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EL ARTE DE EMPEZAR TEMPRANO

Por
Alejo Carpentier
27 de mayo de 1952.



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A menudo un padre se nos queja de la «frivolidad» de las generaciones presentes: «¡No sé como aficionar a mi hijo a la lectura! Ha cumplido quince años y no abre más libros que los del Liceo... y eso, ¡porque es obligación! ¡Los jóvenes de hoy no leen!»... Cuando ese padre ha terminado de lamentarse, tengo siempre ganas de preguntarle:

—Pero... ¿usted o su esposa, leían cuentos, aventuras, al muchacho, antes de que él supiera leer?... ¿Ustedes sacrificaban algún momento, cada día, para hacerle lecturas en voz alta?...

Porque hay una falta que cometen muchos padres. Esperan a que el niño sepa leer perfectamente para regalarle libros, confiando en que pronto citará, de corrido, a Homero y Cervantes. Pero no piensan que cuando el muchacho llega al Cuarto Libro de Lectura, ellos han perdido, irremisiblemente, un tiempo que hubiera sido necesario para sembrar en su mente la semilla de un anhelo más fáustico y universal. Cuando un pequeño se acerca a la madre con un tomo de tela irrompible en que aparece Blanca Nieves con los enanos, y suplica que le lean lo que acerca de eso se dice en letras de molde, puede decirse que la partida está ganada, ese niño empezará a leer los clásicos, por deseo propio, hacia los trece años, luego de haber pasado por los tránsitos necesarios del cuento de hadas, de Alejandro Dumas, Tarzán, de la novela de capa y espada, de aventuras, de exploración, que le habrán dado amenas nociones geográficas, aficionándolo a la historia y llevándolo, insensiblemente, hacia los grandes autores del pasado, sin cuyo conocimiento no existe cultura auténtica... Pero téngase en cuenta este hecho: Salvo en los casos de vocaciones espontáneas, el afán de enterarse del contenido de los libros ha sido inculcado al niño por sus padres, mediante lecturas en voz alta, fáciles, nunca demasiado prolongadas, pero muy frecuentes. Cada vez que el chico se hastía de gritar y romper cosas —que esto también, es utilísimo— se le ha invitado a mirar estampas de viajes, o a escuchar un breve cuento de Grimm o de Andersen, amén de todos los Tíos Conejos del universo.

Sirva esta verdad de perogrullo —pero no tenida suficientemente en cuenta, con todo y ser de Perogrullo— para responder indirectamente a los que me dicen: «Tengo una hija pequeña, no pretendo hacer de ella una concertista ni compositora... Pero desearía que adquiriese alguna cultura musical. ¿Qué debo hacer?»... La respuesta es sencilla. Coloque un tocadiscos en un lugar cercano al de sus juegos, y no deje de hacer sonar —aunque ella no parezca prestar la menor atención a ello— grabaciones de buena música. Pero —¡eso sí!— de buena música. No importa los autores. El timbre de los instrumentos, los diversos climas armónicos del presente y del pasado van torneando una sensibilidad musical, de modo gradual, casi imperceptible, en la prodigiosa materia plástica que es el cerebro del niño. Parece que no escuchó, y puede que asi sea, en efecto. Pero siente, sin darse cuenta. La sinfonía le va entrando, por los poros. Y un día se detiene de jugar para agarrar, al paso, un tema cuya rara sonoridad de flautas y arpas le halaga el oído de modo animal, por así decirlo. Cuando esto se logra, puede afirmarse que su musicalidad está en marcha. Y no se trata de una teoría propia. Desde que el disco ha puesto al alcance de todos este medio automático, infalible, de culturización musical, queda uno absolutamente asombrado del número de muchachos y adolescentes que reconocen, con sólo escuchar unos compases de una sinfonía, el estilo Mozart, el estilo Wagner o el estilo Stravinsky.

En un almacén de discos donde suelo hacer mis compras, he podido comprobar que los clientes más exigentes y austeros en sus adquisiciones musicales, son hombres de veinte años —hombres de veinte años que ya oían buena música a los cuatro.


 



 

 

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Por Alejo Carpentier
27 de mayo de 1952.