A cincuenta años de su publicación
EL SIGLO DE LAS LUCES
Por Marco Antonio Campos
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AMÉRICA LATINA Y EUROPA
En su ensayo “Problemática de la actual novela latinoamericana” (Tientos y diferencias, México, 1964), Alejo Carpentier dictaminaba que en América Latina había novelas pero no aún de una novelística. Parecía no darse cuenta de que numerosos novelistas latinoamericanos, entre ellos él mismo, ya la estaban creando, o más ya la habían creado; si ya existían novelas notables o notabilísimas en nuestro subcontinente desde los años diez, veinte y treinta (Los de abajo, La sombra del caudillo, La vorágine, Don Segundo Sombra, Doña Bárbara), es quizá desde el decenio de los cuarenta empezaba a darse un río caudaloso de novelas magistrales que continuó corriendo hasta los años ochenta. Desde la década de los cuarenta del siglo XX ya no era la hora de la narrativa del nativismo, del regionalismo o del nacionalismo, salvo que pudiera ser leído, como él lo quiso y lo hizo, en cualquier lugar del mundo. Como nadie, Carpentier internacionalízó la temática, la geografía y los mares del Caribe.
En algo, según mi punto de vista, llevamos delantera poetas, escritores y artistas latinoamericanos a los europeos: en general solemos conocer, hasta donde es dable, su tradición y la nuestra; muchas menos veces ocurre el caso contrario. Nos vemos en algo o en mucho en ellos, los conocemos, pero difícilmente acaece que sepan bien a bien quiénes somos, más allá de los habituales clisés y cuadros esquemáticos. No hay prácticamente novelista latinoamericano de renombre que no haya tenido a lo largo de su obra un vivo y continuo diálogo entre Europa y América Latina; pensemos rápidamente en Borges, en Bioy, en García Márquez, en Fuentes, en Vargas Llosa; Carpentier no fue la excepción. La cultura europea y vivir en Europa les hizo entender más profunda y profusamente a sus propios países. Se está y se vive en Europa pero a la vez se tiene una mirada más honda del país donde se nació y creció y del que nunca se termina de salir. “A veces es necesario alejarse de las cosas, poner un mar de por medio, para ver las cosas más de cerca”, dice en Venecia el rico platero novohispano (Concierto barroco). Veinticinco años de su vida Carpentier los pasó en Francia. En su primer periodo parisiense (1928-1939), a través de Robert Desnos, casi a su llegada, conoció a los surrealistas, de quienes aprovecharía pródigamente la lección pero a quienes, desde 1949, en el prólogo de El reino de este mundo hasta sus últimos días, ironizaría con desdén por su artificialidad y escasez imaginativa –como en general sobre las novelas, el teatro, la poesía y el arte supuestamente imaginativos de franceses e ingleses-, para a su vez vindicar con fervor lo que llamó lo real-maravilloso o, como suele llamársele también, realismo mágico. Para Carpentier lo real-maravilloso es netamente americano y “se encuentra a cada paso en las vidas de hombres que inscribieron fechas en la historia del Continente y dejaron apellidos aún llevados: desde los buscadores de la Fuente de la Eterna Juventud, de la áurea ciudad de Manoa, hasta ciertos rebeldes de la primera hora o ciertos héroes modernos de nuestras guerras de independencia de tan mitológica traza como la coronela Juana de Azurduy”. En suma, como dice al final del prólogo, quizá en una tesis temeraria por exagerada: “¿Pero qué es la historia de América toda sino una crónica de lo real-maravilloso?” Sin embargo, sus novelas, después de El reino de este mundo, contienen una prosa de prodigio, pero sólo pasajes o momentos de lo real-maravilloso americano. Aún más: Carpentier nunca se acabó de alejar en la mayoría de sus narraciones, hasta su última novela (La consagración de la primavera), de la geografía y la cultura europeas.
