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Salvador Allende
La realidad médico social

Por Alfonso Calderón
Revista Vida Médica. Vol. 42, Nº5 Nov-Dic 1990

 

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En 1939, con su libro “La realidad médico-social chilena”, Salvador Allende examina severamente las condiciones  en que viven los chilenos de las clases populares, en plenitud de la desprotección, en medio de un aterrador despliegue de soledad, abandono y muerte. La verdad de las cifras, que no se incluyen como datos políticos, sino que sirven para situar al lector, en un acto de conciencia, frente a lo que cabe esperar de él, como persona, y a la sociedad en la cual se inserta, en procura de una vida colectiva más solidaria y armónica.

Sostiene que resulta fácil darse cuenta “del estado de miseria en que ha vivido el pueblo,  de la carencia de hábitos higiénicos, de la predisposición para que en él se desarrollen las epidemias y las enfermedades de trascendencia social, del grado de atraso cultural que le había impedido reconocer sus intereses de clase laboriosa”.

Sin quitar los ojos de la desnuda realidad cotidiana, el examen de la patología social de la época revela que se elimina del trabajo alrededor del 20% de la población activa, “reduciendo en una cifra más o menos igual el valor de la producción nacional. Esto es lo mismo que si la quinta parte de los trabajadores se hallaran en huelga, y, sin embargo, ni los patrones ni la sociedad se sienten conmovidos, ni se afanan en buscar las causas y sus remedios”.

Considera necesario agregar a estas nociones la idea de la carencia de un destino. No por un capricho o una mera aproximación ideológica, sino por un método de consideración que emerge como un poderoso agregado negativo, en la forma del “enorme porcentaje de desnutridos y subalimentados en donde  encuentran campo propicio las epidemias y las calamidades; la carencia de abrigo y de vivienda; la reducida cuota de urbanización que existe en el país; el incipiente desarrollo de la eugenesia entre los habitantes; el número subido de analfabetos y tendremos entonces las verdaderas proyecciones de la realidad social de Chile”.

¡Qué alivio ha de producir, en el auge de la democracia, y a partir del gobierno del Frente Popular, la preocupación del Estado por generar una política de salud que beneficie a los trabajadores! No se trata de una monserga, y para ello basta con revisar qué dicen, por esos días, todos cuantos visitan el país para conocerlo en profundidad. En el vasto registro de las crónicas de Joaquín Edwards Bello, en el diario La Nación; en las tesis de grado de los juristas y de los médicos; en los ensayos del doctor Eduardo Cruz Coke; en los libros de MacBride, de Keller, de Moisés Poblete Troncoso, se representa la desdicha del ser pobre en Chile. La regresión producida por el fin de la democracia chilena, en 1973, resulta evidente en materia de salud. Una cama, un médico, un hospital, un policlínico bien dotado pasan a constituirse en derroche (lo cual no es extraño, pues Milton Friedmann estimó siempre que instalar una plaza, por ejemplo, con cargo al Estado, era un gasto innecesario).

Salvador Allende, en 1939, se refiere a los gobiernos que estimaron “las necesidades de la salubridad nacional como gastos postergables y de importancia secundaria”, sin darse jamás a la prevención, “ni detenerse a pensar que el capital humano, que es la base de toda riqueza, constituye la más alta responsabilidad de un Estado moderno”. Si se examinan los libros de Tancredo Pinochet, ese noble servidor público, o algunas de las páginas del diario que él dirigió, Asíes, sin excusarse de repasar las crónicas del hambre, de la tuberculosis, de la Edad de Oro del piojo, del tifus, del conventillo, en textos muy amplios del diario La Opinión, ello salta a la vista.

