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Alejandra Costamagna | Autores |



 




Había una vez un pájaro*


Alejandra Costamagna
Publicado en CASA DE LAS AMÉRICAS, N°300, julio - septiembre de 2020


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Había una vez un pájaro. Dios mío.
Clarice Lispector


I

Mi padre es el protagonista de esta historia, pero mi padre no está. Tengo que ir hacia atrás y raspar mi cabeza con una astilla para que aparezca. Con su partida hubo un cambio en la casa. No hablo de la renovación del papel mural ni de los electrodomésticos. Me refiero a que todos empezaron a estar un poco locos. Aunque suene cuerdo, creo que yo también estuve loca. Raspo y aparece: mi padre como una figura de cristal, a punto de romperse. Yo vengo saliendo de una hepatitis que me ha tenido dos meses en cama y de la que solo recuerdo el olor a fritanga allá lejos, en la cocina, y las compotas de fruta desabrida que me traían a la pieza. Lo que ocurre esa noche no llego a comprenderlo bien entonces. No en su precisión, digo, no en sus alcances. Los días previos todos andan alterados y supongo que aún no existe la voz nocturna que luego acompañará a mi madre. O existe en unos decibeles y en unos sitios muy discretos, no lo sé. Durante esas noches yo prendo el televisor y lo dejo sin volumen. Veo pasar las imágenes por la pantalla, mientras oigo los murmullos de la casa. Me gusta esa banda sonora. A veces miro unos dibujos animados de gente con ojos grandes y caras geométricas. La historia de Candy, por ejemplo, que se llama como nuestra gata. Imagino que la voz de mi padre es igual a la de Anthony, el novio de Candy, con una entonación áspera que lo vuelve elegante. Es lejos lo que más me gusta de mi padre, su voz. Mi madre en cambio habla como soprano. No sé cómo la soportan con su vocecita de flauta, pobre. Nada que ver con el vozarrón seco de su hermana Berta. Ronca, rasposa la voz de mi tía, como de cantante nocturna y no de la profesora de castellano que es en realidad.

Pero la noche de la que hablo, la noche que necesito recordar para ordenar esta historia, mis padres fuman como si estuvieran compitiendo y tal vez no duermen ni un minuto. Una de las secuelas de la hepatitis es que todo me da asco. El olor del tabaco me revuelve la guata, pero no reclamo. Yo nunca reclamo. A la mañana siguiente, en el desayuno, mis padres son un par de zombies. Antes de que las tazas de té con leche estén vacías y con los panes a medio comer, de golpe me encuentro sola, sentada en el comedor, escuchando un sonido de balas que viene de la calle. ¿Y la Amanda? ¿Dónde quedó la Amanda?, grita mi mamá desde el pasillo. Están los tres apilados en el suelo, un solo bulto entrelazado. Los tres y la gata, en realidad, que mi hermana Virginia sostiene en sus brazos. Mi papá corre al comedor, me rescata de la silla y con el cuerpo agachado, medio reptando los dos, me lleva con el resto de la familia. Aún retumban las ráfagas de metralleta allá afuera, en el cielo, como relámpagos de una primavera metálica. Mi madre me abraza fuerte, culposa, y yo pregunto qué pasa. Pero ella dice que no estamos en edad de entender, que paciencia, que algún día nos van a explicar todo.

Y nunca estamos en edad y no hay explicaciones y el cielo retumba, vidrios rotos, olor a pólvora, camiones blindados, pájaros ardiendo en la noche, y mi padre desaparece. Y vienen unos días en que el silencio se vuelve una sustancia espesa, casi masticable en el aire, y no tenemos noticias de mi padre ni del tío Ramón ni de Lucas. Recién empezamos a entender algo unas semanas más tarde cuando mi madre y Berta nos sientan a las tres primas y nos piden que escuchemos bien lo que nos dirán. Todo es redundante entonces, a pesar de los silencios. Todo suena demasiado grande, demasiado solemne. Lo que nos dicen es que volveremos a ver a mi papá y a Ramón. A Lucas no lo veremos porque está escondido, admiten, afortunadamente está a salvo. Y no dicen mucho más. Al día siguiente nos levantan temprano y nos llevan a San Miguel.

