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Crónicas de Alfonso Calderón
“El vicio de escribir”

Edición y recopilación: Lila Díaz Calderón



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Las crónicas de Alfonso Calderón nos recuerdan vivamente a su autor en persona: se leen rápidamente, captan nuestro interés de inmediato, tal como su conversación, vienen al caso, como se dice de lo pertinente, tienen gracia, son informativas sin pedantería y están compuestas con inteligencia. Aunque se ha dicho con razón que Alfonso Calderón fue un hombre de letras en el sentido de que no se especializó en determinado género literario sino que los cultivó casi todos con acierto, estas crónicas lo representan tan bien que concitan su presencia directa mejor que otras obras suyas. Pues, antes que nada, ellas recuerdan la intrínseca rapidez del escritor, su dosificación del tiempo para atender empeños diversos, su enemistad hacia lo lato y la lata, a la que nunca hizo concesiones, su simpatía hacia la inagotable variedad del mundo, un pretexto elegante para no despilfarrar ni las horas ni tampoco los minutos. Al punto de que él mismo llegó a preguntarse: “¿Cuánto se demora uno en escribir cada crónica? A veces pueden ser 20 minutos, pero en ocasiones la crónica toma años de vida, de reflexión, de dolor, de pugna de sentimientos, de miedo, de orgullo, de vanidad, de pasión o de simple y necesaria paciencia”. (Aquí en “Crónica sobre nada”).

Esta obra también nos evoca a Alfonso porque tantas de estas crónicas se refieren a la lectura, a los libros, a escritores, a las actividades de leer y escribir, a las bibliotecas, al lenguaje y las palabras, a la poesía y la prosa, a los periódicos, la crítica, las revistas, a la publicación de lo escrito, a la fama de ciertas plumas, a la literatura como una forma de vida y el objeto de un amor permanente. Por último, porque todas las crónicas de este libro fueron compuestas con igual cuidado y atención. En la dedicación igualitaria a todo lo que escribió está la huella de la justicia que ansiaba y también la generosidad de sus actos, además de la inusual capacidad de Alfonso Calderón para prestar atención con mucha intensidad cuando algo lo valía.

Esta antología de crónicas se compone de nueve partes: “El vicio de escribir”, que le sirve de título al conjunto, también designa a la primera, y además, dentro de esta, a la primera de sus crónicas. Los intereses y temas predominantes son la literatura y las artes de la pintura y el cine. Hay varias secciones cuyos títulos anuncian composiciones que podrían referirse a otras cosas; entre ellas, las llamadas “Animalia”, “Arte de matar”, “Excentricidades” y “Mujeres a granel”. Pero aun en estos apartados asoman de repente los asuntos principales. Por ejemplo, en la sección titulada “Animalia” nos encontramos con el recuerdo de una fábula de Esopo en la “Historia de un oso polaco” y con referencias a la cinematografía en “El perro que amaba el cine”. La sección “Un arte de matar” comienza con un párrafo sobre la escultura griega arcaica y sigue adelante, en la segunda crónica, con el recuerdo de lecturas de D’Halmar, Alone y Edwards Bello. El matador en cuestión resulta ser cierto Wang Lung, un verdugo de la dinastía Ming, del que se dice que habría podido interesar a Borges. Allí donde se trata de matar, Hitler y Auschwitz no pueden estar muy lejos; Alfonso Calderón le dedica tres crónicas a esta pareja: “El tema del traidor y del héroe”, “En Lídice” y “Un gran libro de Maritain”. En el apartado que lleva el título algo juguetón de “Mujeres a granel”, encontramos una crónica sobre Gabriela Mistral. Lo que llamamos ‘a granel’ es siempre pequeño y numeroso y se exige que lo haya en abundancia, pero esta mujer es, para desgracia nuestra, lo menos a granel concebible, sobre todo por la falta de abundancia. Por eso es que el escritor la trae a colación no por su persona sino por sus opiniones, las que casi siempre resultan futuristas contrastadas con la mentalidad vigente en el país. Un poco más adelante, todavía en la misma sección, una crónica sobre “Brujas a granel”, donde se dice que: “Andrés Bello, que puso orden en el pensamiento de Chile, creía en ellas”. El cronista, obviamente no. Hacia el final de la sección dedicada a las mujeres, la Reina Victoria, de la que se cuenta que, informada sobre Jack, el Destripador, dijo: “No puede ser inglés”.

