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Geografía de mis novelas

Alejo Carpentier
Publicado en revista Crisis, N°54, Buenos Aíres, octubre de 1987



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Este texto, inédito fuera de Cuba, proviene de una entrevista filmada en 1973. La película, que integra la serie "Habla Carpentier", lleva el sello del ICAIC, Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematigráfica, y ha sido dirigida por Héctor Veitía

 

Yo debo la novela El siglo de las luces a un accidente de avión.

En el año 1955 volaba yo de Venezuela a Francia, y el avión que me llevaba a Paris en una época en que el vuelo no era todavía con aparatos de jet sino de hélice, y tardaba veintidós o veintitrés horas, tenía que hacer una escala en la Isla de Guadalupe. El vuelo de Caracas a Guadalupe era aproximadamente de un par de horas. Y al llegar a Guadalupe había una escala técnica de una hora. Llegamos a la Guadalupe mi compañera Lilia y yo y nos bajamos. No había nada que ver. El aeropuerto en aquella época era muy primitivo. Hoy es un aeropuerto internacional de mucho movimiento, pero en aquella época no era casi nada: era un aeropuerto muy elemental, una especie de casa grande con un barcito y una tienda de objetos típicos, y objetos típicos, por cierto, bastante feos. Había unos peces luna así, de esos de pinchos, embalsamados con unas bocas rojas, con unas lenguas rojas y no sé qué, un objeto de bastante mal gusto, y yo en broma dije: "Yo no me compro un objeto de estos por nada del mundo porque estos animales traen mala suerte". Y resulta que cuando fuimos a montar el avión, vimos a una señora de edad que se había comprado un animal de aquellos. Montó con el animal, lo colocó en la cesta de las maletas y los maletines de mano y todo aquello, y yo dije para mí: "A mí no me gusta eso, vamos a tener seguramente un viaje accidentado con el bicho este aquí a bordo". Conste que no soy supersticioso, pero venía de Venezuela donde creen en lo que llaman la "pava". La "pava" para el venezolano, son ciertos objetos de mal gusto que por ser de mal gusto traen mala suerte. Y entre los objetos de mal gusto tienen las cajitas de caracoles, tienen los pescados embalsamados, tienen todo ese tipo de cosas. La cuestión es que el avión se coloca en la pista, calienta los motores, agarra velocidad, empieza a acelerar y de repente da un patinazo monstruoso, se cae en el agua a un borde de la pista, se rompe una hélice y de milagro no tuvimos un incendio.

Bueno, bajamos por unas escaleras de mano del avión, y resulta que no había hélice de repuesto en el aeropuerto y vimos que teníamos que esperar unos tres o cuatro días. Dije: "Bueno, ya ven, fue el bendito pez luna ese que estaba metido en el avión que nos ha traído mala suerte". A mi, la verdad, quedarme tres días en Guadalupe no me hacía mayor gracia, porque no tenía nada que hacer allí, pero a mal tiempo buena cara, y conocí a unos quince o veinte kilómetros de Point-à-Pitre a un apasionado de la historia de la Guadalupe, que era un nativo de Córcega llamado Mario Petroluzzi, que me empezó a dar verdaderos cursos por las noches de historia de la Guadalupe y me reveló la existencia de ese extraordinario personaje llamado Victor Hugues, que había sido el hombre de confianza de Robespierre y comisionado por Robespierre y el gobierno revolucionario para reconquistar la isla de Guadalupe, antaño colonia francesa, que había caído en manos de los ingleses. Victor Hugues llegó a la Guadalupe con una escuadra, combatió heroicamente, expulsó a los ingleses y estableció una base de operaciones en el Caribe con una audacia militar tan grande, y ese es un hecho que mucha gente ignora, que tuvo el valor de declararle independientemente la guerra a los Estados Unidos: es decir, sin consultar al gobierno de la metrópoli, creyendo que era necesario, le declaró la guerra a los Estados Unidos en las islas del Caribe y tomó prisioneros a más de cuatrocientos veleros norteamericanos. Fue lo que llamaron los norteamericanos la guerra de los brigantes.

