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Alfonso Calderón o el ejercicio de vivir

Lila Calderón


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Alfonso Calderón (1930-2009), fue un escritor chileno, poeta, cronista, ensayista, memorialista, investigador, Premio Nacional de Literatura 1998, y el padre que por fortuna tuve y con el cual aprendí, sobre todo, a valorar el ejercicio de vivir con sentido. Hoy, me produce la extraña sensación de estar observándolo en su trabajo literario habitual, como si estuviera aquí, en alguna calle del centro de Santiago o en la Biblioteca Nacional —su hábitat—, y conversáramos de los trabajos que teníamos o  proyectábamos hacer y, (lo que me entristece), los planes para asistir y registrar el Bicentenario de Chile, un hito que lo emocionaba mucho. Pero lo inesperado ocurrió, y murió el 8 de agosto de 2009, a los 78 años de edad. Sin embargo, tengo mil motivos para recordarlo, además de los libros.

De niña me encantaba entrar a su biblioteca y correr entre los pasillos de estantes que se curvaban por el peso de los libros, dispuestos en doble fila para albergar la sobrepoblación de autores, que convivían sin problemas en ese silencio que yo suponía cargado de secretos. Y era feliz sabiendo que había hileras de libros pequeños, escritos para niños, empastados y con letras doradas para que mi mamá nos leyera a la hora del almuerzo y la comida, y con los cuales era imposible aburrirse, porque eran bastantes y porque mi mamá les cambiaba los finales para mantener nuestra atención. Eso me emocionaba mucho, la sorpresa, también a mi hermana Cecilia, la menor, pero mi hermana Teresa, la mayor, se indignaba y le iba a contar a mi papá que le estaban mintiendo con el cuento, que así no era la historia, y a él le daba ataque de risa, solía reír a carcajadas con nuestras inocencias que tal vez reconocía en sí mismo. También se reía mucho con los chistes fomes que nos contaba cuando quería entretenernos o con unos dichos a los que no les encontrábamos ninguna gracia, como “Esto es más viejo que el hilo negro” o “Del uno, dijo aceituno”, “me están contando el cuento del tío” o “más sabe el diablo por viejo que por diablo”,  cuando nos descubría en alguna de nuestras maldades. Con la Tere nos mirábamos a los ojos como diciendo “exijo una explicación”, hasta que un día se me ocurrió que nosotras inventáramos chistes y fue maravilloso. Descubrí el absurdo. Y lo alimentamos hasta que se lo llevamos de regalo un día a la hora del almuerzo y entonces nos tomó en serio. Yo empecé a escribir tempranamente y a formar mi primera biblioteca que él incrementaba con regularidad. Le debo esta relación con la palabra, y con el humor, pero también con el cine y la vida. Y oigo su voz cada día cuando me dictaba por teléfono notas para un libro o me daba bibliografía adelantando un trabajo que emprenderíamos juntos como una hazaña compartida. Mi conexión con él era de alma más que de piel. Y eso perdura.

Mi padre me impresionó desde la niñez. Me parecía un sabio que comprendía a fondo todo lo que ocurría en la tierra, y en todos los tiempos. Aunque yo le preguntara las cosas más extrañas, él siempre intentaba una respuesta coherente o motivadora para que yo misma investigara más. Aprovechaba al mismo tiempo la ocasión para dar de inmediato bibliografías o enviarme directo a revisar el diccionario. Fue así como me entregó fórmulas para explorar rutas donde descubrir los tesoros que provee la investigación y disfrutar del logro, como si se tratase de un banquete al que se podía invitar a quienes padecían de nuestro mismo apetito, más bien del hambre voraz, que lo llevaba a buscar, conocer y citar. Porque ése era el modo de establecer sus nexos con la humanidad. Él sabía y asumía su rol, reconociendo que al entrar en escena, como actor creativo, ya existía el teatro, las máscaras, el público, el lenguaje dramático y se seguían oyendo los ecos de aquellos grandes autores que dieron vida a la épica, a la tragedia y la comedia. Así, para mi padre la tierra entera era el lugar de los hechos, el detonante de la poesía, el sitio del suceso que se le hacía crucial registrar, usando las diversas posibilidades de la escritura, a través de la crónica, diarios de vida, de viajes, memorias, ensayos y la poesía, respetando la tradición literaria, aunque trazando una ventana que le permitía recuperar e incorporar en su obra, todos los pasajes relevantes de la historia humana, donde hay lugar para las citas y el rol de los referentes, como quien dirige el drama, registra los diálogos y autoriza también al interior de la escena la función del apuntador, que quizá pareciera ser el fiel representante de la memoria colectiva.