Me dirijo ahora al corazón declarado de esta hermosa antología, a la sección titulada “Galería de autores”. Montaigne, Baudelaire, Rousseau, Rilke, Dickens, etc., etc.. En este terreno el lector asiente y disiente alternativamente, nada se presta tanto para conversar comparando estimaciones y formulando críticas como la propia experiencia de los grandes creadores literarios y de sus obras. Alfonso Calderón los presenta siempre a propósito de un suceso que afectó a los artistas, de un aspecto particular de sus vidas o de sus famas, de una frase o anécdota reveladoras. Una verdadera crónica difiere mucho de un artículo abstracto y generalizante de diccionario. Una crónica selecciona un cierto momento por lo que lo distingue de otros, una ocasión por lo que la hace memorable, una declaración por su contenido. El cronista elige por razones, consulta sus gustos, no evita el acento personal, sino que se atiene con confianza a su saber y a sus preferencias.

Mi lectura llega a un punto delicado: “Las voces de Pessoa”. Ahora el cronista hablará sobre alguien que me importa más de lo que puedo explicar y justificar y sobre su obra, que es una maravilla. Espero estar de acuerdo con él pues en esto de Pessoa no cedo en nada. Pero Alfonso Calderón es tan sensato y justo, no se equivocará precisamente aquí. Lo de las voces en plural que menciona el título de la crónica, se refiere a los seudónimos del poeta, sus otros mismos, inventados por él, pues “quería ficcionalizarse”, sostiene Alfonso Calderón. Esta interpretación de los varios alias de Pessoa me tranquiliza, pues es algo que, en diversos grados, hacemos todos. Calderón, el inteligente, no exagera la importancia de una de las manías de Pessoa como hacen otros comentaristas, que están dispuestos a olvidarse de la poesía que le debemos al gran poeta para dedicarse a la interpretación psicológica del escritor. En esta crónica su autor examina algunas de las ideas políticas de Pessoa, que, por su extremismo, son una sorpresa para los admiradores de la obra. Pessoa perteneció al movimiento neo-pagano europeo y parte de sus opiniones sobre asuntos públicos derivan de las ideas de estos grupos críticos y enemigos de la civilización cristiana.

Mi admiración por este libro claro, supremamente fácil de leer y satisfactorio por su rico contenido, por su juicio ponderado, su tono constructivo, su sensibilidad delicada, equilibrada. Alfonso Calderón, refiriéndose en él a cientos de escritores, artistas y personas de nombradía por diferentes méritos, nunca da muestras de exasperación o de sentimientos negativos ante nada, ante nadie. Lamenta, en una ocasión, la manera como los escritores hablan de otros escritores. Nunca incurre, ni por un momento, en el hábito de referirse odiosamente a las personas y a sus producciones. Este libro demuestra que su rechazo de las malas costumbres y de la maledicencia de sus congéneres es perfectamente sincero.

Carla Cordua
Santiago, septiembre de 2009.

 

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Selección de crónicas

 

 

 

¿DIOS O DIOSA?

No son pocos los debates actuales, más en privado que en público, acerca de Dios como Ella, quitándolo de en medio como ser patriarcal. O de un El /Ella, aparejado en los viejos juegos del Sol y de la Luna, de Sansón y Dalila.

Al leer un volumen reciente, el tercero, del “Tratado de antropología de lo sagrado” (Editorial Trotta, Madrid, 1997), que se refiere a las civilizaciones del Mediterráneo y lo sagrado, veo que su autor, Julien Ries, recuerda que la aparición de la idea de divinidad es uno de los rasgos principales del Neolítico, alrededor del año 8.000 antes de Cristo.

La figura femenina preside todas las representaciones: sentada, sosteniendo a un niño, a un leopardo; en trance de parto, tumbada, inclinada hacia adelante. El culto a la mujer-diosa en Anatolia está probado por las figurillas encontradas en las múltiples excavaciones.

Hacia el año 2700 antes de Cristo, con los reyes de Onossos dominando el mar Egeo, “la figura central del panteón minoico es la diosa”. Las raíces del Dios-Mujer están, sin embargo, calificadas en el Paleolítico. Desde el año 25.000 antes de Cristo ésta, en las estatuillas, deja que se subrayen “los centros de los que emana su poder procreador” (Marija Cimbutas, “La religión de la diosa en la Europa mediterránea”). Lo sorprendente de estos estudios es que prueban que la Diosa del Paleolítico y el Neolítico, “creadora de vida por sí misma, realiza en sí el poder de la partenogénesis. Es la Diosa Virgen primordial que se autofecunda y que ha sobrevivido en numerosas formas de cultura hasta nuestros días”; parte de la mujer que podía “dar nacimiento y alimentar con su cuerpo a su propio hijo”, acto sagrado que se veneraba “como suprema metáfora divina”.