ESTILO Y DUENDE
El tema impone el estilo, contesta Alejo Carpentier a Emmanuel Carballo en una de las tres entrevistas que le hizo el crítico mexicano entre 1958 y 1962 (Protagonistas de la literatura latinoamericana, UNAM, 1986). Todo escritor con una obra dilatada tiene varios estilos, pero su prosa, una de las más bellas de la lengua española, llega a una maestría inigualable en El siglo de las luces. Uno lee y vuelve a leer páginas enteras y no deja de admirar la bellísima perfección.
Pese a la exuberancia del lenguaje en buena parte de su narrativa, a su vasto vocabulario, Carpentier jamás pierde la precisión, pero ciertamente cae en ocasiones en un exceso –un agobio- de adjetivaciones, de descripciones y de enumeraciones en párrafos que no parecen conocer el punto y aparte. A pesar de esta suerte de paréntesis o de interrupción narrativa, en sus novelas mayores Carpentier no pierde la secuencia y la viveza de la historia principal ni deja a los protagonistas cardinales a la deriva. Sea dicho de paso: estos apartes, leídos de manera aislada, parecen poemas en prosa, minificciones o episodios históricos marginales muy logrados.
En su obra narrativa los variados ritmos del lenguaje se vuelven una tabla armónica, una gran caja de resonancias.
SOBRE EL BARROCO
Escribe José Lezama Lima un concepto en su ensayo “La curiosidad del barroco”, del que seguramente habría estado de acuerdo Alejo Carpentier: “Repitiendo la frase de Weisbach podemos decir que entre nosotros el barroco fue un arte de la contraconquista”. Y líneas después: “El primer americano que va surgiendo dominador de sus caudales es nuestro señor barroco” (La experiencia americana, 1969). Uno de los más altos ejemplos en la literatura del barroco, una de las culminaciones que viene desde la contraconquista en los albores del siglo XVI es la obra de Carpentier.
Pero ¿quién comparó espléndidamente al barroco con un arrecife de coral?
GEOGRAFÍA CARPENTIERIANA
Hijo de francés y rusa, nacido en Lausana, Suiza, en 1904, y llegado muy niño a La Habana, fue en su obra, sin embargo, como José Lezama Lima y Gabriel García Márquez, un hombre que llevó todo el tiempo el mapa del Caribe delineado en el alma. Tuvo asimismo una dilatada formación en música clásica y popular, en arquitectura y urbanística y un arduo conocimiento de otras culturas de otros países, en especial la francesa y la española. Desde luego, de las islas caribeñas la que fue su principal escenario fue Cuba, que aparece parcial o totalmente en sus narraciones, en especial las ciudades de La Habana y de Santiago, pero aparecen también Haití (Saint-Domingue), en El reino de este mundo y en una parte de El siglo de las Luces y la isla de Nuestra Señora de Guadalupe, uno de los escenarios centrales de El siglo de las luces, cuya capital de entonces, Point-à-Pitre, era “la ciudad más rica de América”, y asoman la Marigalante, la Désirade, “la montañosa Dominica”, Nevis, con las nubes sobre sus colinas y Santa Lucía, “con su puntiagudo picacho”, y del Caribe continental, son escenarios vitales Venezuela, la Guayana francesa y Surinam. Ciudades y pueblos mexicanos son fondo o mención en Concierto barroco (1974). En la breve novela el principal personaje, el Amo, es un rico platero dieciochesco, vecino del entonces pueblo de Coyoacán, fervoroso aficionado a la música, que en su viaje a Europa no halla en su paso por La Habana ni en ciudades españolas, o no las quiere hallar, las maravillas mexicanas. Concierto barroco no tiene la intensidad de anteriores novelas; es un experimento lúdico, un espléndido divertimento, que aun en el penúltimo capítulo Carpentier nos hace reír a carcajadas, a través del Amo, con los disparates históricos que hay en la ópera Motezuma de Antonio Vivaldi, a la cual al platero le toca asistir en pleno carnaval veneciano. A las recriminaciones del platero novohispano por el sartal de equivocaciones, Vivaldi le contesta: “La ópera no es cosa de historiadores”. En El arpa y la sombra (1979), por medio de los recuerdos de Pío IX, describe sucinta e intensamente la pampa argentina y el paso de la cordillera de los Andes hacia Chile.