En su obra hay alusiones y homenajes constantes al cine, con el cual mantenía gran  afinidad, especialmente con movimientos como el neorrealismo italiano y algunos de sus filmes clave: “Roma ciudad abierta” (Rossellini, 1945), “Paisá” (Rossellini, 1946), “Ladrón de bicicletas” (De Sica, 1948), “Milagro en Milán” (De Sica, 1950), “Umberto D” (De Sica, 1952), “Senso” (Visconti, 1954) “La strada” (Fellini, 1954), y películas más tardías, en esa línea, como “La dolce vita” (Fellini, 1960), “Il sorpaso” (Risi, 1962), “Nos habíamos amado tanto” (Scola, 1974), y tantas otras historias donde campea la tristeza, la desesperanza, la injusticia, la frustración, pero también la nobleza, dignidad, ternura y solidaridad. Son filmes que vio muchas veces a lo largo de su vida y atesoraba en su videoteca para revisar fragmentos, recordar un diálogo, recorrer un paisaje, describir una actuación, que luego habría de mencionar en sus libros y crónicas como parte de la historia que le importaba y que reflejaba más hondamente la realidad del ser humano, mucho más que la historiografía, que le producía, siempre, cierta desconfianza. Alfonso Calderón rescataba la historia como un puente o mirador para entender el presente, ya que el paso del tiempo, que cubre todo con su niebla o la tierra que sepulta cuerpos y pasajes, le parecían sucesos sobre los que, instalado el olvido, ya no hay posibilidad de mantener en la superficie y a corta distancia, como para ver, sin perder la perspectiva, hechos y fenómenos de la humanidad, y entender sus razones o la falta de ellas. A él nada le sorprendía. Porque todo sigue sucediendo en el presente como si fuese la primera vez. Hay guerras, el río crece y se desborda, las casas se derrumban, traición y corrupción son una constante, el asesino vuelve al lugar del crimen una y otra vez, quizá con el propósito de que alguien pueda descubrirlo, liberarlo  y finalizar con su rutina en una sola y única vida.

Así, pienso, la bruma existencial percibida como una obsesión en sus diarios, se alza como el leit motiv que cruza su obra completa. Una escritura que reflecta y refracta la confusión y fusión del yo bajo las máscaras que descubre y con las cuales aprende a convivir, mientras se va llenando de ecos y secretos, al constatar que bajo caretas y armaduras no hay sino apenas un hombre solo, que teme al momento en que el ángel de la muerte vaya a su encuentro, abriendo las alas como las páginas de un libro que se escribe a sí mismo, y que debe abrazar y abrasar en la iluminación letal del desenlace.

