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“El vicio de escribir”
Alfonso Calderón

Edición y recopilación: Lila Díaz Calderón
Catalonia, Santiago de Chile, 2009



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En su prólogo al libro, “El vicio de escribir” de Alfonso Calderón, la filósofa Carla Cordua, miembro de la Academia Chilena de la Lengua y Premio Nacional de Humanidades y Ciencias Sociales en 2011, escribió: “Esta antología de crónicas se compone de nueve partes: “El vicio de escribir”, que le sirve de título al conjunto, también designa a la primera, y además, dentro de esta, a la primera de sus crónicas. Los intereses y temas predominantes son la literatura y las artes de la pintura y el cine. Hay varias secciones cuyos títulos anuncian composiciones que podrían referirse a otras cosas; entre ellas, las llamadas “Animalia”, “Arte de matar”, “Excentricidades” y “Mujeres a granel”. Pero aun en estos apartados asoman de repente los asuntos principales. Por ejemplo, en la sección titulada “Animalia” nos encontramos con el recuerdo de una fábula de Esopo en la “Historia de un oso polaco” y con referencias a la cinematografía en “El perro que amaba el cine”. La sección “Un arte de matar” comienza con un párrafo sobre la escultura griega arcaica y sigue adelante, en la segunda crónica, con el recuerdo de lecturas de D’Halmar, Alone y Edwards Bello. El matador en cuestión resulta ser cierto Wang Lung, un verdugo de la dinastía Ming, del que se dice que habría podido interesar a Borges. Allí donde se trata de matar, Hitler y Auschwitz no pueden estar muy lejos; Alfonso Calderón le dedica tres crónicas a esta pareja: “El tema del traidor y del héroe”, “En Lídice” y “Un gran libro de Maritain”. (…) Me dirijo ahora al corazón declarado de esta hermosa antología, a la sección titulada “Galería de autores”. Montaigne, Baudelaire, Rousseau, Rilke, Dickens, etc., etc.. En este terreno el lector asiente y disiente alternativamente, nada se presta tanto para conversar comparando estimaciones y formulando críticas como la propia experiencia de los grandes creadores literarios y de sus obras”.

 

Selección de crónicas

 

LAS ROSAS Y LA MUERTE

La rosa es bella y con muchísima facilidad se convierte en tema poético. En versos, y a propósito de la brevedad de la vida, se alude a cogerlas pronto, a disfrutar del cuerpo antes de que se marchite, a admirar sus colores que mañana ya no veremos. En la Biblia, en Horacio, en Ausonio, en Ronsard, está siempre presente.

¿Puede alguien imaginar, como en una historia narrada por Lovecraft o puesta en el cine por Hitchcock, que la rosa atraiga por sus vínculos con el crimen, engañando a quienes la ven como la diosa floral por excelencia?

Conozco una extraña historia acerca de un césar romano. Invitó a una cena a cuantos lo importunaban, le producían molestia o eran posibles traidores de mañana. El espléndido banquete parecía la mejor de las saturnales, y entonces después de uno de los brindis comenzaron a caer suavemente, por las hendijas del techo, unos pétalos de rosa. Era una lluvia muy bella y continua.

Los huéspedes aplauden. ¡Qué fiesta tan llena de gracia! ¡Qué hermoso el efecto de la lluvia de pétalos que cae sobre la cabeza, se desliza por el cuerpo y llega al suelo! Cubiertos por las flores, brindan por el césar. La lluvia va aumentando. ¡La vida es bella!

Paulatinamente las rosas forman en el suelo una capa cuyo grosor aumenta. Comen, beben, ríen, charlan. Las rosas no cesan; comienzan a invadir las mesas y los lechos en que se han tendido a disfrutar de los manjares. Se manifiestan, en un momento dado, sorprendidos, o más bien estupefactos. ¡El césar había desaparecido sin que se dieran cuenta!

Algunos, más inquietos, quieren salir, se levantan, se colocan la túnica, se sacuden las rosas del pelo. ¡Las puertas están cerradas! El diluvio de pétalos no deja de caer —y no hay paloma de la paz—. Comienzan a superar la altura de la cadera de los invitados, primero; luego, la de los hombros, y finalmente, la de la cabeza.

Sube, sube la marea de rosas. Algunos, más altos, dan saltos, empujan las puertas, que no ceden; caen empujados por otros comensales. Lentamente se van ahogando. ¡Todos mueren bajo el montón de rosas que llega hasta el techo! Dos días después abren las puertas y recogen los cadáveres. El olor de las rosas se confunde con el olor de la muerte.

Cuando era aún un joven díscolo y vagamente encantador, Charles Baudelaire, en una clase del colegio Louis-Le-Grand escribió un poema en latín, a modo de ejercicio, sobre este tema. Pudo haber ocurrido hacia 1836 o 1837. ¡Ya tiene el germen de “Las flores del mal” en la cabeza!


18 DE OCTUBRE DE 1990

 

 

NILS HOLGERSSON EN LOTA BAJO 

Comencé a leer, un dÍa de eclipse de sol de 1939, un libro inolvidable: “El maravilloso viaje de Nils Holgersson”. Los dibujos de Coré (Mario Silva Ossa), en “El Peneca”, permitían volar con las ocas y ver a ese niño que empequeñecía para entender la naturaleza y la geografía de su país, tratando de recuperar su pasado.

