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Una lectura de “Prófugos del mar”
Cerámicas de Rosamar Corcuera

Por Andrea Cabel

 

 

 

 

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Rosamar carga en su nombre, su destino. La fragilidad y la fuerza, el rojo deshojando un golpe húmedo contra cualquier roca.  “Prófugos del mar”, la reciente muestra de las cerámicas de Rosamar Corcuera, es una excusa para hablar de su trabajo, que es su pasión, que es un espacio de dimensiones flexibles, en el que el tiempo no tiene ni un ritmo lineal, ni uno circular. El tiempo en este universo se construye de otras formas, con otras pautas. La primera sala a la que entramos, nos muestra el momento de la llegada. Una gran variedad de personajes, huye del mar, escapa, y su huida huele a eucalipto. El suelo que nos transporta a este momento, huele a nuestra Sierra, a un trozo de nuestro país. Y la migración de estos seres alados (mágicos picaflores, algunos con cola de pez) mascarones de proa con mujeres mirando al infinito, caracolas, ángeles, este variopinto grupo de personajes, escapa. En su huida, vemos un bebe envuelto en su propio cuerpo, protegido en el cuerpo de un ser mágico, barco-humano. Las migraciones no estarían completas sin criaturas de poca edad. Sin rostros de cansancio y pena, sin el olor del momento.

El silencio rige la coherencia entre los ojos de sus criaturas, y el resto de sus cuerpos. Treinta piezas de cerámica, todas ellas, con rostros. Rostros, en su mayoría, de mujeres. Mujeres de fuerza, como mascarones de proa, como brazos abiertos hacia la eternidad. Es conmovedor el rostro de sus personajes, todos cargados de expresión, cargados de colores precisos, de líneas que simulan el tiempo que ha pasado, y repasa el volumen de su travesía. Uno deja de ser barro, y se hace latido, pulsión.

En este espacio de tránsito, como es la huida, vemos seres liminales, cuerpos que no son ni humanos ni animales, sino que son sobre todo, cuerpos creados con la tierra, que con el calor se despierta y adquiere volumen, textura modelable. La tierra, nuestra madre, la que nos alberga luego de haber vivido, y nos resucita en otros cuerpos, aquí, deslumbra en sus colores y en su forma de relacionarse con el agua, el aire y el fuego. La muestra invita a diversas lecturas, como todo buen texto, invita también, a leer entre las líneas y los trazos, los rostros de quienes cuentan una historia: la de como los cuatro elementos conviven en una armonía total, dejando ver que entre ellos, se necesitan, se aceptan, se re-crean.

Leo en “Prófugos del mar” la historia de la resistencia, de la adaptación como forma de sobrevivencia, de la fuerza del silencio, estos personajes nos cuentan de su pertenencia al cambio. Lo que interpela es la forma de viajar en un elemento y pasar a otro sin contradicción alguna. No es el fuego el enemigo del agua, ni hay complementos. Lo que hay es trasformación silenciosa, de un elemento se pasa al otro a través de ellos mismos. Me explico. Se usa el barro, la tierra en un estado especial en el que puede adoptar la forma que las manos necesiten. El barro se convierte en la forma del viento cuando golpea un rostro, este rostro aparece tal cual, como uno siente el viento, vemos el rostro de una mujer hecha cometa. Luego, el viento mira al agua, y la mece, vemos entonces los mascarones de proa, casi invencibles en su sola forma. Finalmente, otra metamorfosis se ve en el agua que se envuelve en caracolas, y les da a estas la confianza para mostrar su rostro. El fuego es el calor que permite que se salte del agua a la tierra, y está en barro, alcance la temperatura capaz de darle volumen.  El fuego da el calor a la tierra para que transgreda con su forma, su propia naturaleza y se haga otras.

En este tránsito parece que la mujer es una protagonista vital. Las mujeres de esta obra, con su silueta de mar, lleno de ondas y vértices agudos, migran de cuerpos, migran de espacios y elementos y se enseñorean en la fortaleza de su propia belleza. Hay una, sobre todo, que aparece como una virgen. Lleva un orificio en el corazón, y podemos ver atraves de este que como cualquier mujer, contiene el vacío de la eternidad, y tiene un vestido amplio, celeste, en el que está dibujado su nombre y su historia. Esta mujer carga en su indumentaria una herramienta poderosa de agencia y cuestionamiento. No es solo un personaje mágico, no solo transgrede espacios y formas como el resto de personajes, a ella la envuelve y la protege un ropaje que narra. Su vestido representa su historia y ella permite diversas lecturas de sí misma. Crear seres que nos obliguen a pensar en una lectura de su historia, que nos envuelvan en su pasado para contrastarlo con el que nos persigue a todos, es de por sí, un logro. En esta obra hay una trama, hay personajes, hay la plasticidad de las palabras cuando se arropan en el papel para buscar una idea. Los paisajes de esta muestra también nos interpelan, el mar y el cielo, por ejemplo, son dos espejos. Se reflejan y se necesitan. Se miran y sus colores, sus formas, se buscan. Uno sin el otro no existe. Así son los personajes del mundo que se va del mar, que deshojan su propia historia con su fuerza, todos están regidos por la fuerza de la simetría, por la belleza del equilibrio. Treinta piezas que oscilan en tamaños imponentes, y otros brevísimos, aun con rostro inquieto y ceño fruncido. Hay un universo detrás de cada cerámica en tanto cada una de ellas tiene un rostro, facciones y gestos que denotan emociones profundamente humanas. Todas las piezas, tienen un rostro, se identifican, se muestran. No son solo objetos, reproducen la vitalidad de la misma vida, son texturas que trasladan emociones y afectos, son la recreación de estados de ánimo y de una infancia que se mezcla con la adultez. Un universo maduro y constelado. 

Rosamar, como ella misma lo dice, es una pintora que hace cerámica. Pero no solo es eso. Es una artista capaz de trasladar la plasticidad tan compleja de la poesía, al ámbito de la cerámica. Es capaz de traducirnos los colores de los versos de su padre, el poeta Arturo Corcuera, sin dejar de mostrarnos su propia voz, su propio estilo y su profunda sensibilidad. Uno podría decir, como diría su padre:

“Cuentan los viejos
que los ríos
de antes
desembocaban
en los espejos…”

Y uno podría sentir que la estética de estos versos no son solo ritmo e imagen, sino la idea que persigue, la leyenda que construye, la invocación al tiempo como edad y espacio, naturaleza. Eso mismo con las treinta piezas de Rosamar. Eso mismo, pero con otra belleza, con otro pulso, uno que invoca a esa leyenda y que le da aliento de vida, que la despierta.



 

 

 

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