Irene Morales: Furia chilena
Por Alejandra Costamagna
Revista Paula. Septiembre de 2010
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El cielo de Antofagasta parecía una ciudad patas para arriba. Una ciudad titilante en el medio de la nada. Abajo, en la latitud 23 Sur de la tierra, sobresalía un cuerpo ensangrentado. Era la noche del 21 de septiembre de 1878 y hacía un frío de morirse, pero ese cuerpo botado junto a los rieles del ferrocarril ya estaba muerto: ya no sufría las asperezas del desierto. Era el cuerpo de un chileno de treinta y pocos años, piel negreada por el sol, restos de aguardiente en la garganta, argolla dorada en el dedo anular y ojos oscuros, muy abiertos. Con la visión del estallido aún grabada en la retina, se diría, esos ojos tan abiertos.
Así lo encontró la mujer: forrado de balas, acribillado a la intemperie y sin mediar dictamen. Con la anémica luz de un candelabro, después de buscarlo durante varias horas por cantinas, callejones y plazoletas, la mujer halló esa madrugada al hombre que era su marido, que se ganaba la vida como músico de una banda militar boliviana, que era chileno igual que ella (tal como el ochenta y cinco por ciento de la población antofagastina) y que tenía un nombre de conquista: Santiago Pizarro. Pero es probable que la mujer desconociera la secuencia completa. Que no supiera, por ejemplo, que Pizarro había matado antes a un soldado boliviano en una pelea de borrachos. Que lo había matado con un rifle del mismo cuerpo militar en el que servía. Y que los camaradas del boliviano habían actuado con furia patriótica, sin perdón ni sepultura, contra el chilenito Pizarro.
Es posible que a la mujer, oriunda de Santiago, le importara un bledo la secuencia completa. Su marido había sido fusilado y a partir de ese momento ya no habría vuelta atrás. Se llamaba Irene Morales, esa mujer, y no era cualquier mujer. Entonces hizo lo que tenía que hacer: compró un ataúd sencillo, veló el cadáver y antes del entierro le hizo tomar una fotografía. Necesitaba llevar consigo, la joven viuda, el registro del ultraje. Era una mujer decidida, dicen los cronistas de la época, y ese gesto marcó el inicio de su venganza. Irene Morales pasaría a la historia como una mujer de armas tomar. Literalmente.
Para entender su historia, sin embargo, habría que retroceder a 1838 y seguir la trayectoria de Candelaria Pérez. Porque dicen los historiadores que la vida de Irene Morales sigue las líneas casi calcadas de la sargento Candelaria. Ambas nacieron en el popular barrio santiaguino de La Chimba; ambas se enrolaron en el ejército chileno y empuñaron las armas contra sus vecinos peruano-bolivianos; ambas actuaron por venganza, rudamente; ambas estuvieron convencidas de que patria y honor se escribían con mayúsculas; ambas fueron ascendidas en sus puestos, fueron tan fieras como piadosas, volvieron a salvo de la batalla, pasaron de golpe al olvido civil, se enfermaron y murieron sin un cobre, jóvenes pero ya veteranas, en la sala común de un hospital.
Sin visitas, con el puro recuerdo de sus estallidos gloriosos. Y ambas, claro, pasaron tardíamente a la historia. Fue Candelaria Pérez quien inauguró en Chile el oficio de cantinera. Con ese nombre se conocía, en aquellos años, a las mujeres que marchaban a la guerra junto a las tropas para proveer alimentos, curar a los heridos, lavar ropa, remendar uniformes y apoyar anímicamente al batallón. Eso en teoría, porque en la práctica muchas cantineras tomaron también las armas y pelearon, de igual a igual, con el resto de la tropa. Así ocurrió con la propia Candelaria en la guerra contra la Confederación Perú-Boliviana (1836-1839), tras la cual obtuvo el grado de subteniente del Ejército. Y cuarenta años más tarde, Irene Morales siguió la pauta de su compatriota en la Guerra del Pacífico y llegó a ser reconocida como soldado con el grado y la paga de sargento.