El embarazo de la Diosa se asocia a la tierra, en donde la germinación permitía el ciclo de la vida. Comienzan a verse, muy temprano, las tumbas cavadas en la tierra en forma de claustro materno. Se trata de nacer y morir, saliendo y volviendo al sitio sagrado de la madre.

Los hilos sutilísimos que se unen en los tejidos de la era arcaica griega llevan a meditar sobre el poder del hombre. El emplazamiento griego de Delfos, célebre por su oráculo, viene de la palabra “delphys”, que significa nada menos que “matriz”.

¿En qué momento se produce el relevo de la Diosa y su reemplazo por el Dios? No cabe duda de que los cambios de cultos, del lunar al solar, son expresión de esas transformaciones.

Tal vez —como se ha escrito— fueron las invasiones de los indoeuropeos (4.500 a 2.500 años antes de Cristo) las que aplastaron la cultura de la Diosa “e impusieron una estructura social patriarcal, una economía ganadera y un panteón de dioses predominantemente masculinos”. Sin embargo, la religión de la Diosa fue un rezago vivo en muchas culturas, lo cual permite saber que no es descabellada la pugna de hoy por hacer de Él, Ella.

2 DE SEPTIEMBRE DE 1997

 

 

Recuerdos de Augusto D’Halmar

Me gusta recordar (y releer) los seis o siete volúmenes de las “Memorias” de Pío Baroja. Es un libro en el cual las anécdotas permiten reconstruir la vida española, los usos, las costumbres, los pensamientos públicos y privados, la historia de los mentideros, en medio de un despliegue de personajes que hoy son mitológicos, como Unamuno, por ejemplo.

Tengo muy presente lo que dice del autor de “El sentimiento trágico de la vida”. Unamuno, según Baroja, era el gran sostenedor de sus libros, del pensamiento propio, de la cátedra viva, de sus ideas sobre España y de la historia de los vocablos y voquibles. Una vez muerto él —continúa don Pío— no habría nadie para alabarlo, seguirlo, defenderlo hasta de sí mismo.

Era en 1948, y yo me puse a pensar quién era, en ese momento, el equivalente —como modelo de escritor representativo y eficiente— en Chile. Supe de inmediato que Augusto D’Halmar, nuestro primer Premio Nacional de Literatura, capitán de barcos fantasmas, traductor de Lubicz Milosz, al morir perdería su pedestal. Ya no estarían sus anécdotas (falsas o verdaderas) de Egipto, de España, de Italia. Ni su voz de actor de carácter, ni su figura de héroe que no capitulaba.

En 1975, gracias a los desvelos de Carlos Nascimento, pude recoger las páginas perdidas de sus memorias, a las que él había inventado un título: “Recuerdos olvidados”. Casi 600 páginas de todo lo que había visto y oído y mucho más. D’Halmar, sin embargo, había sido olvidado. Nadie sabía ya de su hermoso y pequeño libro “Mar”, ni de los grandes cuentos de “Cristian y yo”, ni de “La Mancha de Don Quijote”, ni de nada. Todo se había marchado al morir él. Tal cual decía Baroja con respecto a Unamuno. Hoy me he puesto a recordar, para esta columna, su cabello blanco y delgadísimo, sus grandes ojos azules, su palidez extrema; la voz que habría servido para encarnar al personaje de “Tierra baja”, de Guimerá. Lo oí muchas veces, en la tertulia de la Librería Nascimento, contar anécdotas (y cuentos del tío). ¿Cómo se llamaba —decía, mirándonos— aquel pequeño con rostro de tártaro con el cual jugué ajedrez en París? “Lenin”, le decíamos. “Sí”, respondía. “No pené́ que llegara a ninguna parte”. Darío le habría escrito un soneto. Sabíamos que lo había escrito el propio D’Halmar. Ya le habían puesto (contaba) su nombre a una calle en Madrid.

Lo fui a ver, la última vez, a una oficina que le dio el subsecretario de Educación (Julio Arriagada A.) en la Biblioteca Nacional. En vez de una placa ahora hay allí un baño. Don Augusto se escondía a escribir sus obras, fingiendo que trabajaba en los rubros “Debe” y “Haber” de un libro de contabilidad que parecía la Biblia. Me dijo: “Al término del franquismo, en palacio me harán duque, el duque D’Halmar”. Y eso me pareció muy bien, aunque él murió en el verano de 1950, 25 años antes que Franco. Fue, por tanto, un duque sin ducado.

4 DE JUNIO DE 1996

 

 

Editorial Catalonia, Santiago de Chile, 2009

 



 

 

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