En aquellos días de inacción en la Guadalupe, me empezó a interesar enormemente el personaje de Victor Hugues, y me dije: "Cuando llegue a Paris voy a empezar a investigar al tipo y su trayectoria histórica". Me encontré que no había ningún libro publicado sobre él. La gente, efectivamente, hipnotizada por los grandes acontecimientos de la Revolución francesa, la batalla de Valmy, la coalición europea, la ejecución del rey, etcétera, y todo aquello, no se habían ocupado para nada del personaje de Victor Hugues. Empiezo a investigarlo a derecha e izquierda, consigo un librero que me consigue incluso periódicos de la Convención, en que había escritos de él. Me consigue hasta decretos de Victor Hugues en la Guadalupe, y descubro que es un personaje fantástico que entra en la historia durante un viaje que hace a La Habana.

Entonces, atando cabos, pude reconstruir la vida del personaje, desde que era piloto de un barco mercante y agente de la masonería, lo que llamaban entonces la filantropía, que había estado en La Habana agitando, antes de sumarse al esfuerzo de la Revolución francesa, seguir su carrera en la Guadalupe, de donde fue destituido y fue nombrado después gobernador de la Guayana. Y de ahí viene toda la trama de la novela mía, en dónde yo traté como un personaje, como Victor Hugues, que me daba una base histórica, de mover a mis personajes en un ámbito del Caribe, que va desde La Habana hasta la boca del Orinoco y la Guayana Holandesa y la Guayana Francesa.

En general, si vemos el conjunto de lo que yo he escrito, de lo que yo he hecho, verán que la obsesión del Caribe es constante en mí, de Cuba, en primer lugar y del Caribe, como contexto cubano, en todas mis demás obras.

Mi primera novela, ¡Écue-Yamba-0!, que yo considero un pecado de juventud porque la escribí muy joven, estando preso en la cárcel de La Habana en el año 1927, y que no responde ni a mi estilo actual, ni la Cuba que yo pinto entonces, los ingenios que yo pinto, no se parecen a lo que fueron después, y menos aún a lo que son los ingenios hoy en la Revolución: pero, en fin, es el primer libro que reniego y que contra mi voluntad ha vuelto a ser editado en Argentina por un editor poco escrupuloso. ¿Trata de qué? Trata de la vida de un campesino negro cubano en el campo de Cuba, en torno a un ingenio, y en la última parte en una ciudad de provincia cubana, que bien puede ser Matanzas, bien puede ser La Habana en alguno de sus barrios.

Pasan unos años y escribo como libro siguiente la historia de la música cubana, primera que se había escrito: por lo tanto, preocupación esencialmente cubana.

¿Qué escribo después? El reino de esto mundo, novela de las sublevaciones independentistas en Haití. Los acontecimientos históricos de Haití, que siguen al primer movimiento de independencia que se produce en el nuevo continente, puesto que se produce en el año 1791, tuvo repercusiones en Cuba, puesto que fueron los emigrados franceses los que llevaron a Cuba la contradanza, de donde salió la danza, de donde salió el danzón, y donde salió finalmente el son. Por lo tanto, tuvieron una influencia enorme en el desarrollo, en la formación y desarrollo de la música cubana. Además de eso, en fin, ya ahí quedan los antiguos cafetales de Santiago, quedan apellidos y todo, y me pareció interesante tratar el tema del paso de distintas sublevaciones en Haití, desde la sublevación precursora del mahometano Mackandal, que fue uno de los personajes más curiosos, más mágicos de la historia de América, en el año 1750, después la sublevación de Toussaint, la que va a conducir a la independencia; y después poner el imperio del rey Christophe, que fue un imperio delirante, un imperio, diría yo, completamente surrealista, con la construcción de ese famoso castillo que se llama la Ciudadela La Ferrière, que es indudablemente una de las maravillas de América y del mundo. Es uno de los edificios más gigantescos, más increíbles, amasado con una argamasa, con una especie de cemento que lo mezclaban con sangre de toro para hacer las paredes invulnerables. Y es una construcción tan increíble que he de decir que en el flanco norte de ese castillo, donde Christophe quería atrincherarse en el caso de que Napoleón quisiera reconquistar la isla de Haití —si no Napoleón, los franceses—, hay una pared construida de tal manera sobre un farallón que ha sido revestido de nuevo de ladrillos y de piedras, que hay lo que yo nunca he visto: que uno se acerca al borde del parapeto que no tiene absolutamente ningún barandal ni nada, y hay una bajada vertical de ochocientos y pico de metros. Es una sensación de vértigo tal la que recibe uno que los que lo acompañan a uno, que son soldados, que están allí en la Ciudadela, lo sujetan a uno por los pies porque hay que acercarse así, acostado en el suelo, pero la atracción al vacío es tan terrible que es hasta peligroso. Hay gente que siente una especie de deseo de lanzarse.

