Proyecto Patrimonio - 2022 | index |
Alejo Carpentier | Autores |












Alejo Carpentier en el recuerdo

Por Jorge Enrique Adoum
Publicado en Punto Final, N°251, noviembre de 1991


.. .. .. .. ..

Es la música y no la literatura la que está asociada al principio y al fin de su presencia física en mi recuerdo. El día que le conocí en casa del compositor venezolano Antonio Estévez, en París, había quedado abierta en el piano la partitura de la "Consagración de la primavera", de Stravinsky.

Alejo Carpentier tocó, de pie, un pasaje con la destreza de alguien para quien la lectura de la música fuera tan fácil como para mí la de literatura policial. Esto era en mayo de 1968, diez años antes de que terminara su novela de igual título. Y doce años después, el día de su muerte, junto a papeles y libros que habría hojeado la víspera, antes de que lo ahogara el borbotón de sangre, encontré en su escritorio —¿por qué abierta?— la partitura de "Las bodas de fígaro", de Mozart.

Alejo conocía la música universal de manera tan vasta y profunda como la literatura (sus crónicas reunidas con el título de "Ese músico que llevo dentro" abarcan tres tomos de 500 páginas cada uno). Pero le fastidiaba que el Pequeño Larousse Ilustrado dijera de él "músico, escritor y poeta cubano" (¿por lo de músico y, sobre todo, por lo de poeta?, decía). No podía ir a la Opera de París: ¿cómo habría él enviado a una empleada, como hacen los franceses ricos, ni menos aún, a un funcionario subalterno, como hacen los diplomáticos, a esperar en la cola, del alba al mediodía, a fin de llegar a la ventanilla antes de que se agoten las localidades? Mas, como los europeos son muy sensibles a los títulos y cargos y al papel con membrete y sellos, le sugerí que solicitara sus entradas por escrito, en papel de la embajada de Cuba, en su calidad de encargado de asuntos culturales, con rango de embajador.

Pese a que el procedimiento nada tenía de incorrecto, jamás se le habría ocurrido emplearlo: dudó un poco, recurrió a él una sola vez —creo que se trataba de "Lulu", de Alban Berg— y jamás volvió a hacerlo. Pero no era sólo la música culta la que le interesaba: de ahí que al preguntarle quién habría querido ser si no fuera quien era, respondió, sin pensarlo dos veces: "Fred Astaire".

Su cultura era oceánica iba, sin lagunas, del "Mahbharata" a la última película de Fasbinder o a la más reciente exposición de Antonio Saura (a propósito de pintura, su dolorosamente breve ensayo sobre Picasso es, sin duda, una de sus obras mayores) y volvía a la estructura sonora de Villalobos o el sistema de pensamiento de Kierkegaard al libro de cocina del sibarita romano Apicius, algunas de cuyas recetas factibles (porque las demás eran imposibles: "se toma el avestruz y se lo pone a cocer en una cacerola") tratamos de poner en práctica.

Cuanto él contaba daba fe de su talento de novelista: por ejemplo, era difícil saber si se trataba de un recuerdo o de una escena imaginada el relato de una cena de los surrealistas en el restaurante "Falstaff", durante la cual las mujeres se entregaron a un concurso para decidir quién de ellas tenía los más hermosos pechos, siendo derrotadas por una camarera que, tras el asombro, decidió entrar en la competencia. O la narración de aquella representación de "Aída", en La Habana, interrumpida por el estallido de una bomba, cuando la policía detuvo a un caruso asustado, todavía con el atuendo de soldado egipcio, "por andar en la calle vestido de marica".

Tantas y tales cosas recordaba que insistíamos para que escribiera sus memorias: había vivido uno de los períodos más apasionantes de la historia política y literaria de Europa y América, había contribuido a hacerla, había conocido a sus principales actores... Cuando apareció "La consagración de la primavera" comprendí que esas eran sus memorias. Se lo dije y escuché una nueva lección de ética literaria: decía que un novelista no puede negar la importancia que en su vida habían tenido las mujeres pero que contar, en una suerte de confesión lo que a ellas se refiere, si no ha sido un fracaso puede parecer jactancia. En la novela, en cambio, el testimonio se disuelve en la ficción.