ENCUENTROS DE TIEMPOS Y ERAS
Asimismo en algunas narraciones (Carpentier responde en 1962 a Carballo) trató “de mostrar cómo se puede conjugar en América Latina la vida del hombre en pasado, presente y futuro y cómo, asimismo, todos los estadios de la vida humana coexisten en tiempo presente” (Protagonistas de la literatura hispanoamericana). Esta conjunción de eras distintas –que pueden ir desde el tiempo original hasta los días en que Carpentier escribe las narraciones- es una de las claves de sus estructuras y temas y tiene su más hábil y exacta combinación en Los pasos perdidos; en un perímetro y en un tiempo mucho más reducidos lo intentó asimismo en varios cuentos, en El acoso y en Concierto barroco y en El arpa y la sombra.
IDEA Y REALIDAD DE LA REVOLUCIÓN
Cuando uno oye o lee sobre el Siglo de las Luces piensa en dos vías que acaban uniéndose: por una, en los enciclopedistas, pensadores, escritores y dramaturgos franceses, y por la otra, en los vertiginosos regímenes a raíz de la toma de la Bastilla y luego de la aprehensión y muerte de Luis XVI y María Antonieta (la Asamblea Legislativa, la Convención Nacional, el Directorio), en el uso infatigable y nauseabundo de la guillotina, en el oportunismo sucio de militantes que cambian de partido según el movimiento de los acontecimientos, en el compañero ideológico leal que será mañana el gran delator, en el fin de los ensayos democráticos con la llegada de Napoleón al Consulado. Su negación absoluta será el imperio.
El título de El siglo de las luces que le pone Carpentier a su novela es una verdad parcial y una ironía: en teoría, se trata de una cuerda de iluminados franceses, sobre todo Voltaire y Rousseau, que crearon las ideas para la terminación de las monarquías y el colonialismo depredador, pero en la realidad, al mismo tiempo, la novela representa su contrario en Francia y en sus colonias: la traición a la idea al sueño de la revolución: la libertad pasó como un viento leve, los hombres no conocieron la igualdad y la fraternidad se convirtió en una lucha cainita. El siglo de la geometría de la Razón, en una de sus vías alternas, se volvió, por sus acciones atroces, en el Siglo de la Sinrazón. ¿Navega Carpentier entre dos aguas y no se compromete fundamentalmente, como la han acusado algunos críticos? No lo comparto; en sus ficciones ha tomado partido por los hechos y no por las ideologías. No porque un escritor describa los fracasos de la revolución se descree de ella. Incluso Carpentier trabajó de 1960 a 1980 como funcionario cultural para otra revolución moderna, la cubana, que resultó también a la postre, oh paradoja, un gran fracaso político y económico. En ese sentido, o más bien contrasentido, la fallida revolución cubana le dio la razón en los hechos desde hace mucho a la gran novela de Carpentier. El hombre interpretó mal la historia, pero el escritor la entendió como pocos.