Por lo tanto, mi novela El reino de este mundo es el contexto Haitiano: nuevamente un tema del Caribe.

Los pasos perdidos es completar una visión del Caribe tomando la acción prácticamente en las bocas del Orinoco: o sea, donde Cristóbal Colón termina su cuarto viaje y regresa, donde se terminan las cartas de relación de Cristóbal Colón, y entonces remontar el Orinoco, que es un río de esos como solamente se ven hoy todavía en Asia o en América del Sur, porque sus proporciones sobrepasan todo lo que uno se puede imaginar. Bueno, acaso el San Lorenzo en Canadá, acaso el Mississippi, que yo no conozco. Pero, en fin, hay que decir que el Orinoco tiene un promedio de cinco a seis kilómetros de ancho, y hay un lugar cerca del estuario en que llega a veintitantos kilómetros de ancho. Hay lugares del Orinoco en que uno ve la otra orilla como uno ve desde Francia a Inglaterra por sobre el Canal de la Mancha, aquello no parece un río.

Y entonces, toda la costa venezolana del Caribe, aunque es lo que llamaban los españoles la Tierra Firme de América, sigue siendo caribe por la vegetación, sigue siendo caribe por el tipo de montañas, por todo: es decir, es, por así decir, el complemento del vasto mundo del Caribe. E históricamente, si pensamos en el papel fabuloso desempeñado por el Caribe en la historia de América con la sublevación de Toussaint Louverture, que fue una de las primeras grandes sublevaciones con fines de independencia en América Latina; si pensamos en la Revolución cubana y en el papel desempeñado por los dirigentes de la Revolución, por nuestro Comandante en Jefe, por los protagonistas de nuestra Revolución: si pensamos en la ideología universalmente, ecuménicamente americana de José Martí, que también pertenece a este ámbito, también es interesante recordar que la parte casi más impresionante y más importante de la vida de Bolívar, de la existencia de Bolívar, se desarrolla en el ámbito del Caribe. El jefe de su escuadra, el almirante Bryon, era de Curazao, isla del Caribe holandés: su texto político fundamental, la Carta de Jamaica, que es uno de los pronunciamientos más importantes de la historia americana, está escrita como su nombre lo dice, en Jamaica. La Isla de las Perlas, o isla de Margarita le sirvió en cierto modo de punto de partida para muchas expediciones a la tierra firme. Y la hacienda natal de Bolívar, que está en los valles de Aragua, a una distancia relativamente corta de la costa atlántica parece absolutamente una finca de Pinar del Río, de Oriente o de Camagüey.

Por lo tanto, en mi novela Los pasos perdidos, aunque ocurre en realidad en Venezuela, el que yo llamo el padre río es el Orinoco y representa el transcurso del tiempo: al remontarse el Orinoco se remonta el tiempo, es en realidad esta novela un complemento de mi visión general del Caribe y de la temática del Caribe que está presente en todas mis novelas.

Después publico otra novela. El acoso.

Ocurre en La Habana en los días que siguieron inmediatamente a la caída de Machado, y los que han leído esa novela ven que lo que yo he tratado de hacer con ella es trazar una especie de cuadro de la arquitectura de La Habana, del ambiente de ciertos barrios y ciertos lugares de La Habana. Evidentemente, en esa novela aparece El Vedado, la Avenida de los Presidentes, el teatro Amadeo Roldán, que era entonces el Auditorium, aparece La Habana antigua, aparece el barrio del Matadero, el Mercado Único, el barrio de Cristina: en fin, hay una serie de lugares habaneros que se pueden identificar fácilmente, aunque no aparecen con sus nombres. Por ejemplo, las casas de empeño de la calle Ángeles, con las sillas colgadas del techo: en fin, todas esas cosas aparecen en una novela que yo he completado recientemente con un libro que no tengo acá, que se ha publicado en Barcelona con fotografías de Paolo Gasparini y que es un libro íntegramente sobre la arquitectura de La Habana, sobre todo en los lugares en que ocurre la novela El acoso.