Sin embargo, la presencia de las mujeres en los campos de batalla no fue fácil. Las opiniones predominantes sobre su participación en éstas y otras lides eran bastante conservadoras. Benjamín Vicuña Mackenna lo grafica con elocuencia: “Casi siempre la experiencia recogida de la vida y del trato de las mujeres marimachos da razón a nuestro desvío, porque la mujer cuando desciende de su deber, que es uno solo, no se detiene sino en la perdición, que es un abismo”. Y el político e historiador no era el único. Había otros, como el poeta Luis Rodríguez Velasco, que zanjaban las cosas aludiendo a sentimientos aún más recónditos: “Su alma, sus sentidos, todas sus facultades están hechas para el amor. Todo en ella principia y concluye en el amor. Fuera de ahí, ella no sabe, ni quiere ni puede saber más”. Pero más allá de la mentalidad pública, al inicio de la Guerra del Pacífico había cientos de voluntarias dispuestas a ir al frente con sus maridos, sus hijos o sus amantes. O solas, por la pura patria. Y hubo prohibiciones, quebrantamientos, tiras y aflojas, hasta que el primero de agosto de 1879 el capitán Rafael Poblete admitió que ciertos comandos “veían en este elemento (las mujeres) un auxiliar estimable para acompañar al Ejército como vivanderas o cantineras, prestando al mismo tiempo sus servicios en la enfermería”, y que para “armonizar estos deseos se decretó que cada regimiento podría ser acompañado de dos cantineras”. Ah, pero debían ser de “moralidad reconocida”.
A Irene Morales, la verdad, no le fueron ni le vinieron los juicios del resto. No iba a limitar, ella, sus funciones a lo humanitario ni a lo doméstico. No le bastaba, a Irene, con la cantimplora al hombro, ni con los conocimientos básicos de enfermería, ni con la voluntad caritativa. Vistiendo un pantalón color ceniza, una levita con botones amarillos, un par de enaguas gruesas, un quepí confeccionado en Europa y unas botas de cuero negro, Morales tomó el fusil y guerreó y ejecutó y cantó victoria en el batallón. Porque ella había hecho un pacto frente al cadáver de Pizarro, con la argolla firme en su dedo anular, y estaba dispuesta a todo por cumplirlo. Y todo era su vida. Y su vida era su patria. Y su patria a esas alturas era un combate sangriento. Claro que antes de la sangre –y mucho antes del pacto y la venganza– estuvo la historia de una vida turbulenta y escasamente feliz.
Todos los fuegos
Hija única de un carpintero y una costurera curicanos, Irene Morales Infante nació y vivió su infancia en La Chimba, al norte del río Mapocho. A los doce años murió el padre y se trasladó con su madre al puerto de Valparaíso. A los trece años la madre la entregó en matrimonio a un carpintero bastante mayor que ella. A los catorce años enviudó del carpintero y empezó a trabajar como costurera para ayudar a su madre. Pero la suerte, al parecer, no estaba con Irene. Al poco tiempo la madre también murió y la muchacha se halló huérfana y viuda en una ciudad desconocida, sin más bienes que un par de pilchas y una máquina de coser. Entonces tomó por primera vez las riendas de su vida: vendió la máquina, compró un pasaje a Antofagasta y se embarcó hacia el puerto boliviano. Qué más podía perder; al menos cambiaba de aire.
Era verano de 1877 cuando Irene llegó a Antofagasta. Al poco tiempo instaló un negocio de abarrotes, conoció a Santiago Pizarro, se casó con Santiago Pizarro, enviudó de Santiago Pizarro –mala suerte otra vez– y de pronto se halló doblemente viuda, doblemente huérfana, extranjera, más sola que un cactus en el desierto. Y puede que haya sido compañía lo que buscó escondidamente tras las palabras que salió a gritar cinco meses más tarde, la madrugada del 14 de febrero de 1879, cuando doscientos soldados chilenos desembarcaron en Antofagasta, al mando del coronel Emilio Sotomayor, para ocupar la ciudad. “¡Venganza contra el opresor!”, gritó a la muchedumbre Irene Morales. Estaba hecha un tornado. Quemó su negocio de abarrotes por pura cólera. Y, cuando los ánimos colectivos ya ardían, sacó el escudo de la Prefectura boliviana y lo hizo añicos a pisotones, mientras llamaba a alzarse contra el enemigo, a la acción, a la defensa del honor.
