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        TEÓFILO CID: EXÉGESIS DEL OCIO
        Por Alfonso Calderón
Revista Fibra, N°12. Stgo. Chile. Septiembre de 2003
        
        
          
        
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        Creía mi amigo Teófilo Cid en la barbarie del chileno:  "Creemos ser civilizados -escribió-, pero la verdad es que, desde un fondo  de hiedras y líquenes pretéritos, está asomando su rostro adverso el bárbaro de  la selva". Nuestro proyecto de ser, verbalizado en un habla que él  denominaba "el chileno básico", era una empresa condenada de antemano  al fracaso.
            
          Usó un símil para describir al país. Ese que un conductor de tranvía, en la  ruta que llevaba a Recoleta o a Independencia, poniendo las manos en forma de  bocina, pregonando el sentido del límite, cantaba en forma de breve aforismo  nietzscheano: "¡Hasta Mapocho, no más!".
  
          El chileno esencial se quedaba a medio camino. La proposición vehemente del  tranviario era una definición: "No se hagan, ustedes, ilusiones; no podrán  llegar, por más que lo pretendan, al fin del recorrido: se quedarán en la  mitad". En el Chile de los años 50, cruzar esa frontera debería ser  precedido por una "modificación radical de nuestra psicología".
  
          Muy de mañana, reexaminaba, como un "flaneur" benjaminiano, la  ciudad. Comenzaba el ritual en la calle Ahumada, definiéndose como un  "recalcitrante azotador de aceras". La ruta empezaba en la primera  cuadra, desde la farmacia El Indio hasta el portal Fernández Concha. Una pausa  en algún café, en donde los oficiantes, adeptos del ocio y del negocio, son  "gárgolas vivientes". En ellos, el pensamiento estaba siempre en rodaje.  Los cafés criollos los veía también, a diferencia de Europa, "en una etapa  primitiva y bárbara", y parecíanle hangares. 
  
          Sigamos por Ahumada. "Las dos aceras de la calle, con pertenecer al mismo  centro de atracción doméstica dentro de la ciudad, no son amigas". Y más  bien resultan ajenas al encuentro de pares. Son los transeúntes quienes  "agudizan aquella discrepancia", al marcar sus distancias  territoriales. Su soltería -presume- podría deberse a que alguna novia lo  esperó en la otra acera, sin verlo.
  
          Tenía reservas muy serias con respecto a la Alameda, llamada De las Delicias. Pudo  ser nuestro Hyde Park, "si ofreciese mínimas comodidades". Recuerdo  que Zlatko Brncic, hombre de teatro, perdió su trabajo en el Instituto de  Literatura Chilena, en la calle Londres, por confesar su imposibilidad: la de  cruzar la Alameda a la altura de Ahumada.
  
          El largo paseo, no bien se aparecía la Estación Central, era deprimente, y Cid,  criatura dostoiewskiana, llorando "el mal vivir", solía ir por esos  pagos hacia las seis de la tarde. El espectáculo, con los árboles  "exangües y moribundos", lo conducía, como a Raskolnikov, a  "imaginar los crímenes más horrendos". Algún tango de Gardel lo  salvaba de morir, apelando a un "barrio plateado por la luna", en  Talca, en Concepción o en Temuco.
  
          Máximo Severo (Juan Tejeda), vecino de diario de Teófilo (La Nación)  mostraba las mercaderías en trance de falsificación, algo que corroboraba  Joaquín Edwards Bello. La mantequilla de Osorno se adulteraba, con grasas  primarias, en figones de la calle Romero o de Esperanza. Lejos quedaba el  mugido de la vaquita sureña, próxima al volcán. El té se mezclaba con crin de  caballo; el aceite se "reforzaba" con el propio de automóviles. Por  eso no extraña lo que el mismo Juan Tejeda registra en un lugar de campanillas,  en forma de diálogo: "Mozo, este aceite no está bueno". "Señor,  usamos el mejor de todos, el que se echa a los Mercedes Benz".
  
          Vivir era, para Teófilo Cid, un modo de evitar pertenencias, en plenitud de  dominio del solipsismo: "No soy comunista, no soy partidario de nadie.  Gózome, en cambio, refugiándome en mi propia vida. Desde allí, como un  francotirador, disparo a voluntad sobre el mundo. Llorando, porque ésa es la  única actitud digna del ser humano, religioso sin religión, partidario sin  partido, simpatizante sin objeto loable de simpatía", eso era él.
  
          Martín Cerda apelaba a un hecho, pensando en Teófilo. La nuestra era una  "sociedad de figurantes" que tenía el instinto del espectáculo,  sintiendo "asco de las máscaras". Era (tal vez ambos, Martín y  Teófilo) un "transeúnte desencantado" o, quizás, un "hombre a la  intemperie".
        Murió un día cualquiera, en un hospital, como Rimbaud con el gesto de asco que  exhibía Baudelaire en una fotografía de Nadar. Se agotó en este Chile que  definió, sin fingimientos, como un "mundo espiritual sin estructura".  Marchose alabando el ocio, "esa flor espléndida amenazada de agotamiento  en una civilización demasiada apresurada y febril"