En los cuentos, por ejemplo, algunos largos, como "El camino de Santiago"... "El camino de Santiago" ocurre en La Habana y en la región de Pinar del Río durante el siglo XVI. La idea de ese relato me fue inspirada por una mención que hay de los primeros habitantes de La Habana en un libro de una historiadora anglosajona llamada Irene Wright, donde dice que en La Habana el único músico que había en el año 1550 y pico era un individuo que tocaba el tambor cuando había un navío a la vista, y se me ocurrió escribir una novela sobre eso. El "Viaje a la semilla", que fue la primera de mi serie antillana en ese sentido, es una historia en retroceso, lo que se llama en música una recurrencia, de un personaje que vive en La Habana colonial. Mi cuento "Los fugitivos" es una historia que ocurre en un ingenio colonial con un esclavo, la historia de un esclavo cimarrón. Y así por el estilo, podemos decir que la casi totalidad de mis libros me han sido siempre inspirados por el ámbito Caribe y por el deseo de fijar el mundo del Caribe, siempre en contexto con Cuba, con alusiones a Cuba o con una acción situada en Cuba.

Ya conté cómo debí la idea primera de la novela El siglo de las luces a un accidente de avión. Es raro que una novela, que un relato mío, no salga de una circunstancia fortuita: es decir, de un hecho fortuito, mejor dicho, que me ha salido al encuentro de la manera más inesperada y ha sido como, diríamos, el motor primero de un relato futuro.

El siglo de las luces, como dije, lo debo a un accidente de avión que me inmovilizó en la isla de la Guadalupe durante varios días de una manera inesperada. El reino de este mundo lo debo a la casualidad. Una noche estábamos mi compañera y yo paseando por una calle de La Habana en compañía del gran actor francés Louis Jouvet, que acababa de llegar para darnos una de las mejores temporadas dramáticas que se han visto en La Habana. Representó Moliére, representó a Claudel. Nos habíamos hecho muy amigos, Jouvet, Pierre Bertin, algunos de los actores de la compañía, y nos dijo Jouvet: "Ya que vamos a Port-au-Prince, ¿por qué no vienen ustedes conmigo? Vamos a hacer el viaje juntos, será más agradable". Y efectivamente, fuimos a Port-au-Prince, asistimos al debut de la compañía de Jouvet, anduvimos con Jouvet por los mercados de Port-au-Prince, comprando objetos típicos, visitando los mercados, la ciudad tan pintoresca. Pero al cabo de dos o tres días decidimos, mi compañera y yo, dar un viaje por el interior del país para ir hasta la Ciudadela La Ferrière y hacia la antigua Ciudad del Cabo, que fue la capital de Santo Domingo, hoy Haití, cuando Santo Domingo era una colonia francesa.

La verdad es que el viaje valía la pena, puesto que vimos la Ciudadela La Ferrière, que, ya lo dije, es una de las maravillas arquitectónicas de América, y yo diría que hasta del mundo: vimos la Ciudad del Cabo que sigue siendo una ciudad colonial francesa del siglo XVIII, y al recorrer el país, al pasar por la llanura de la Picolet, al subir a las montañas del Puilboreau, al conocer ese norte de Haití donde en el siglo XVIII se representaron óperas de Juan Jacobo Rousseau, en fin, una de ellas, El adivino de aldea, donde iban compañías francesas que representaban el repertorio de Moliére y de otros autores de la época me interesé mucho por la historia del país y descubrí ese personaje extraordinario que es Mackandal.

Mackandal fue el líder de la primera sublevación Haitíana, de la primera sublevación de esclavos contra los patronos. Era esclavo en una de las grandes haciendas de lo que llamaban la región del norte, una hacienda particularmente fértil y rica, y un día un brazo le quedó cogido en el trapiche de un ingenio, de uno de aquellos ingenios primitivos —esto ocurría en el año 1750—, y manco, ya operado, se escapó al monte, donde fomentó una de las rebeliones de esclavos más extraordinarias de toda la historia de América.

Verdaderamente, en la acción de Mackandal se encuentra todo lo que yo he llamado una vez en un ensayo "lo real maravilloso americano": es decir, lo real que siendo real es maravilloso. No confundirlo con el realismo mágico tal como lo entendía Franz Roth, el autor alemán, y que ha llevado a muchos pintores a crear un mundo mágico con la idea preconcebida de hacerlo. No. Lo real maravilloso es lo mágico al estado bruto, tal como se encuentra en la historia de Mackandal.

