FRATERNIDAD Y DEPORTE
Por Alejo Carpentier
18 de Septiembre de 1953
Existe una imagen ideal, idílica, olímpica, de los Deportes. Es aquella que nos muestra a los Atletas entregados a las más nobles competencias físicas, en un estadio adornado de arcos de triunfo, estatuas del discóbolo, alegorías y estandartes. Los dos bandos en pugna están trabados en apretada lucha. Brillan los ojos de los contendientes; están tensos los músculos como cuerdas de arcos. Cada cual rinde el máximo esfuerzo, para lograr la victoria de los suyos... Y cuando el juego termina con la derrota de uno de los dos bandos, victoriosos y vencidos se unen en un vasto abrazo de fraternidad atlética —abrazo que funde, por así decirlo, todas las almas en una sola, en imagen magnífica de lo que debiera ser una humanidad perfecta. Además —eso me decían cuando era niño— el deporte es ajeno a todo «chauvinismo». Cuando los deportistas defienden sus emblemas, sólo defienden sus emblemas. Y el público que contempla la pugna, sólo piensa en los emblemas. Se es azul o verde —como en el Hipódromo de Bizancio— por mera simpatía personal hacia este u otro club. Y una vez terminada la lucha en el estadio, es el caballeroso estrechen de manos, el abrazo, el boxeador que ayuda a levantar a su contrario, el vencedor que toma en brazos al vencido, para consolarlo y decirle que, otro día la victoria será suya. En fin —nos decían nuestros padres y maestros— que los deportes contribuyen a desarrollar la confraternidad humana.
Pero esto es lo que podríamos calificar de «deporte ideal». Porque existe un deporte concreto y real, que es el que he podido ver en todas partes, desde que salí de las aulas del colegio. Y es un deporte —no lo veo como un mal mayor, sino como un hecho que es preciso admitir— que agudiza en tal grado los «chauvinismos», que acaba por crear rivalidades entre provincias, ciudades, pueblos, y hasta barrios. Como decía Paul Deharme, hace años: «Acaba el vecino de Neuilly por enfurecerse porque los tenistas de su club perdieron contra los del Sporting de Passy.» Se entran a garrotazos los mozos de la ribera derecha y los de la ribera izquierda, en una aldea, porque los de acá ganaron a los allá. Así cierto juego de fútbol entre alemanes y franceses, en vísperas de la pasada guerra, transformó el Estadio de Colombes en un ámbito infernal, donde cualquier chispa podía provocar un incendio... Y no hablemos de nacionalismos mal entendidos puestos en peleas de boxeo, tales como la de Schmelling contra Joe Louis, donde el problema no era ya el ganar un campeonato mundial, sino de lograr la victoria de un alemán, ario, contra un norteamericano, negro. Y, por lo mismo se recuerda la enorme publicidad hecha, en Alemania, en torno del viaje del «Húsar»; con las fotos de Anny Ondra, disponiéndose a escuchar la pelea de su marido, junto al aparato de radio de Frau Goering. Y las masas rabiosas con el luto en el alma, que regresaban a sus casas, apretando los puños, después de enterarse de la derrota de su campeón...
El deporte no es fraternal como lo pintan. Ni creo que contribuya mucho al acercamiento entre los hombres. Es lucha y, como toda lucha, atiza pasiones y alimenta rivalidades.