No sólo eso: al leer El Siglo de las Luces uno confirma desoladamente que desde 1789 –desde lo acaecido en Francia que se extendió como una llamarada a las islas del Caribe francesas y españolas- prácticamente todas las revoluciones han sido de una u otra manera traicionadas. Se trató de luchas fratricidas donde murieron inútilmente millones de personas y terminaron en estrepitosos fracasos. Sobran los ejemplos hasta nuestros días en Europa, en Asia, en África y América Latina. Los más tristes son los países que eran o parte de la URSS o sus aliados. Oh paradoja, oh coincidencia: las dictaduras del comunismo burocrático de países aliados de la URSS en la Europa del Este se abatieron como castillos de naipes en 1989, exactamente dos siglos después del inicio de la Revolución francesa. El reino de esta tierra ha sido el de la esperanza de la instauración de regímenes que dieran bienestar y felicidad a sus pueblos pero que la realidad ha negado de una manera sistemática. La contradicción desoladora entre lo que debió ser y lo que fue. La revolución ha sido un hundimiento histórico pero ha quedado en el imaginario colectivo como una idea y un mito deslumbrantes: idea y mito que la historia encarnan una y otra vez para otra vez deshacerse, pero que espera, después de más de dos siglos, ser aún alguna vez una idea encarnada.
Una causa del gran interés de la novela de Carpentier es de que los hechos ocurran en las colonias de ultramar de Francia, ante todo en la isla de Guadalupe y la Guayana francesa continental, de las que irónicamente la metrópoli se enteraba de sus victorias y desastres, avances y retrocesos, sólo meses después. Se buscaba llevar las nuevas ideas de la Declaración de los Derechos del Hombre y sólo ocurrieron mascaradas trágicas. Una de las leyes esenciales, la abolición de la esclavitud, tan importante en las colonias, fue una luz cenital que se borró pronto. Los destructores de iconos terminaron como los iconos que destruyeron.
HISTORIA O FICCIÓN
En la nota final del libro advierte que siguió en la novela una rigurosa historicidad. A partir del contexto de la revolución francesa, del contexto histórico caribeño de la época y de lo que se sabe de la vida de Victor Hugues, Carpentier construyó la novela. ¿Pero cuánto hay de ficción? ¿Cuánto puso Carpentier de su imaginación y de su cultura?
Si desde Cervantes, para comprender el mundo en la novela, como dice Milan Kundera, se requiere de un lenguaje de relatividad y ambigüedad, un altísimo ejemplo es El siglo de las Luces.
LA BELLÍSIMA NATURALEZA
La isla de Nuestra Señora de la Guadalupe lleva el nombre de la que es a la vez la virgen extremeña y la virgen mexicana. Separada la isla por un breve istmo (Point-à-Pitre), está escindida en dos partes: la Alta y la Baja Tierra. Las descripciones del cubano Carpentier de los paisajes marinos en torno de las Antillas menores donde se halla la Guadalupe (Barbuda, María Galante, Dominica, Nevis, Santa Lucía, Martinica), son de las más bellas de nuestras literaturas: el fuego verde y azul de maravillas únicas e irrepetibles bajo el cielo azul o el cielo estrellado. Son tan emotivas, contienen tan alta poesía, como las descripciones que hace su protagonista principal a partir de las navegaciones por el Orinoco y sus andanzas por la intrincada y azaroza selva venezolana en Los pasos perdidos. Si un buen número de las islas mayores y menores del Caribe quedarán como escenarios de gran literatura es gracias a Carpentier.
Respecto al escenario de El siglo de las luces, el autor contestó a Emmanuel Carballo algo que complemente o completa lo antedicho: “Aspiré a presentar una especie de vasto panorama del mundo del Caribe. Me explico. Generalmente se habla del mundo antillano como de una unidad. Quien conoce la Granadina o conoce Nervis, o la Guadalupe, o Haití, cree que conoce todas las islas del Caribe. Quien descubra por cuenta propia este mundo realizaría una gran hazaña: es uno de los mundos más extraordinarios de hoy día. No hay en él dos islas que se parezcan”. En sus novelas mayores se da una unión de viva y continua armonía entre civilización y naturaleza.
¿Quién que ha descubierto eso puede seguir viendo el mundo de igual manera si ya vivió el sueño?
