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Hebe Uhart, escritora argentina

Marciana doméstica

Por Alejandra Costamagna
Julio de 2010, revista Dossier /
http://www.revistadossier.cl/


 

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Una ráfaga de aire fresco, dicen sus adictos, una firma de culto. La auténtica heredera del minimalismo, la revelación de las letras argentinas. Y Hebe Uhart puede ser todo eso, pero no es una recién aparecida ni mucho menos. ¿Quién es esta mujer con nombre de seudónimo, tan periférica como elogiada, que a sus 74 años escribe como quien habla? Según Fogwill, sin ir más lejos, la autora de El budín esponjoso (1977), La luz de un nuevo día (1983), Camilo asciende(1987), Guiando la hiedra (1997), Del cielo a casa  (2003) y Turistas (2008) es la mejor escritora argentina del momento, y se acabó la discusión. Pero qué se va a acabar. Los intentos por descifrarla y acotarla recién empiezan. Que viene del lunfardo y la picaresca. Que corre en la liga de Carson McCullers. Que es la argentina más italiana del mundo. Que está entre Cesare Pavese y Natalia Ginzburg. Que Felisberto Hernádez, que Clarice Lispector, que Mario Levrero. Que no tiene edad, en fin, que es marciana.

“Es cierto que yo tengo la técnica de hacerme la estúpida, pero no me gusta que me digan escritora naïve, porque naïve lo veo un poco como que se hace la nena, qué sé yo”, admite la aludida, sin aires de suficiencia. Con pinta de afuerina, expresión genuinamente coloquial y un humor finísimo, la mujer que nació en la ciudad de Moreno en 1936, que estudió filosofía, leyó con devoción a Fray Mocho, huyó de las aureolas del éxito, trabajó como docente y cronista de viajes, publicó cuentos y novelas, viajó en bus por interiores y exteriores de perímetro amplio y hoy sigue viajando y dicta talleres literarios en Buenos Aires, se define como “una persona que mira”. Y cuando dice mira quiere decir escucha. Quiere decir que en los relatos de la docena de libros publicados desde 1962 hasta la fecha sigue una línea que jamás se guía por el impacto de los acontecimientos, sino por el deseo humano de captar, encender las antenas, almacenar en la memoria el microcosmos contemplado y recién entonces traer las historias de vuelta como si estuvieran ocurriendo ahora, en este mundo, y el lector las escuchara en tiempo real.

“Para mí escribir es comunicar”, define. Y se permite una mínima concesión: “Si sale lindo, mejor”. El milagro es que lo suyo no solo sale lindo y comunica, sino que también conmueve. Porque lo que captan las antenas de la más antisolemne de las escritoras argentinas, la más exquisitamente coloquial, es ese brote intangible, en ocasiones delirante, que termina por aflorar en los seres comunes y corrientes que trae a colación. Como si los bajara directamente del cielo. Y una vez en casa, bien sujetados, les extrajera el habla, con modismos y disparates incluidos. Puede ser la mujer del cuento “Guiando la hiedra”, por ejemplo, que mientras riega las plantas de su balcón y atribuye cualidades humanas a enredaderas y margaritas, detecta en sí misma una veta grosera. O la abuela chaqueña de “Leonor”, anulada por sus nietos y convencida de que los padres no deberían dar demasiada instrucción a sus hijos, porque “después los hijos la pordelantean a una”. O en similar sintonía, el muchacho de pueblo, trepador como las mismas hiedras del balcón, en la novela Camilo asciende, que se avergüenza de su origen y enfrenta a los padres con desdén al ver a su hermana menor: “¿Y esa chica sin bombachas? ¿Qué futuro le están preparando?”.

Y si en el relato “Turistas” la protagonista, una mujer que se empeña en llevar de vacaciones al extranjero a su aburrida familia, asegura no saber en qué mundo viven los hombres, en “El centro cultural” la incógnita será ¿de qué están hechas las mujeres? Pero las de Uhart y sus personajes no son disyuntivas de género. Solo son preguntas acerca del tejido intrínseco de los seres humanos. O más bien de los seres a secas. Porque la autora también interpreta lo que eventualmente perciben los objetos. El vestido mustio y triste de una de las historias que “parecía decir: nunca más me vas a querer”, o la casita blanca recién construida que “parecía que dijera aquí estoy yo”. Y tampoco descarta las percepciones del reino animal. “Me paso horas observando a los monos, gorilas y chimpancés”, admite. “Me interesan muchísimo los chimpancés”.

Monos, perros, vestidos, humanos. Hacer un flan, echarse a la sombra, patear la calle. Podría decirse que en los relatos de Hebe Uhart no pasa nada. Y probablemente sea cierto. Pero habría que acotar: nadaextraordinario. Y precisar también que no es el tipo de nada que enmascara el todo, al modo de Carver (del Carver editado por Lish) o de Hemingway. Porque la nada de Uhart es la extrañeza de la vida, nada menos. Y acaso habría que advertir que en estos escenarios no habrá revelaciones ni knock out y que las anécdotas no serán redonditas, perfectas como un círculo. Y que en los cuentos de la mejor escritora argentina del momento nadie percibirá tramas secretas donde lo que verdaderamente importa es la mirada excepcional, marciana, de Hebe Uhart. “Mis cuentos son domésticos, aunque agrego disparates”, decreta ella misma. Y se acabó la discusión.


 

 

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