Mackandal convenció a millares y millares de esclavos que él tenía poderes para transformarse en animales de toda índole. Y lo cierto es que los esclavos de la llanura del norte se sublevaron convencidos de que Mackandal, aunque no lo veían, andaba entre ellos. El era el ave que veían en el cielo, él era el colibrí que veían libando el néctar de las flores. El podía ser un caballo, podía ser un perro, podía ser cualquier miembro de la gran especie animal. Y, como digo, alentó una sublevación que fue sofocada al final, en el año 1750, que fue la primera en fecha de la historia de Haití. Lo prendieron los gendarmes de Francia, lo llevaron a la plaza pública en la Ciudad del Cabo para quemarlo. Y lo más extraordinario es que, aunque lo quemaron, quedó la creencia en el vodú Haitiano y quedó la creencia en los que eran fieles a su palabra, de que algún día volvería, pues en el momento de ser quemado, no había sido quemado, sino que se había transformado en un mosquito y de esa manera había huido del suplicio. Y todavía hay fieles del vodú Haitiano que confían en el regreso, algún día, del mahometano —pues su religión era mahometana—, del manco Mackandal.

Del mismo modo. El acoso me vino de un hecho fortuito. Se había fundado, allá por el año 1940, un teatro universitario bajo la dirección de un joven, creo que era o alemán o polaco, no recuerdo bien, de quien algunos recuerdan todavía el nombre que se llamaba Tehaiovitch. Tehaiovitch nos dejó algún tiempo después, pero su paso por el teatro universitario fue sumamente fecundo, porque tenía verdaderamente un temperamento de director teatral de primer orden. Y uno de los primeros espectáculos que montó Tehaiovitch fue la tragedia Las coéforas, de Esquilo. Lo representó en la Plaza Cadenas, usando de la gran columnata del fondo como escenario, y yo era el encargado de la sincronización musical del espectáculo. Me habían construido una caseta a uno de los lados de la columnata, donde yo tenía mis reproductores de sonido, unos altoparlantes, había sincronizado música de Darius Milhaud, principalmente, con la acción de la tragedia de Esquilo, y había al final incluso una imprecación que tenía que caer por altoparlantes desde lo alto de las columnas.

Llegábamos al momento del asesinato dentro del palacio, el momento de la muerte de Clitemnestra. Había alrededor de mil quinientos a dos mil espectadores en la Plaza Cadenas, y de repente se oyeron unos disparos detrás del público y resulta que, yo no recuerdo a ciencia cierta quién era, un malhechor, no sé, tal vez un terrorista perseguido, no sé, fue abatido a balazos por la policía en plena función detrás del público, es decir, en plena tragedia griega, superponiendo una tragedia real y verdadera a la tragedia griega. Y esto me dio inmediatamente la idea de la novela El acoso, donde hay un capítulo en que efectivamente un personaje perseguido por una pandilla adversa, pasa cerca del anfiteatro Cadenas, aunque allí no lo matan en esta oportunidad, y oye por unos altoparlantes algunos fragmentos de Las coéforas, de Esquilo. De esta manera, pasó un hecho real a la novela El acoso, y ha sido en cierto modo el motor primero de ella.

En El siglo de las luces, como ustedes saben, yo he tratado de hacer una especie de vasto panorama de las Antillas, que por circunstancias especiales he tenido la oportunidad de visitar en su casi totalidad. Y hay un capítulo que ocurre en la isla de Barbados. La isla de Barbados, del mismo modo que la gesta del manco Mackandal, realiza para mí, materializa dentro de la historia lo que podríamos llamar lo real maravilloso. La isla de Barbados toda es un lugar de las Antillas, un lugar del Caribe, donde reina a cada paso lo real maravilloso. Hay unos cementerios románticos a la orilla del mar donde se leen estelas en las que aparecen los nombres de gentes que parecen personajes de novelas románticas de Louis o de Ana Radcliffe, o de los novelistas románticos de comienzos del siglo XIX en Inglaterra. Por ejemplo, hay una que dice: "Aquí yacen los restos de Elvira y Eudolfo". Son absolutamente personajes de lo que llamaron la novela negra inglesa.