PASAJES INOLVIDABLES
Hay pasajes hondamente grabables en la novela. Permítaseme citar cuatro: uno, donde se suceden la total desolación, el miedo angustioso y el fulgor intensísimo de la esperanza, es decir, cuando llega Victor Hugues con Esteban y su amigo Ogé a Puerto Príncipe y contempla su casa y su negocio en ruinas a causa de la rebelión de los negros, y se ve compelido, para no ser asesinado –lo acompaña Esteban-, a huir a Francia, de donde llegan noticias en aquel 1991, pero ninguna “tan sensacional como la que se refería a la fuga del rey y a su arresto en Varennes”, y donde ya en plena navegación atlántica creen vislumbrar “la Columna de Fuego que guía las marchas hacia toda Tierra Prometida”; un segundo pasaje, antes del gran despecho, sería el tiempo aceleradísimo que Esteban pasa en París desde su llegada, ciudad que al principio descubre y vive entusiasmado, bebiéndose todo, leyéndose todo, tirándose a cuanta madame o demoiselle “complaciente y atractiva” se le cruza en el frenesí de las noches, cuando era “más francés que nadie [y] más revolucionario que quienes actuaban en la revolución” llevando en la mano el cincel simbólico de la iconoclastia; una tercera sería cuando en la Guadalupe empieza, por órdenes de Hugues, el Gran Terror, es decir, se inicia el uso repugnante de la guillotina y luego se pasa a su abuso desmedido, de manera que la muerte de millares de enemigos o supuestos enemigos en la isla, termina volviéndose una trivialidad del Mal, al grado de que el pueblo ya habituado sigue impasible su vida diaria, mientras la guillotina a un lado o cerca de ellos no deja de hacer su implacable trabajo homicida; y el último, el Dies irae, el Día sin Término, esas páginas apremiantes sobre las jornadas madrileñas del inicio de mayo de 1808, cuando Sofía, al ver desde la ventana la rebelión de los españoles contra los franceses, en un mareo que se vuelve de inmediato vértigo, y Esteban, presa pronto del vértigo de su prima, salen a la calle con armas precarias a defender a los habitantes de una ciudad que quieren recuperar su libertad y su alma.
PERSONAJES
Los tres personajes sobre los que gira esencialmente la acción, son el ex panadero marsellés Victor Hugues y los primos cubanos Esteban y Sofía. Sobre ellos corre el círculo de la historia, y a su vez en el círculo se desarrollan nuevos círculos donde se desenvuelven personajes secundarios y numerosísimos incidentales y fugaces.
Los hermanos Carlos y Sofía y el primo Esteban vivían en su casa de La Habana al margen de la sociedad y del mundo como en un jardín de niños encantado. Si el tumultuoso y volcánico Victor Hugues termina en Cayena políticamente enfangado, dirigiendo un batallón de ratas, es él quien les abre el mundo a los primos Esteban y Sofía cuando por un feliz o desdichado azar, como quiera verse, llega muy joven de Puerto Príncipe a aquella casa habanera, probablemente en 1791: a Esteban, a través de la política y los viajes; a la bella muchacha, ex monja clarisa, hundiéndola en la lava ardiente del deseo y del sexo y en la idea germinal del cambio social y político. Más: ambos primos, al llevar a cabo su primera navegación de La Habana a Santiago, al sentir en toda su amplitud el paisaje marino, reconocen que es gracias a él que se miran por primera vez jóvenes. Es curioso: si Hugues hace a la recatada Sofía sentirse una verdadera mujer, ella, acaso sin saberlo demasiado, hace lo mismo en la antigua soledad familiar con su primo. Al enfermizo Esteban lo bañaba desnudo y Esteban llevará toda la vida esos recuerdos en el corazón y la piel sin que la flecha diera nunca en el blanco.
