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COLEGIOS DE AYER Y DE HOY

Por Alejo Carpentier
6 de septiembre de 1955

 


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Ahora que se aproximan las fechas de reapertura de clases en escuelas y liceos, pienso en lo afortunados que son los estudiantes de hoy en comparación con los estudiantes que fuimos —nosotros, que aprendimos a leer y escribir, allá por los años de la Primera Guerra Mundial, en colegios de ciudades tropicales... Y digo «tropicales» por conceder un margen de confianza a los colegios que entonces existían en urbes un poco menos tropicales que las nuestras, aunque, en verdad, no tengo constancia de que hayan sido —más al sur, más al norte— mucho más acogedores que los nuestros.

Los colegios de mi infancia se caracterizaban tradicionalmente por una notable —casi genial— acumulación de todos los factores que pudieran contribuir a hacerlos más inhóspitos, desagradables e inapropiados a sus fines. Las aulas eran feas y mal ventiladas; los muebles, horribles; las paredes, de una limpieza dudosa. Los pupitres estaban cubiertos de manchas de tinta, inscripciones y graffiti que no hubieran hecho un mal papel en las murallas de Pompeya. Algún mapa, viejo de treinta años, exhibiría aún, hasta muy pasado el año 1920, el contorno de un imperio austro-húngaro que se estaba borrando del mundo civilizado por razones fáciles de advertir... Había planchas anatómicas (pulmones, corazones, aparatos digestivos...), desteñidas por el tiempo, que nunca eran objeto de una explicación por parte del maestro. En el gabinete de física se exhibían aparatos destinados a demostraciones que jamás hacía el catedrático de turno, por no llenarse las manos de polvo —o por temor, acaso, a no entender muy bien el funcionamiento de una pequeña dinamo fabricada en Hamburgo. Otro tanto ocurría con los pájaros, los monos, los animales embalsamados, del Gabinete de Ciencias Naturales. ¡Mera galería, para hacer creer a los padres exigentes que allí se enseñaba de acuerdo con los «métodos modernos» —es decir: «deleitando»!... Por lo demás, el despacho del Director solía adornarse con algún retrato de pedagogo ilustre, para constancia de que allí se rendía un cotidiano homenaje a sus preceptos.

Pero tales pedagogos se hubieran estremecido de horror al saber que cuando el estudiante cometía una falta, era condenado, en castigo, a escribir dos mil veces: «Yo no debo hablar en clases» o «Yo debo estudiar mis lecciones» —lo cual cumplía con premeditada alevosía mediante un sistema consistente en agrupar las frases por casillas de cincuenta, que sólo contenían, en realidad, cuarenta y dos o cuarenta y cuatro. También había ese otro castigo, no menos tonto, consistente en poner «horas» al delincuente, obligándole a permanecer en el plantel hasta las seis o las ocho de la noche sin hacer absolutamente nada. ¡Si al menos se le hubiera impuesto alguna tarea inteligente en que emplear ese tiempo!... Y no hablemos de las lecciones aprendidas «de carretilla»; de los conceptos memorizados mecánicamente, sin penetrarse en su sentido. Y aquellas antífonas que hacían alternar el maestro y el alumno en diálogos como éste, llevados a la máxima velocidad que pudiera alcanzar la emisión vocal del hombre: «¿Qué es idioma o lengua?»... «El conjunto de palabras y modos de hablar de un pueblo o nación»... «¿Cómo se llama el idioma que hablamos?... El castellano... ¿Y por qué dice usted "el castellano"?... Porque Castilla...» etcétera., etcétera...

¡Dichosos los estudiantes de hoy, con sus colegios amplios y alegres, sus aulas luminosas, sus mapas al día, sus gabinetes de física, de química, que sirven para algo!... Porque, en lo que se refiere a nosotros, teníamos todas las razones para «jubilarnos» dos o tres veces por semana. ¡En las calles, al menos, aprendíamos algo!.



 



 

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