Hay un castillo, una casa, una especie de residencia estilo siglo XVIII inglés, donde vivió un personaje llamado Sam Lord, que es un personaje de novela. Además, creo que hasta se ha sacado una película de su vida. Era un individuo que ejercía un oficio realmente notable, realmente singular. En el siglo XVIII, cuando él vivía en Barbados, las cartas de navegación eran sumamente imprecisas. No eran como las cartas de navegación de hoy, que podemos decir que están a una escala del milímetro. En aquella época eran muy aproximadas. Y entonces los buques que llegaban a Bridgetown, la capital de Barbados, se guiaban cuando llegaban de noche por las luces de la ciudad. En una costa oscura, se veía un punto en que había centenares de luces, y entonces picaban directamente hacia Bridgetown en busca del faro y entraban en la rada de Bridgetown. Sam Lord vivía unos seis o siete kilómetros más abajo de Bridgetown. Tenía un enorme cocal a la orilla del mar, y se le había ocurrido el negocio siguiente, que verdaderamente merece llamar la atención. Había colgado unos faroles de los cocoteros de tal manera que cuando él se olía que había un buque que estaba buscando la entrada de Bridgetown, encendía los faroles. El buque se guiaba por los faroles, se lanzaba hacia las posesiones de Sam Lord, había unos arrecifes tremendos, el buque encallaba y apenas el buque encallaba salían de unas cavernas cuarenta o cincuenta forbantes que acababan con todo el mundo y saqueaban el buque.

Pero, como decía hace un momento, en Barbados se encuentra lo real maravilloso en todas partes. Es una isla poblada de fantasmas. Todo el mundo cree que hay fantasmas en todas partes. En los caminos oscuros, en las encrucijadas, en las noches sin luna. Y en parte, esa creencia en los fantasmas se debe a un hecho perfectamente verídico, pero que forma parte de lo real maravilloso.

En un lugar de Barbados hay una caverna donde un rico propietario pidió que pusieran su ataúd y el de dos de sus familiares cuando murieran, en vez de llevarlos al cementerio. El hecho es que colocaron los ataúdes en cierto orden: uno, dos y tres a una cierta distancia el uno del otro, y a los veinte años más o menos quitaron la tapia para hacer algunas comprobaciones, algunas averiguaciones dentro de aquella tumba original, y se encontraron que los ataúdes habían cambiado de sitio. Y ese fenómeno ha vuelto a producirse varias veces en el transcurso de un siglo con la gruta perfectamente tapiada. Después se ha explicado científicamente: el movimiento de los ataúdes se debe a unas emanaciones de gases muy potentes que se producen en el interior de la caverna.

Pues bien, esta creencia en los fantasmas hace que en Barbados haya dos viejitas que desempeñan realmente un oficio real maravilloso. Les pagan a tanto por hora para ir por las noches a las casas a contar cuentos escalofriantes, cuentos de fantasmas. Les pagan a tanto por hora y las viejitas, desde luego, se arreglan siempre para dejar el final de la hora en un suspenso tremendo y que la gente les pida que cuenten durante media hora más o una hora más.

Y para terminar con algunas anécdotas de lo real maravilloso, vamos a saltar de la isla de Barbados al fondo de las selvas amazónicas, donde ocurre algo que yo podría llamar un cuento indígena teológico. Hay en el alto Orinoco una raza de indios fieros muy buenos con el visitante, con el explorador, con el etnólogo, con el científico, pero digo fieros en el sentido de que no se dejan dominar, en el sentido sobre todo de que no quieren adoptar ninguna religión que no sea la suya, no se dejan adoctrinar, no se dejan convertir. Son hospitalarios, lo repito, son buenos, son hombres fuertes, fornidos, vigorosos, pero viven independientes, y son muy numerosos. Un día, sin embargo, un capuchino, un misionero, se metió en la cabeza que iba a adoctrinar, que iba a enseñar la doctrina cristiana a esos indios piaroas. Y al efecto, mandó a pintar una serie de carteles grandes, de muchos colorines, que representaban episodios del Antiguo Testamento. Pidió permiso a los notables de la tribu para. enseñarles los cuadros y notó, con gran satisfacción, que los cuadros interesaban, agradaban, gustaban, e incluso le pidieron permiso para conservarlos para adornos de las casas.

¿Qué más quería el misionero si eso era lo que estaba buscando? Pero en eso tuvo una pésima idea. Para desdicha suya le enseñó a los indios piaroas un cuadro que representaba a Adán y Eva en el Paraíso con la serpiente y la manzana. Aquellos indios se echaron a reír y le dijeron: "Todo lo que tú has contado es mentira, porque el que cuenta, el que dice una mentira miente siempre". "Pero ¿dónde he mentido yo?" "Esto último que tú enseñaste es una mentira", "Pero ¿dónde está la mentira?", dice el capuchino. "Pues sencillamente en que nadie ha visto nunca una serpiente comerse un mango".



 

 

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Alejo Carpentier
Publicado en revista Crisis, N°54, Buenos Aíres, octubre de 1987