Es una cárcel improvisada, en realidad, una cancha de cemento con cientos de personas, más hombres que mujeres. Después sabremos que las mujeres son visitas, familiares de los detenidos, igual que nosotras. Algunos están sentados en bancos de madera, otros conversan de pie y otros –mi hermana, mi prima, yo– leemos los diarios murales y nos quedamos pegadas en esos fusiles, en esas letras gordas trazadas con plumón, llenas de exclamaciones. Berta abraza al tío Ramón, flaco como un poste. Tiene puesta una chaqueta de mezclilla clara, casi blanca, que contrasta con sus mechas negras. Mi padre demora en llegar al galpón desde su celda, no sé por qué lo tramitan. Lo primero que veo es su cabeza cubierta por la boina rojinegra que le regaló Lucas en sus años de estudiantes. Se ve raro, pienso, como fuera de lugar. También se ve débil y ojeroso, pero no parece malhumorado. No todavía. Mi madre le dice algo al oído y también se abrazan y ahora se besan. Es un beso largo, aunque nada de intenso. Me parece un beso irreal, no sé cómo decirlo. Virginia mira para otro lado y prácticamente no habla durante toda la mañana. Yo me siento sobre las rodillas de mi padre y le pregunto hasta cuándo va a estar acá. Él me mira como si no entendiera mi lengua, como si yo fuera una extraña, y solo atina a encender uno de los cigarros que le hemos entrado en la encomienda. Le pido que no fume encima mío, a pesar de que soy yo quien está encima suyo. Un poco de humo no te va a hacer nada, Amanda, me dice. Pienso que le habla a otra persona, a mi madre o a mi tía, no a mí.

–Tienes que tener paciencia –le hace ver mi madre con su voz finita–. Tú sabes que esto va a pasar luego.

–¿Luego de qué? –se ríe mi padre. Es una risa impostada, parecida al beso que se han dado al inicio–. ¿Luego de quedar hechos mierda?

–Por favor, por favor… –lo frena ella. No sé cuál será el favor que le pide. Mi padre tampoco lo sabrá, porque entonces le dice que no hable leseras y todos nos quedamos callados un buen rato hasta que Virginia saca el mate de la bolsa y la yerba nos devuelve el ánimo.

A las once de la mañana cebamos mate en un galpón de San Miguel. Desde entonces y por un buen tiempo, cada martes a las once de la mañana cebaremos mate amargo con mi padre –solo a mí me gusta con azúcar, pero no hay ni un gramito dulce ahí adentro. Luego iremos aprendiendo otras formas de matar el tiempo. Con Camila y Virginia agarraremos las sillas desocupadas, pondremos el respaldo hacia el suelo y las patas metálicas hacia arriba y nos ubicaremos en línea. La que tenga el número mayor en la ficha que nos entregan los gendarmes al entrar, dará la partida. El chirrido de los fierros contra el cemento será el inicio de la carrera de sillas, y la primera en llegar a la meta tendrá que dar una vuelta en u y desandar el trayecto. Casi siempre gana Camila, más grandota y forzuda, mucho más veloz que mi hermana y yo. Pero no hay premios para la ganadora, eso ni se nos ocurre.

