olvidaba su maleta.
Los olvidos son así: se comienza por omitir lo que no se quiere
recordar. El hombre detestaba la idea de andar por el mundo cargando
bultos. Pero el viaje que lo esperaba entonces tenía una perspectiva
indefinida, y aunque no le importara la comodidad ni se aferrara al
valor de lo material, no podía sino cargar con una maleta.
Algunas camisas, ropa interior, dos o tres pantalones, zapatos, un
abrigo, un mudador, pañales, mamaderas y otros instrumentos
con los que aún no se familiarizaba, contenía la maleta
de cuero negro que había querido olvidar. Al arrimarse al equipaje
lo invadió una singular preocupación: sintió
urgencia por asomarse a la ventana. Era probable que nunca más
pasara frente a sus ojos cansados el letrero de champagne Valdivieso.
Quizás como un síntoma de temprana nostalgia, quizás
por su arraigada costumbre de vigilarlo todo, quizás por mera
curiosidad, el hecho es que el hombre se acercó a la ventana
y vio el letrero de neón por última vez. En realidad
sólo decía champagne Valdivie. Alguien había
borrado el resto. O se había apagado, simplemente. O era su
imaginación que parpadeaba atrofiada.
Desde el cristal fijó la vista en las luces de
colores y recompuso sin querer la imagen de la mujer en su cabeza.
Qué tormento, pensó, e intentó expulsarla de
sus cavilaciones. Pero su figura se volvió aún más
nítida. La mujer que ahora no estaba; la que lo había
acompañado tantas madrugadas con un poco de miedo y la paciencia
de un sobreviviente, contando involuntariamente los segundos que tardaba
el cartel en iluminarse por completo; la amiga de Ramón Domínguez
y Gustavo Daneri; la mujer con la que engendró una vida la
misma noche, la precisa noche en que él engendró también
una muerte; la que estaba recluida en alguna casa de locos, que nunca
pudo ni quiso ni intentó verme; la mujer que es mi madre se
instalaba ahora con porfía para enturbiar su memoria. El hombre
se golpeó suavemente la cabeza con una mano, tomó la
maleta, la dejó junto a mí, cerró la puerta,
puso al fin la mente en blanco y comenzó a olvidar. Se diría
que ahora tenía urgencia por despachar pronto esos últimos
minutos en ese edificio, en esa ciudad, en ese país y hasta
en el mundo. Pero él no era ningún suicida. Era un hombre
cobarde, pusilánime, quizás infame, pero con instinto
de vida. Por eso apuró el paso, detuvo un taxi que nos llevó
hasta el aeropuerto y subió con su equipaje, conmigo, con sus
pensamientos anestesiados y con una sonrisa impostada a un avión
de una línea centroamericana. Una vez que escuchó el
sonido de las turbinas en marcha, prendió un cigarrillo.
- ¿No ha prestado atención a la señal
de no fumar? -le reprendió una azafata-. Debe usted apagar
inmediatamente su cigarrillo. Inmediatamente.
Al hombre le parecieron tan firmes sus palabras, que
llegó a pensar en felicitarla por su temperamento. En cambio,
apagó el cigarrillo con disciplina y se asomó a esta
nueva ventana que ya no le mostraba neones neuróticos, sino
la visión completa y en miniatura de la ciudad que se alejaba
por fin. Tenía vértigo a las alturas, pero más
vértigo tenía a hacer semejante trayecto con ese bulto
pequeño que era yo entonces, con un descendiente que, sin proponérmelo,
amenazaba con recordar lo que él ya comenzaba a olvidar. Entonces
sonrió persuasivamente a la azafata jerárquica y le
encargó, por favor, a ella que era mujer y debía saber
más que él de estas cosas, que se hiciera cargo del
bulto durante las primeras horas de vuelo. La mujer se mostró
sorprendida al principio; luego accedió. Se diría, incluso,
que accedió agradecida. Pero no hay cómo probar si su
gesto fue de piedad o de sincera ternura. Digamos que me tomó
en sus brazos, me cantó alguna pegajosa melodía infantil
centroamericana y vió cómo el hombre olvidaba el vértigo
e iniciaba su sueño con una ligera mueca de alivio, como si
admitiese estar cansado ya del sol.