Ya en 1939, Allende es exaltado por un profesor norteamericano que viaja por el país para escribir un libro, Chile durante el gobierno de don Pedro Aguirre Cerda. Pensaba que el sueño de un litro de leche diario para los niños del país era un primer paso, más que simbólico, en la construcción de un hombre digno y nuevo para el país de mañana o de pasado mañana. En 1943, cuando ya no es ministro de Salud, expone: “Chile consume 50 litros de leche por habitante al año, y Finlandia consumía 640; Holanda, 559; Francia, 340, y Estados Unidos, 360”. Un dato sirve de corolario: “el déficit de la producción lechera alcanza a mil millones de litros al año”.

En el mismo envión directo explica que un obrero chileno necesita trabajar, para obtener una libra de pan, 38 minutos, y agrega: “En Francia, trabaja el obrero, 12 minutos, y en Estados Unidos, 6 minutos”. Para obtener cien gramos de azúcar, el obrero chileno trabaja una hora; el norteamericano, 7 minutos; en Francia, 35. “Para obtener una docena de huevos, un obrero chileno debe trabajar 6 horas; un norteamericano trabaja 55 minutos, y un francés, dos horas treinta minutos”. Por todo ello, la privación, la deficiencia alimenticia determina –según dice- “nuestra alta mortalidad infantil y el poco desarrollo de nuestra raza, la escasez de rendimiento de nuestros obreros”.

Como el hombre político requiere el manejo sólido de los principios generales, el examen de las nociones se articula en un diagnóstico que no excluye el temple dramático del idioma: “El capital humano en nuestro país ha sido descuidado. En Chile hay una huelga permanente que representa una disminución de la capacidad de rendimiento de un 25% de los obreros en actividad. Es la huelga lenta, inobservable a primera vista, pero palpable en sus consecuencias y en sus repercusiones; es la huelga de la mala alimentación, es la huelga de la enfermedad crónica, es la huelga que corroe nuestra raza y que destruye nuestra vitalidad. Si del millón trescientos mil obreros que trabajan, trescientos mil se pararan, no habría gobierno ni patrones que lo soportaran; pero se soporta la huelga constante del 25% de ellos. Nadie reacciona contra este drama silencioso y permanente”.

Quien recuerde las informaciones de comienzos del siglo que ofrece el diario El Mercurio, creería que ya todo es pasado remoto. Sin embargo, en el cuerpo de indicaciones acerca del inenarrable espanto que provoca la visión colectiva de los conventillos, de la muerte lenta, de los accidentes del trabajo, situando la salud de nuestro país en el mismo nivel que la de Calcuta, El Mercurio ve que, a la larga, hay allí un fermento que puede pulverizar la noción de país.

 Pasados casi cincuenta años de ellos, en 1945, salvador Allende reafirma mucho de lo que había dicho en 1939. El progreso en asuntos de salud ha sido insuficiente, pero el problema adquiere una dimensión global francamente atroz. En Chile, “más de un millón quinientas mil personas viven en habitaciones insalubres; el 83% de nuestras viviendas tienen piso de tierra; en término medio, 7.5 personas viven por habitación, y 3.2 por cama”. Existía en 1939 un déficit de arrastre de 300 mil viviendas, “déficit que se aumenta anualmente, porque no se construyen las casas necesarias para hacer frente al aumento vegetativo de la población”.

Con los años se fue consolidando un deber-ser del chileno desprotegido. Se le puso en el ritmo vital de la persona humana. Se trató de mejorar todo cuanto fuese posible sus expectativas. La aplicación de leyes que lo resguardaran, los servicios de salud, la construcción de casas, la posibilidad de atención médica plena, los derechos de los imponentes abrieron camino a la esperanza. Hoy, en medio de los primeros esfuerzos cabales, tras el desinterés que aumentó la brecha entre las clases, los principios que llevaron a Salvador Allende, desde joven, a buscar una línea en donde los humildes tuviesen el derecho a la salud, pueden servir como un acicate de la moderada esperanza, sin exageraciones ni promesas unívocas. Comienza el tiempo de la solidaridad real. No hay que retrasar el reloj una sola hora.



 

 

 

 

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