Historias de tiempos oscuros La ciudad está triste. Por Ramón Díaz Eterovic. Editorial Sin fronteras. Santiago, 1987. 102 páginas. Toque de difuntos. Por Ramiro Rivas. Editora Cerro Huelén. Santiago, 87 páginas. Por Alfonso Calderón
Publicado en APSI, N°227, 23 al 29 de noviembre de 1987
No hay equívoco posible: la aparición de un detective privado en una novela es un signo de que el número de muertos habrá de aumentar constantemente y en proporción geométrica. De ello hay prueba notoria en los libros de Dashiell Hammett, de Raymond Chandler o de James Cain, en donde el poder y la corrupción se van a aliar en procura de cadáveres insepultos, ya inservibles, y con heridas de todos los tipos, en medio de orquídeas y de millonarios, de músicos de jazz, de bellas malmaridadas y de dinero, cuando la palabra vivir se convierte en una moneda de calidad tan extraña como el doblón de Brasher.
Ramón Díaz Eterovic elige para tejer la intriga de su libro La ciudad está triste a un detective criollo, una especie de Sam Spade que debe emplearse a fondo, alisando virutas en un mundo opaco y feroz, —el del Chile de estos años—, metiéndose a desenredar asuntos que, mediante la acción de turbios y orilleros, se convierten en parte del crimen organizado por el Poder (un poder subdesarrollado y vesánico), en un deambular por prostíbulos, bares, y en la proyección de vidas que finalmente se transforman en nada, en delito triste y cimarrón.
Así, cayendo de turbio en turbio, el detective Heredia comienza, como muchas veces lo hiciera el fatigado Philip Marlowe, a buscar a una chica, la cual puede haber salido de su hogar en empresa poco menos feroz que la muerte. Heredia, contratado por la hermana de la muchacha, comienza a mover el avispero y a preguntar. Y con ello da en recibir palizas destinadas a servirle de aviso, propinadas por hombres que saben muy bien cómo provocar el temor, antes del descansa en paz.
Sin embargo, Heredia es de los que no cejan, dando el vuelto con facilidad y desplante, descubriendo cómo es de abyecto un mundo que ve en el crimen no una de las bellas artes, sino sólo el ajuste de cuentas del hampón. Si el sabueso aprieta, también muerde y se da maña para enamorar a una muchacha, a quien 'levanta" en un negocio de desnudos, a una Andrea triste y hermosa que "necesitaba un trabajo para vivir y lo único que había logrado era un poco de la mierda que arroja la ciudad para los que no tienen poder ni fuerza"; o, para dejar las cosas en su lugar, a ir abandonando, con agujeros en la frente o donde toque, a los esbirros y a los matones.
Como un tributo gozoso a los modelos, Díaz Eterovic ocupa la herencia yacente de la utilería verbal de la novela negra, deslizando esas frases que suenan al modo de un cuarteto de cuerdas en un loquerío, o, tal vez sin apurar la enumeración caótica, como una orquídea en las bodas de una mantis religiosa; pero posee una virtud esencial: la de no quedarse en la superficie, trazando —por el contrario— una metáfora directa de una sociedad dañada como la nuestra, mostrando una voluntad que le permite describir la era de la adversidad. En la plena ley de la selva, Heredia hace lo que él cree necesario, lo cual asombra, conmueve y perturba, pero da pie a Díaz Eterovic para urdir bien esta triste historia de todos los días.
Otro autor, Ramiro Rivas, en los relatos de Toque de difuntos sin duda pulsa una cuerda distinta Pero el tono coloquial, el orden cotidiano, la zona fronteriza entre el sentimiento y la agresión constante —que puede nacer de un error de óptica o de una forma más bien fatigada del rencor— y la gracia de saber contar historias ayudan a creer en la posibilidad de leer algo de este otro Chile que se ha ido construyendo sin la mayoría de nosotros.
En relatos como "Lo llaman Humphrey Bogart", "Saxo Jazz" y "Jaque Mate", Ramiro Rivas extrae las normas básicas de un modo de narrar. Ya se trate de un impulso o un asombro, de la validación de los hechos cotidianos o de la norma trágica de las vidas que no tienen salida, él usa una prosa hablada, que parece tan limpia como un golpe al hígado o un zapatazo en el mentón. El método es simple: se comienza sin apurar el paso, sin echar a correr repentinamente, como manotazo de ahogado o la primera copa de un día lento; de ahí, el tema va urgiendo a las palabras para que abran el camino y no se detengan y, por lo general, apremia al monólogo, reclutando un pasado apócrifo, un sueño oscuro, una pesadilla organizada, provocando el clímax de estas historias que no aceptan marginar lo que ocurre todos los días sin apoyarse en un puro alarde, en los juegos de la forma por la forma. Son historias de tiempos oscuros que vale la pena leer...
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La ciudad está triste. Por Ramón Díaz Eterovic. Editorial Sin fronteras. Santiago, 1987. 102 páginas.
Toque de difuntos. Por Ramiro Rivas. Editora Cerro Huelén. Santiago, 87 páginas.
Por Alfonso Calderón
Publicado en APSI, N°227, 23 al 29 de noviembre de 1987