Para Alejo Carpentier, los primos Esteban y Sofía representan, aquél, el intelectual inicialmente entusiasmado pero que se decepciona cuando la realidad no es como él pensaba que sería, y ésta, la Praxis, es decir, “que analiza menos, pero que entiende lo que ocurre”. No del todo. Los personajes suelen ir más allá de lo que el autor cree o se hace a la idea de que son. Olvida Carpentier que Sofía al dejar todo e ir a buscar a Hugues a la Guayana y al salir en mayo de 1808 a defender Madrid como una más contra los invasores franceses –lo mismo que Esteban- los inspira un repentino pero vivo espíritu romántico. Los dos personajes femeninos por excelencia de la obra de Carpentier son Rosario, con un carácter que combina firmeza y sumisión y un cuerpo en el que llamea una sensualidad de fuego suave (Los pasos perdidos) y la voluntariosa y rebelde Sofía de esta novela. Por diferentes diagonales, Esteban y Sofía conocen el deslumbramiento cegador de la Revolución, la creencia de que podía haber un mundo más humano y habitable, luchan un tiempo por ello, pero tarde o temprano viene el descreimiento a consecuencia del reino del terror impuesto por las cabezas de esa Revolución: Esteban, en su paso por París y el país vasco francés, y luego en la Guadalupe, bajo el gobierno de Victor Hugues, Comisario de la Convención, y más tarde en la Guayana, también bajo el gobierno de Victor Hugues, primero, como Agente del Directorio y luego, como Agente del Consulado en la Guayana francesa, y Sofía, después de quedar viuda, cuando va a buscar a Hugues a la Guayana y vuelve a ser su amante, pero acaba por alejarse horrorizada y asqueada, cuando el Investido de Poderes busca aplastar por medios terroríficos e inmundos la rebelión de los negros –“azotados hasta morir, descuartizados, decapitados, sometidos a torturas atroces”- para implantar de nuevo la esclavitud por vía de la Ley napoleónica del 30 Floreal del Año X. Si ambos descubren la luz cegadora de la Revolución por Hugues, es por Hugues ante todo que conocen la sombra del espectáculo perversamente degradado de la misma Revolución. Lo que era de principio la llegada de un mundo más igualitario, libre y fraternal, se vuelve la sustitución de una tiranía por otra tan o más cruel que la anterior. De una suerte de dios que los despertó al mundo, Hugues termina por ser para los primos un demonio fatigado, despreocupadamente cruel, a quien poco o nada le importa de qué color es la ideología a seguir. Luego de la gran desilusión (Sofía logra sacar de la cárcel española de Ceuta a Esteban adonde lo había mandado la policía monárquica de Cuba), los primos vivirán la vida retirada en Madrid, en la calle de Fuencarral. El retiro de los primos tiene un último fuego de rebeldía, el último llamado del espíritu romántico, durante las jornadas de mayo de 1808, cuando el pueblo madrileño se levanta contra la ocupación de las tropas francesas, y salen a defender España, o creer que la defienden, para acabar desapareciendo de la escena del mundo desde entonces. Rondarían ambos quizás entre los 35 y los 38 años. Si el ex francmasón Victor Hugues es el personaje ciclónico, quien, como en un péndulo, varía de la generosidad a la brutalidad, de la incorruptibilidad a la venalidad, de la búsqueda de la igualdad al exterminio de los súbditos, como lector uno se siente más cerca, siente más entrañables a Esteban y Sofía. Uno no puede, sin melancolía honda, luego de que abandonan para siempre el Caribe, imaginarlos en el Madrid de principios del XIX ricos pero solitarios, unidos más allá de la relación carnal, en una rutina apagadamente exacta.