Recién ahora que los miro de lejos me doy cuenta de que me gustan esos martes. Aunque mi padre esté muy caviloso y fume como el condenado que es entonces, me gustan los martes de visita. Cuando suena el timbre siento que nos golpean el cráneo, que nos electrifican. Es mucho peor que el del colegio. Veo el gesto desafiante del gendarme posando su dedo en el interruptor y me tapo los oídos. Pórtense bien, dice mi papá, haciéndole el quite al timbre. Y claro que nos portamos bien, no nos queda otra. Cuando vamos sin mi prima ni mi tía, con Virginia salimos unos minutos antes para que nuestros padres puedan despedirse solos. Cinco o diez minutos, nada más. A veces mi madre cruza la puerta metálica de salida con la misma expresión de mi padre. Hundida, ojerosa. Como si fuera ella la que estuviera detrás de las rejas. Yo le digo mamá, acá estamos. Pero su silencio es una corriente espesa y contagiosa, y no hay quién la saque de ahí durante los primeros pasos por la calle. Hasta que de a poco empieza a recuperar sus gestos originales, vuelve a ser ella, y entonces ya hemos llegado a la Gran Avenida y subimos a una micro que nos trae de vuelta a la casa.

Yo intento que el circulito de tinta morada con el que los gendarmes nos marcan el brazo me dure la semana completa. Y me arremango el polerón del colegio para que todo el mundo lo vea. Mi madre me reta, dice que tenemos que borrarlo con alcohol, que es peligroso dar esas señales en público. Pero a veces se le olvida. Todos los martes de ese tiempo mis padres discuten y luego se abrazan. Apenas veo que abren la boca, me encuclillo al lado del banquito y dejo que uno de los dos me acaricie el pelo. Creo que lo hacen por inercia, me acarician para tener las manos ocupadas en algo. Yo podría ser un peluche y actuarían igual. Sus diálogos van y vienen por un camino ripioso. Discuten un buen rato hasta que uno dice discúlpame y el otro responde no, por favor, discúlpame tú a mí. Después se abrazan sin mucho entusiasmo y vuelven a hablar en murmullos, a agarrar el tono normal, a subirlo paulatinamente, a casi insultarse otra vez. Cuando llegan a ese punto del diálogo me convenzo de que sus voces provienen de un cuenco vacío. Ya no les sirven las palabras, pienso, porque ya se han dicho todo, de todas las formas posibles. Pero ellos siguen hablando y no paran y no pararán hasta que uno de esos martes en la mañana mi madre tenga la ocurrencia de contarle que Lucas apareció y está en nuestra casa.

–¿Lo estás cuidando? –pregunta mi padre.

–Me imagino que esa pregunta no es en serio –responde ella. La voz le suena delgadísima, un hilito a punto de romperse, pero la sostiene hasta el final–. El abogado dice que tiene que estar en un lugar con gente, acompañado.

Hablan de Lucas, pero no pronuncian su nombre. Supongo que lo hacen para despistarnos. Qué tontos, si nosotras nos damos cuenta de lo que pasa. De esas cosas, al menos, creemos darnos cuenta entonces. Incluso llegamos a pensar que Lucas duerme con nuestra madre. Las sospechas empiezan una madrugada en que oímos ruidos en su pieza. No es el televisor ni una conversación telefónica: es ella con alguien. Pasa una semana y los ruidos aumentan y Lucas duerme en la casa y desayunamos juntos y lo vemos en pijama y pantuflas y después de comer se quedan en el living hasta tarde y luego vienen sus pasos subiendo la escalera y las risitas y los murmullos y dos más dos son cuatro.


II

Berta y Camila vienen a almorzar los fines de semana, de a poco se ha vuelto una costumbre. Mi tía, Lucas y mi madre hablan en clave, no perciben –no quieren percibir– que estamos aprendiendo su idioma. A la hora del café, como siguiendo una rutina muy antigua, sacan la guitarra y se ponen a cantar esas canciones que ya no se pueden cantar. Ellas eligen el repertorio, él toca la guitarra. Lo hacen en voz baja, son cuidadosas nuestras madres. Que para hacer una muralla, que aunque mi amo me mate a la mina no voy, que mira la batea como se menea, que las casitas del barrio alto, que voy a hacerme un cigarrito. Y echan humo y a veces abren una botella de vino y se van poniendo tristes o borrachos o tristemente borrachos y cada vez les sale más traposa la voz, hasta que de un momento a otro dejan de cantar. Virginia y Camila siempre terminan viendo tele en la pieza. Yo, en cambio, me siento en el triángulo que se arma justo bajo la escalera y desde ahí los espío. No me pierdo ni un solo respiro, esa es la misión que me toca. Y así voy completando la historia, de a pedazos. Mi hermana lo sabe y todas las noches espera mis informes.