Mi padre era muy generoso con sus conocimientos y se regocijaba entregando lo que descubría en la lectura, aunque siempre estuviese pensando en escribir. Podía ser sobre un tema que le apasionaba —que eran muchísimos— o sobre un personaje curioso de cualquier momento de la historia que le parecía importante rescatar. Los temas sobre los cuales armaba la red que le permitía conectarse con autores y obras universales de diversas épocas y países, se debatían entre la dudosa y compleja realidad, la literatura, la creación, el arte, la belleza, la muerte, el tiempo, la memoria, el ser, la existencia, el coleccionismo, el amor, el humor y la ironía como modo de vida, la libertad, pérdida de la fe, el abandono, conductas humanas como la traición y la ruindad, entre otros. Y cuando no pensaba en crear, pensaba en recuperar, desenterrar o liberar a un autor de la desgracia de haber vivido en una época que no le correspondía y que lo había condenado al olvido. Entonces se preparaba para la hazaña e iba construyendo montículos de libros interceptados por notas redactadas en fichas, con su letra diminuta, marcadores de páginas con colores vivos o abrecartas que parecían espadas, desplegando lápices y lapiceras por decenas, dispuestas como las armas para un duelo, que él debía ganar y del cual volvería con un libro entre las manos o un artículo o una crónica, que cuando era niña suponía preparándose para escribir un cuento porque yo, aunque no era capaz de hacer la diferencia, sí sabía, notaba, que cuando terminaba de teclear en su máquina de escribir, él estaba muy feliz. Entonces salía de su escritorio, de la casa en La Serena  —la casita en un árbol con ventanas abiertas por las que perfectamente podía entrar una nube y una rama cargada de frutas y pájaros— ponía el tocadiscos en el living y escuchaba tangos o música de películas y cantaba. Y tenía buena voz. En ese momento me parecía una actividad propia de su trabajo de profesor, yo no entendía qué era ser escritor. A los seis o siete años no distinguía bien cuáles eran los límites de su profesión pero me parecía que tenía mucho trabajo y poco tiempo para jugar. También llegué a pensar que nadie le había enseñado a perder el tiempo y traté de involucrarlo en conversaciones con amigos mágicos, a los que él mandaba amistosamente a jugar al huerto conmigo y no se mostraba muy interesado en saludarlos o preguntar de dónde venían o hacia dónde iban. Mi papá vivía contra el tiempo y su manera de estar con nosotras, sus hijas, era involucrándonos en su mundo creativo, regalándonos libros en versiones maravillosas con dibujos que se desplegaban para envolvernos, llevándonos al cine o enseñándonos a iniciar colecciones de revistas, a llenar álbumes de estampas con personajes de cuentos o actores de películas como “El Cid” o “Tarzán el hombre mono” o aquellos de las superproducciones bíblicas de Hollywood que tanto nos gustaban a mis hermanas y a mí. Actores, actrices y cineastas, aventuras de película o del oficio, fragmentos de sus vidas sobre los que más tarde escribiría artículos para diarios o quizá un libro, como“¡Adiós, Hollywood!” (1985), con casos curiosos, emblemáticos, tristes, sorprendentes, desde dentro y fuera del telón mientras el tiempo pasaba y Chaplin hacía titilar la luz con su bastón o la incitante Marlene Dietrich cantaba “Enamorándome de nuevo”, en “El ángel azul”.

Más tarde, fui comprendiendo cómo relacionaba todo, tenía una capacidad abismante para encontrar caminos, senderos y puentes entre las palabras y las cosas. Porque el modelo de trabajo que tenía como método creativo, y con el cual concebía su vida —como he comentado—, era un ejercicio de conexiones fragmentarias textuales, que no se perdían en el tiempo, sino que se revitalizaban al reactualizarse al infinito para encontrar allí, quizá, el sentido de la continuidad de la especie y de la esencia de la creación. La permanencia, el documento, la huella, era para él, un asunto crucial. Todo lo escrito o la experiencia registrada por un testigo, ya fuera de manera documental o a través de la ficcionalización de los personajes que hubiesen participado en ella, en una novela o un diario, por ejemplo, latían en su imaginario expuestos más allá de la línea habitual o convencional del tiempo. Y en la concepción de la obra global de mi padre creo que rige este principio y es el motor de sus relaciones con seres vivos, muertos o de ficción. Y yo lo siento como un poder aglutinador en su manera de habitar la realidad. Así, el ejercicio de vivir es parte de un ritual sagrado que le permite manifestar en sí la presencia de los otros hombres y mujeres o dioses en un sitio concreto, desde donde puede alcanzar el tiempo ahistórico de los mitos, como lo estableciera Mircea Eliade, en “El mito del eterno retorno”. Alfonso Calderón se debe al creador y al cronista, pero cobra su real dimensión cuando abre relaciones con aquellos que dieron lugar a la leyenda, dictaron pautas con su actuar heroico, o a tientas crearon el universo y  motivaron el registro de esa tarea, a través de los mitos de origen. De esta manera, el compromiso creativo es el fin que lo impulsa, como una ocupación permanente y perentoria, aquella que le permite crear-creer en sí mismo y mantenerse con vida, en un débil límite desde donde sale victorioso por el aprendizaje que le diera su lectura del mundo; una realidad que lo acosaba metódicamente con la angustia, que parecía vincularlo a la antesala de la muerte. Y temía a la muerte y la resistía, buscando emociones que pudieran reencantarlo. Así, la efervescencia amorosa lo conectaba con su juventud e impulsaba a ocupar el mundo con la pasión del joven romántico que se solazaba en el descubrimiento del adolescente —que mantuvo con vida hasta el fin de su existencia—, y que podemos encontrar abordando su mundo poético. Del mismo modo, da aliento al ermitaño que rige y ordena el templo del escritor, ofreciéndole poner a su servicio los secretos de la alquimia. Sin embargo, puede encarnar, por estas mismas razones, a aquél que no olvida las ofensas cometidas en su contra, y convertirse en un obsesivo recuperador de la memoria para no olvidar las crueldades que el hombre ejerce sobre su prójimo, en cada vuelta de la historia.