Si en la rebelión de negros de 1789 en Haití no hubieran incendiado el almacén y la panadería de Victor Hugues, quizá el joven marsellés hubiera vivido una vida larga y comedida en Puerto Príncipe. La destrucción de su casa y almacén lo llevan a irse a Francia, acompañado de Esteban, a hundirse hasta el cuello en los hechos que en ese momento tienen en vilo a Francia y a Europa y que incendiará casi inmediatamente el Caribe francés y español. Hugues, diría Luis Harss, es el “epítome del hombre de acción” (Los nuestros, pág. 77, Buenos Aires, 1966). El dios de la Revolución para Hughes fue Maximilien Robespierre, el Incorruptible, el gran puro, pero que, como ningún dirigente posterior a la caída de la monarquía en 1789, ejerció el terror hasta que el terror lo alcanzó: él mismo fue guillotinado. A Hugues lo envía la Convención francesa, que en ese momento gobierna, a combatir a los ingleses a la Guadalupe, quienes buscan controlar todas las islas de las Antillas; el Investido de Poderes logra derrotarlos, pese a su inferioridad en armas y soldados, en una rara y eficaz combinación en la que entran la estrategia militar, la fiebre amarilla, y si somos creyentes, un milagro de la Virgen del Perpetuo Socorro. Para gobernar la Guadalupe, real y simbólicamente, por un lado lleva el espíritu de las leyes, que aplicaría según su humor, y por el otro, la guillotina, que utilizaría profusamente en sus primeros años.
Pero Hugues tuvo la suerte que no tuvo Robespierre: impuso el terror en la Guadalupe y en la rebelión de negros en la Guyana francesa, pero no murió en la guillotina, sino de las fatigas de viejo tal vez por el 1820 o 1822. A su manera, Robespierre y su lejano discípulo Victor Hugues, como muchos, destruyeron con pormenorizada sevicia los principios de libertad y fraternidad de la Revolución en la que creyeron y ayudaron a crear. Sobre Hugues, en referencia a su dependencia moral con Robespierre, contesta Carpentier a Carballo: “Es un personaje hipostático, un personaje que no podía existir sin la presencia de un personaje situado por encima de él y que, en cierto modo, dominaba sus acciones” (Protagonistas de la literatura hispanoamericana). O de otro modo, Hugues, luego de la muerte de Robespierre, se queda sin guía ni conciencia moral y comienza a degradarse –enfangarse- sin término en un pozo de aguas podridas. ¿Pero Robespierre, con sus 40,000 muertos a filo de la guillotina en el año del exterminio -1793 a julio de1794- podía ser, con su moral jacobina, el gran modelo revolucionario? ¿Cayena, la ciudad-isla en la Guayana francesa, con su maleza terriblemente densa y hostil, a la que la Convención Nacional, el Directorio y Napoleón volvieron la cárcel para los enemigos políticos o los delincuentes comunes, no fue más infame y cruel que La Bastilla monárquica, con su “sucesión de rapiñas, matanzas, destierros, agonías colectivas”?
Como en todo personaje complejo, en el gran teatro del mundo, Hugues se puso, máscaras y disfraces contradictorios, se volvió un actor de diversos papeles y no llegó a diferenciar sustancialmente entre lo que representaba y lo que era. “”He vestido tantos trajes que ya no sé cuál me corresponde”, dice Hugues a Sofía, luego de ser derrotado y humillado por los negros en la selva de la Guayana y ser contagiado por la peste o Mal Egipcio. Entre Hamlet, quien soñaba y teorizaba desde la herida de la víctima, y MacBeth, quien manchó de sangre todo su reino, acabó pareciéndose más a MacBeth. Cuando Esteban le dice que soñaba en una revolución muy distinta, Hugues le reprocha que quien le mandaba creer en lo que no era: “La revolución no se argumenta. Se hace”. Es decir, lo importante es llevarla a cabo, aun cuando la revolución no acabe pareciéndose a lo que debe ser, o termine siendo su propia negación. Personaje natural de novela, Hugues sólo lo fue un siglo y medio más tarde gracias a la orfebrería carpentieriana.