Una de esas tardes escucho una conversación entre mi madre y Berta que será clave para el registro. Lucas duerme la siesta en el sillón, abrazado a la guitarra.

–Más culpa me da que Ramón se entere estando allá adentro –dice mi tía. Pero no tiene voz de culpa, sino de profesora. De profesora que da lecciones a unos alumnos muy porros–. ¿Por qué me tocan a mí todas las desgracias?

–¿Y a mí qué me queda? –se queja mi madre.

–Pero con Lucas al menos hacen una vida de familia… Lo de ustedes es más normal.

–Mirado de cerca nada es normal, Berta. Nadie es normal. Hay que aprender a ser discretos nada más.

En ese momento la Candy las interrumpe con un maullido. Mi mamá la levanta del suelo, se la pone sobre las piernas, la acaricia. Después mete el dedo meñique en el frasco de mermelada y se lo ofrece. Berta le dice no seas cochina, pero ella no le hace caso. La gata le lame el dedo, le pide más. Mi tía tapa la mermelada y dice que está dándole vueltas a lo de Buenos Aires. Mi madre le pregunta si habla en serio. Berta dice que por supuesto, que ya lo tanteó con Camila, que hay una posibilidad de trabajo en la facultad de no sé cuánto, que hay que irse lejos de este país de mierda. Mi madre dice que la mierda no es el país, sino las circunstancias. Mi tía dice ay, hermanita, es lo mismo. Y emite una carcajada ronca. Mi madre dice no pues, con esa mentalidad no llegamos ni a la esquina. Mi tía dice que no quiere llegar a la esquina, que solo quiere estar en paz. Después se levantan y se echan en el sillón, junto a Lucas y la guitarra. La Candy los mira desde la alfombra, relamiéndose los bigotes.

Los dejo dormir y subo a la pieza. Camila y Virginia tienen el televisor a todo volumen, se van a quedar sordas un día. Cada una está echada en un piso distinto del camarote: mi hermana arriba, mi prima abajo. Camila adora al señor Ingalls, el papá de esas niñas de vida silvestre, tan llenas de aire limpio. Yo a él lo encuentro falso, demasiado sonrisita en la cara bronceada. Si es por hombres prefiero a mi padre o al tío Ramón, mil veces. Le digo a Virginia que tenemos que hablar. Me encanta pronunciar esa frase: tenemos que hablar. Nadie queda indiferente cuando escucha eso, nunca. Camila pregunta qué pasa, pero son asuntos de hermanas. Lo siento, primita. Así que salimos del dormitorio y hablamos en el pasillo. Le cuento que la tía Berta piensa irse con Camila a Buenos Aires, que lo acabo de escuchar. Ya, pero lo que queríamos saber era otra cosa…, se impacienta mi hermana. Y le digo que sí, que también hablaron de eso. Y que sí, que lo que pensábamos es verdad. A Virginia le cambia la expresión. Parece un pájaro herido con un postón de caza. Puede que secretamente haya estado esperado que nuestra madre y Lucas se repelieran o resultaran incompatibles. O que los ruidos en el dormitorio de al lado solo fueran alucinaciones nuestras.