Alfonso Calderón estructuraba sus trabajos y su día a día jugando con la idea de capítulos, notas o páginas de diario, a través de reflexiones que permitían generar un diálogo, un monólogo o un encuentro con autores claves, en su descubrimiento de la literatura, o reconocidos por él como interlocutores con los cuales se identificó a lo largo de su vida. Entre los autores universales advertimos cumbres como Michel de Montaigne (1533), Miguel de Cervantes (1547), William Shakespeare (1564), Honoré de Balzac (1799), Gustave Flaubert (1821), Fedor Dostoievski (1821), León Tolstoi (1828), Emily Dickinson (1830), Henry James (1843), Marcel Proust (1871), Stefan Zweig (1881), Franz Kafka (1883), T. S. Eliot (1888), Marguerite Yourcenar (1903), Isaac Bashevis-Singer (1904) Jean-Paul Sartre (1905), Simone de Beauvoir (1908) y Albert Camus (1913), entre otras grandes figuras.

Había muchos escritores chilenos que leía o citaba, por ejemplo, Augusto D'Halmar (1882), Joaquín Edwards Bello (1887), Gabriela Mistral (1889), Hernán Díaz Arrieta, Alone (1891), Manuel Rojas (1896), su maestro Ricardo Latcham (1903), Pablo Neruda (1904), Nicomedes Guzmán (1914), Teófilo Cid (1914), Carlos León (1916), María Luisa Bombal (1919), Luis Oyarzún (1920), Miguel Arteche (1926), Enrique Lihn (1929), Martín Cerda (1930), y Jorge Teillier (1935), entre muchos otros a los que conoció, entrevistó, o eran sus amigos y amigas en la vida y las letras. Y que me harían extender demasiado estas páginas, especialmente porque como familia, vivimos muchas anécdotas y experiencias geniales, divertidas, inolvidables con ellos, en cenas, paseos o aventuras que espero narrar más adelante, y de manera independiente de esta semblanza. Y eran pasajes que atesoramos con mi madre y hermanas porque hacían de nuestras vidas algo muy especial cuando éramos unas preadolescentes entrometidas y burlescas, que les escondíamos chaquetas o sombreros para observar qué harían sin ellos, o demorarles la salida, porque los encontrábamos a todos muy divertidos, y en general no se complicaban ni tenían prisa. Bueno, ya empecé a extenderme más de la cuenta, porque estas evocaciones son muy vívidas y hasta parece que los oigo cantando tangos o recitando sus últimos poemas a máquina llenos de borrones.