Escribía de 5.30 a 8.30 de la mañana, luego atendía en la embajada los asuntos de su cargo, por la tarde corregía a máquina lo escrito temprano, despachaba su correspondencia y leía vorazmente. De ahí que cuando nos veíamos por la noche evitara yo hablar de literatura, a fin de impedir que siguiera trabajando. Poco hablaba de él: cuando más, mostraba el ejemplar que acababa de llegarle de uno de sus libros traducido al serbo-croata o al kirguiz.

Y, con satisfacción y orgullo, los telegramas con que Fidel Castro le felicitaba por alguno de sus premios —cinco del Duca, Cervantes, Médicis— o le agradecía la donación de su importe en dinero al gobierno de Cuba. Pero jamás pudo él imaginar que el gobierno lo destinaría, tras su muerte, a la fundación del Centro de Promoción Cultural Alejo Carpentier.

Era tímido como un adolescente alto. ("Me sucede, a veces —decía— entrar en un lugar donde hay cinco o seis amigos íntimos y no sé cómo dar la mano"). De ahí que, al tratar de vencerse, diera inevitablemente la impresión de ser orgulloso. Contribuía a ello, además, su desprecio, que él nada hacía por disimular, de la mediocridad y de la tonta vanidad, por ejemplo, cuando algún amigo sudamericano quería "ser presentado a Carpentier" y que, tras estrechar su mano, no tenía nada que decirle.

Era, también, travieso como un niño. Aquejado de una diabetes remota, se esposa Lilia cuidaba de su dieta pobre en azúcar. Como eramos vecinos (yo vivía en el número 49 de la avenida de Segur y él en el 51, bis) nos encontrábamos a menudo en nuestro barrio. Un sábado de marzo de 1978, por la tarde, topé con él en la esquina de nuestra calle. Iba, me dijo, a hacer fotocopias de su discurso "Cervantes en el alba de hoy" que debía pronunciar el cuatro de abril de ese año en el paraninfo de la Universidad Complutense de Alcalá de Henares en el acto de recepción del premio de literatura en lengua castellana "Miguel de Cervantes" 1977 de manos de su majestad el rey de España don Juan Carlos I en presencia suya y ante la ilustre Academia Real de la Lengua (no creo que me lo haya dicho exactamente así, pero ahora no tengo cómo poner comas para dejarle respirar).

Me despedí de él imaginando la solemne ceremonia en que Alejo asombraría, como siempre, a su público, por la inmensidad de su cultura (¿quién era, por ejemplo, ese "James Bond de otra época llamado Florismartes de Hircania"?) o la penetración de su análisis ("faltaba a la picaresca... esa cuarta dimensión del hombre que es la dimensión imaginaria. Y esa era la dimensión que Cervantes nos había traído con su Quijote") y me enorgullecía que nuevamente un escritor latinoamericano, más aún, que él hubiera recibido el mayor reconocimiento alcanzable en nuestra lengua a su obra.

Iba pensando en todo eso cuando, al virar una esquina, me lo encontré saliendo de una pastelería y comiendo en la puerta, con el deleite infantil de la golosina y el gozo adulto de la clandestinidad, uno de esos pasteles llamados aquí y allá milhojas. Me enterneció, como me enternecía oirle reír, porque no era frecuente. Me enterneció porque el hombre grande, siendo grande, no había dejado de ser hombre. Ni pese a la edad, el hombre había dejado de ser puro y pícaro como un niño.

 

 

 

París 1978
Alejo Carpentier, su esposa Lilia Esteban Hierro, Jorge Enrique Adoum y su esposa Nicole Werrem

 

 

 



 

 

Proyecto Patrimonio Año 2022
A Página Principal
| A Archivo Alejo Carpentier | A Archivo de Autores |

www.letras.mysite.com: Página chilena al servicio de la cultura
dirigida por Luis Martinez Solorza.
e-mail: letras.s5.com@gmail.com
Alejo Carpentier en el recuerdo
Por Jorge Enrique Adoum
Publicado en Punto Final, N°251, noviembre de 1991