Carlos, el hermano de Sofía, es quizá el más visible de los personajes secundarios, pero como otros -el médico y francmasón Ogé, amigo de Hughes, y Jorge, el marido de Sofía-, no acaban del todo a dibujarse, o mejor, a vertebrarse. En la acción de la novela Carlos y Ogé sirven más de enlace y apoyo. Carlos se encarga de la casa y el almacén mientras Esteban y Sofía andan fuera de Cuba y su función final es decisiva para confirmar en Madrid la desaparición de su hermana y de su primo y lograr el remate de la casa y los bienes de la calle de Fuencarral; Ogé, quien cree y practica los magníficos contrarios de la magia científica y las humanidades de lo real-maravilloso, es, por su lado, quien cura en La Habana al enfermizo Esteban y el que advierte a Hugues y a Esteban que si no abandonan Puerto Príncipe luego del incendio y la destrucción, los negros los acabarán matando; el joven marido de Sofía, un hábil comerciante, bien parecido, estirado y flemático, termina semejando una silueta de vagas líneas dentro del almacén y la casa habaneras.
De los personajes incidentales podríamos recordar a dos marineros que acaban siéndonos raramente queribles (Barthélemy y Dexter). El capitán Barthélemy es un corsario que “sin dárselas de azote de los mares”, hacía su trabajo de asaltante de buques con cálculo y equilibrio; por su lado Dexter, el marino estadounidense, que surge con su nave en momentos claves, asombra por dos sentidos raros en periodos turbulentos: el sentido común y el sentido de justicia. No podemos olvidar a los sirvientes de la casa habanera, Remigio y Rosaura, diligentes y silenciosos, sombras de una familia que terminaría en una larga sombra.
EXPLOSIÓN DE UNA CATEDRAL
Dentro de las pinturas que poseía la familia de Carlos, Sofía y Esteban, hay una, me parece, que sería el emblema, o al menos una insignia, de la novela: “Explosión de una catedral”. Se sabe que el óleo, de autor desconocido, provenía de Nápoles. Esteban lo prefería sobre todos. Aparece desde el primer capítulo y aparece al final de la novela. Se trataba de una “visión de una columnata esparciéndose en el aire a pedazos (…) antes de arrojar sus toneladas piedras sobre gentes despavoridas”. Me parece que en el cuadro se resume la idea de la Revolución que Hugues quiso llevar a cabo, las ciudades destruidas y las decenas de miles de muertos en nombre de ésta, e individualizada, es la imagen final de Sofía y Esteban en la jornada de sangre de la revuelta madrileña cuando nadie volvió a saber de los dos.
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Marco Antonio Campos (México, D.F., 1949). Poeta, narrador, ensayista y traductor. Ha publicado los libros de poesía: Muertos y disfraces (1974), Una seña en la sepultura (1978), Monólogos (1985), La ceniza en la frente (1979), Los adioses del forastero (1996) y Viernes en Jerusalén (2005. La editorial El Tucán de Virginia volvió a reunir en 2007 su poesía en un solo tomo: El forastero en la tierra (1970-2004). Es autor de un libro de aforismos (Árboles). Ha traducido libros de poesía de Charles Baudelaire, Arthur Rimbaud, André Gide, Antonin Artaud, Roger Munier, Emile Nelligan, Gaston Miron, Gatien Lapointe, Umberto Saba, Vincenzo Cardarelli, Giuseppe Ungaretti, Salvatore Quasimodo, Georg Trakl, Reiner Kunze, Carlos Drummond de Andrade, y en colaboración con Stefaan van den Bremt, Miriam van Hee, Roland Jooris, Luuk Gruwez, André Doms y Marc Dugardin. Libros de poesía suyos han sido traducidos al inglés, francés, alemán, italiano y neerlandés. Ha obtenido los premios mexicanos Xavier Villaurrutia (1992) y Nezahualcóyotl (2005). Y en España, el Premio Casa de América (2005) por su libro Viernes en Jerusalén. En 2004, se le distinguió con la Medalla Presidencial Centenario de Pablo Neruda otorgada por el gobierno de Chile. En París es miembro de la Asociación Mallarmé. En el 2009 obtuvo el premio de poesía Ciudad de Melilla, España.