Recuerdo que mi padre hablaba también sobre grandes figuras latinoamericanas como Alfonsina Storni (1892), César Vallejo (1892), Jorge Luis Borges (1899), Alejo Carpentier (1904), Juan Carlos Onetti (1909), José María Arguedas (1911), Ernesto Sábato (1911), Octavio Paz (1914), Julio Cortázar (1914), Juan Rulfo (1917), Mario Benedetti (1920), Rosario Castellanos (1925), entre otros muchos personajes del mundo  literario de aquí y de más allá, a los cuales mencionaba ante una experiencia, sentimiento, anécdota, problema familiar, lucidez al precisar un tono, un tema, un dolor, una sorpresa. Y con los cuales nos fuimos impactando en la etapa juvenil de nuestras vidas cuando los leíamos con admiración y le comentábamos lo que pensábamos o sentíamos y queríamos saber más, y a él le gustaba hablarnos, darnos pautas y preguntas para abrir puertas posibles a la edad que teníamos entonces.

En sus Diarios de viaje, leo una suerte de collage con pinturas y textos, melodías, letras de canciones a los que agrega paisajes, que dan cuerpo al escenario descrito, y operan, a su vez como frisos, que le ayudan a instalar sobre la página su sistema de pensamiento y comprensión de la realidad. Su juego está en dirigir la mirada del lector a través de la iluminación con la cual destaca un tema o una imagen, al privilegiar a alguno con el primer plano, un altorrelieve o dar a otro la opacidad de una zona de sombras. Esa es su manera de sintetizar y rescatar lo relevante de todo cuanto recoge o encuentra. Es su forma de jerarquizar, valorar, poner en la balanza lo que considera central o importante del vía crucis que observa y del cual forma parte. Su solución para destacar lo que perdura, luego del juicio. Las atmósferas de Alfonso Calderón son generadas por los contrastes de luz, a veces fuertes, a la manera expresionista, despertando sombras sobredimensionadas y confusas que provienen desde diversas fuentes lumínicas. En otras ocasiones, el acontecer está bañado por los destellos impresionistas con los cuales generalmente recupera un pasaje nostálgico, nutrido por la generosidad de una naturaleza pródiga en belleza y armonía, esencia y modelo anhelado o confrontado por los creadores de todos los lenguajes expresivos. Otras veces, la descripción de un clima permite captar que el sitio está cargado de fuerzas fauves, que estallan sobre la página en su intento de poblar los muros con colores indomables, indestructibles, como la pasión que nutre las vertientes alborotadas de un inmenso corazón.

Se encuentran también en sus diarios, memorias, crónicas y en la poesía, ciertos momentos donde se desatan lluvias lúdicas, puntillistas, sobre figuras que se asoman vibrando o bailando y que llenan de perfume y claridad el paisaje. Se ve, y él lo confirma, que existe una gran empatía con pintores como Marc Chagall, René Magritte, Paul Klee, Van Gogh, Vermeher, Matisse, Manet, Toulouse-Lautrec y Goya, entre muchos otros. Acerca de Magritte ha dicho que le conmovía el cuadro “La llave del campo” (1936), cuya ventana con el vidrio quebrado muestra el paisaje roto, como un rompecabezas que al perder sus piezas cercena la realidad.  Quizá lo sentía posible como un sueño frágil y de límites dudosos, sobre el que se pinta, se escribe o habla. Problemática siempre presente en él y que le permite emparentarse con los personajes dramáticos Hamlet y Segismundo a través de su multidiálogo, ya que Calderón evita dar curso al monólogo. Y a mayor angustia mayor síntesis comunicativa, como si de ese modo exorcizara el horror de la desesperanza. Y desde ahí a descolgar el teléfono para evitar hablar o realizar reuniones brevísimas, sólo queda un pasillo interior desde el escritorio de Calderón-Squadritto a la torre-calabozo en “La vida es sueño” de Calderón de la Barca y a los salones del castillo de Elsinor en Dinamarca, donde se debaten los problemas fundamentales de la existencia y la muerte, entre otros temas que producen temblores de igual magnitud y cuyo epicentro se encuentra en el corazón herido de la humanidad.