Era el comienzo de la guerra, y a Irene sólo le faltaba un paso: disfrazarse de hombre y presentarse directamente al batallón. Al principio no le resultó la trampa porque, según dicen los reporteros de la época, “se encontraba en el apogeo de su hermosura”. Se le marcaban demasiado los pechos, se le salía el pelo por detrás del gorrito. Era muy curvilínea. Pero lo intentó y lo intentó, se cortó el pelo al rape, se cubrió bien las formas, hasta que lo consiguió. Dicen, de hecho, que fue la primera mujer soldado que entró cabalgando a Tacna, el 26 de marzo de 1880. Iba con el rifle y una bandera tricolor en la mano, gritando con voz aguda el viva Chile. Fue entonces cuando el general Baquedano la aceptó oficialmente en la tropa como cantinera, y la mujer abandonó el disfraz de hombre para guerrear con vestuario propio durante los meses siguientes. Irene Morales como soldado en Pisagua, en Dolores, en Ángeles, en Arica, en Chorrillos, en Miraflores. La soldado Morales no se perdió una: cruzó todos los fuegos. Y en cada ocasión que tuvo multiplicó su venganza. Así lo documentó por esos días el escritor Nicanor Molinare al referirse a la toma del Morro de Arica, ocurrida el 7 de junio de 1880: “En la plaza del pueblo fueron fusilados 67 hombres por una mujer que ordenó esa ejecución: la Irene Morales, cantinera que acompañó al Ejército, al Tercero de Línea, en el asalto”.
Y, si bien el siempre alerta Vicuña Mackenna alabó públicamente a Morales por “su resolución, su alegría en los campamentos, su caridad con los chilenos y hasta su odio incurable contra los que mataron a Santiago Pizarro”, se permitió darle un consejo amistoso hacia 1881. Que colgara su casaca, sus botas y su quepí, le sugirió, y que “volviera tranquilamente a su pobre hogar de Recoleta, recomenzando otra vez, a la edad de 38 años, la vida de la mujer verdadera en el trabajo manual, en el cuidado de sus deudos, en el taller de la aguja y el dedal, cambiando después de varios años de aventuras y pasiones satisfechas su revólver de amazona por su antigua, honrada y querida máquina de coser”.
Irene, naturalmente, no escuchó el consejo del historiador y se mantuvo en el Ejército hasta que se le dio la gana. O sea, hasta el final de la guerra. Batalla tras batalla hasta que se quedó sin causa y se halló sola otra vez. Ya no extranjera, pero igual de sola. Otras cantineras-soldados como ella no tuvieron la misma suerte. María Quiteria Ramírez, por ejemplo, fue tomada prisionera por los peruanos. Leonor Solar y Rosa Ramírez fueron quemadas vivas en un enfrentamiento. Y Susana Montenegro, prisionera también, fue martirizada como Caupolicán. Irene Morales se salvó. Y aunque adoraba su uniforme, lo dejó a un lado, embarcó sus pilchas y retornó a su latitud 33 sur, a la misma Chimba de la infancia. Sólo que ahora no tenía padres ni maridos ni máquina de coser, siquiera. Tenía, eso sí, una foto del músico fusilado en la pampa, una pila de recuerdos feroces y una pensión de quince pesos mensuales como veterana de guerra. Y los estiró y los estiró como el hilo de un tejido infinito, hasta que en agosto de 1890, a los 48 años, fue internada con pulmonía en el hospital San Borja y ya no peleó más. No iba a andar peleando sola, ella.