Aún recuerdo un cofre y el vuelo alto de las aves, pintados por el gran Coré. Con una “pluma-fuente” tomé nota sobre mi lectura, después pensé en lo hermosa que era la tinta morada que iba fluyendo desde el interior de la prolongación de mi mano y, finalmente, pude disfrutar del principio del placer, preguntando a mi abuela sobre lo humano y lo divino.

¿Y a propósito de qué hablo de Nils Holgersson? Muy simple: por el afán de alabar el libro, al cual los falsos profetas ven irse en movimiento centrífugo al cielo más alto y lejano. Y, además, por esa voluntad de agradecer a los escritores verdaderos esas horas de regocijo que permitieron conocer los halagos de la felicidad.

Ahora, mientras leo el capítulo sobre los libros y las ideas de Karl Popper (en su magnífica obra “En busca de un mundo mejor” Paidós, 1994), encuentro la referencia al mismo tipo de amor que yo profeso y por el mismo libro.

Cito a Popper: “Cuando tenía cinco años me leyeron el primer volumen del libro de Selma Lagerlö f, “El maravilloso viaje de Nils Holgersson”. La obra acababa de publicarse en tres volúmenes de color verde. Ningún otro libro tuvo una influencia tan importante no sólo sobre mi carácter, sino también sobre el de mi amigo de la infancia Konrad Lorenz”.

Una pausa explicativa. Lorenz es el mayor estudioso del comportamiento animal y de los estudios comparativos entre éste y el del hombre (la ciencia que se ocupa de ello se conoce como otología). Hay páginas bellísimas de Lorenz, como cuando se ocupa de los amores de los gansos silvestres, que le recuerdan la conducta de los adolescentes que desean llamar la atención mediante pirueteos con la motocicleta, y aquéllas sobre los sistemas de señales de los grajos, o sobre perros y gatos, que resultan inolvidables.

Continúa explicando Popper: “Konrad se enamoró de las ocas silvestres mientras que yo me enamoré de Selma Lagerlö̈f y de sus libros. Al igual que ella me convertí en maestro de escuela. Tanto Konrad como yo guardamos fidelidad a nuestros amores infantiles”.

Cuando abro otra vez la obra de la gran escritora sueca, pienso en Lota, tan pobre, que llamaba a recogimiento o a lucha solidaria, en las lámparas de los mineros, en la generosidad que mostraban en sus actos, en el vuelo de las ocas, en el día del eclipse, en las gradas de mi casa —próxima a la plaza de Lota Bajo— y en las clases de Rosa Sánchez sobre “lecciones de cosas”. Por eso, ahora, en medio de la niebla, recuerdo al querido Nils.


30 DE JULIO DE 1996

 

 

EL HOMBRE DE LA MÁSCARA DE JADE

Entre los siglos IV y X de nuestra era común, en el sudeste de México, cerca de la frontera con Guatemala, una gran civilización, como es sabido, produjo una cultura admirable. El mágico pueblo maya, al cual me refiero, dio origen a esa obra maestra, suerte de Biblia, el Popol Vuh, con el Adán de maíz (y no de arcilla). En esta zona, donde lo mágico ha estallado ahora en la rebelión de Chiapas, en medio de una vegetación exuberante, las pirámides revelan las formas de una historia original.

Cada cierto tiempo uno de los satélites espías, en busca de otras cosas, advierte que en medio de la selva, ocultas por los árboles, hay ruinas formidables. En la medida de sus fuerzas (y del dinero huidizo), la Unesco apoya la búsqueda y la conservación de esas maravillas.

A lo largo del río Otulum, bordeado por pirámides y terrazas, se alza la ciudad más importante, Palenque. En 1952 un antropólogo mexicano, Alberto Ruiz Lhuiller, descubrió en el interior de una pirámide (que ha recibido el nombre de Templo de las Inscripciones) una pieza secreta, y en ella un sarcófago con los restos de un hombre (del año 633, según la inscripción de la losa).

En el famoso libro de Jacques Soustelle, “Los cuatro soles”, están, paso a paso, la guía de la legendaria civilización, sus actos puntuales, sus mitos y las referencias a todo el repertorio del saber científico que poseían.

De aquel monumento funerario surgió la célebre máscara de jade. Acaso fue de un rey o de una especie de sumo sacerdote. La pirámide, de 22 metros de altura, con gran secreto, protegida por la naturaleza y por los nueve dioses del mundo de las Tinieblas, contempla a sus descubridores y a los que se aventuran en busca de saber algo más de la notable cultura de los mayas.

Soustelle alaba los centenares de piezas de jade de que está compuesta la máscara, y sus ojos de nácar y obsidiana. De las telas suntuosas que usaba el hombre nada quedó. Lo más sorprendente, además de la belleza de la máscara, es que, como en muchísimas culturas de la antigüedad (del Oriente Medio, en particular), en la boca del muerto hay una pieza de jade que sirve, al modo de una moneda, para pagar a los guardianes y llevar a cabo el viaje de las postrimerías. Una estatuilla del dios Sol (el Sansón bíblico, de la cultura solar, que se enfrenta a Dalila, la reina de la cultura lunar, que venía de Caldea) acompaña al difunto.

Ver todo eso, ahora, es preservar la civilización reviviéndola.

13 DE JUNIO DE 1995



 

 

 

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“El vicio de escribir”
Alfonso Calderón
Edición y recopilación: Lila Díaz Calderón
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