La música tiene también un lugar preponderante en su trabajo, no sólo por las constantes referencias a músicos, cantantes y obras doctas o populares. Aquí el sonido es parte de la armonía que da ritmo, potencia, ambienta, relaciona o estructura sus diarios de viaje, por ejemplo, una sumatoria de momentos que rigen el recorrido de una ciudad, galería de arte, visita a un sitio histórico o rumbo al encuentro de las huellas familiares en viejas calles de Sicilia o empinados cerros de Valparaíso. La música evoca un sentimiento, acompasa algunos miedos, como aquel de extraviarse y caminar a ciegas en un punto cualquiera del mundo. Perder la conexión de un vuelo en un aeropuerto le provocó crisis de pánico en una ocasión, el metro de París le producía vértigo y prefería desplazarse sobre la superficie, las aglomeraciones humanas lo perturbaban, sufría con el aroma de las flores en los jarrones, iglesias, cementerios, que definitivamente asociaba con la muerte, y su horror a la ausencia de Dios, que le habría facilitado la vida si él no hubiera perdido la fe. Miedo a perder a Alicia, su hermana muerta en la infancia, con lo cual se inició el desagrado por los hospitales, enfermedades, rituales mortuorios y cementerios. Miedo a perder la memoria, miedo a perder el amor de quienes lo amaban o debieran amarlo, miedo a la invalidez que lo reduciría a perder el control sobre su vida. A perderse. La música traduce esa angustia que a veces es coral, operática, intimista, cercana al Jazz o al blues. Entonces pueden aparecer tanto Bach, Vivaldi, Berlioz, como Django Reindhart, Ella Fitzgerald, el Canto Spiritual, Louis Armstrong, los ritmos de Don Azpiazú, Benny Goodman, Duke Ellington, Glenn Miller, tangos de Gardel o Santos Discépolo, o la anhelada música de las esferas. En su testamento escribió que deseaba ser despedido en el cinerario con el Doble Concierto para Violín y Violonchelo en La Menor, de Brahms. Y así se hizo.

Trabajamos en muchos libros durante los últimos años y conversábamos bastante por teléfono. Conformábamos un equipo con mi hija Lila Díaz y eran geniales nuestras reuniones, el circuito de libros, fotocopias y manuscritos que transitaban entre nosotros o se intercambiaban de departamento a departamento a través de radiotaxis o encuentros dominicales. No puedo olvidar su presentación del libro “Ventura y desventura de Eduardo Molina” (Ed. Catalonia, 2008), en el Centro Cultural de Las Condes, con Arturo Infante y Adriana Valdés —que estuvieron entretenidísimos—, y luego en una tertulia organizada en La Casa del Escritor (SECH), que fue como su despedida, vibrante y llena de aplausos, donde él se veía emocionado, feliz. Lo llamé al día siguiente para decirle lo genial que había estado todo, con un público extraordinario, motivado y participativo (tengo guardadas esas grabaciones de voz, que hizo Eliseo Levicán en la SECH). También lo acompañé cuando dictó la conferencia “Memoria e imágenes del Yo”, en la Universidad Diego Portales, en el contexto de la Cátedra Roberto Bolaño. Lo felicité y le dije que estaba en su mejor momento.  Me preguntó si no había sido muy aburrido, yo le dije que eso jamás ocurriría en sus presentaciones, sólo que no me explicaba cómo funcionaba su memoria, que era capaz de almacenar y conectar tanto dato y que se veía que nunca tendría alzheimer, así es que seguiría siendo oficialmente mi Google. Todo lo vivido con él en diversas etapas es inolvidable para mí, y, ahora pienso que duerme, y en voz baja le doy las gracias por todo lo que nos dio, a tanta gente, y como si la noche tuviera otra vuelta más para sus sueños perdidos o pendientes, los que no alcanzó a soñar ese sábado 8 de agosto de 2009, en la mañana temprano, y ya no estuvo para la hora de la siesta o por la noche, después de haber escrito algunas páginas de su diario infinito. Entonces, luego de un silencioso duelo, le digo, todo va bien, sin novedad… padre querido, feliz eternidad.

8 de agosto de 2016.



 

 

 

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