Volvemos a la pieza. Camila ha apagado el televisor y ahora lee un libro de tapas rojas, echada en mi parte del camarote. A Virginia se le ocurre ver fotografías antiguas. Como si eso pudiera congelar la historia, qué tonta. Se encarama en una silla, saca de la parte de arriba del closet tres álbumes y se detiene en cada una de las imágenes de nuestros padres juntos. Él fumando un cigarro y en el otro extremo ella muerta de la risa. ¿De qué se ríe?, dice Virginia. Se le escapa el pensamiento, supongo. Qué voy a saber yo de qué se reían entonces nuestros padres; desde qué altura olímpica descendían sus risas ordinarias. Mi hermana se queda mirando una fotografía de él solo. Está sobre una tarima, con un micrófono en la mano, en un lugar que podría ser un teatro viejo. Con los ojos semicerrados, le habla a una multitud. Su parpadeo está congelado en una milésima de segundo y lo hace ver horrible, pero la idea es buena: mi padre con una audiencia dócil, con el mundo a sus pies. Virginia cierra la puerta y pegotea la foto por detrás, en la madera, con cola fría. La imagen de mi padre queda firme, a la altura de nuestros hombros, y aguanta todos los portazos que vienen de ahí en adelante.


III

Mi madre lee la primera carta que mi padre nos ha escrito, a Virginia y a mí, desde la cárcel. Incluso la autorizamos a que la lea en voz alta. Pero a cada rato carraspea, le cuesta seguir las líneas de un tirón. Mi padre nos habla de los paseos al aire libre, de hacer amigos, de dormir la siesta. Nos dice que es bueno nadar y mirar los pájaros. Nosotras no paseamos al aire libre ni hacemos amigos ni dormimos la siesta ni nadamos durante esos días. De vez en cuando miramos algún chincol por la ventana, eso sí. Pero creo que mi padre se refiere a los pájaros del campo o la montaña, no a estos que aparecen en el patio de la casa. A veces habla raro en sus cartas, no parece él. En un momento escribe, por ejemplo: «Oigan, hijas mías, el silencio. Es un silencio ondulado, un silencio donde resbalan valles y ecos y que inclina las frentes hacia el suelo». Tiempo después sabré que esas frases rimbombantes no son suyas, sino de algún poeta que lo deslumbra. Pobre, mi papá, tal vez no tiene imaginación. Me da un poco de vergüenza por él. Y pena. Es una pena parecida a la que me provoca mi madre cuando la veo echar humo, muy silenciosa, con los ojos apretados frente a una de esas extensas cartas que nos irá entregando mi padre en las visitas. Pero yo no sé llorar voluntariamente, así que no puedo acompañarla ni en el llanto ni en el carraspeo. Eso es lo que me da más pena. Mi mamá va pasando las páginas como sin verlas, una y otra y otra. Yo sé que no está leyendo y la miro de reojo. Cuando se da cuenta de que la observo, fija la vista en el papel y se restriega los párpados, simulando cansancio. Dale, llora no más, me dan ganas de decirle. Pero la dejo actuar.

Hasta que uno de esos martes Lucas se atreve a ir con nosotras a San Miguel. No se queda mucho rato, solo el suficiente como para dejar el aire viciado. Los gendarmes andan más hostiles que de costumbre y cuando pasamos el último control, Lucas murmura que esto es degradante. A nosotras tampoco nos gusta que nos toqueteen enteras ni que nos hagan sacar los zapatos, los calcetines y hasta los calzones si a los guardias les da la gana, pero ya estamos acostumbradas. La revisión no nos parece lo peor –tal vez lo peor es haberse acostumbrado. Mi padre nos mira con sorpresa cuando aparecemos en el galpón. En realidad mira a Lucas, nosotras no existimos.

–¿Y tú qué haces acá?

Lucas no sabe qué responder. Saca un cigarro de un paquete que tiene en la mano y busca el encendedor en los bolsillos de la chaqueta. Pero se lo han requisado en la entrada, de manera que el cigarro queda apagado en sus labios, sin ninguna utilidad. Mi padre le acerca una caja de fósforos y lee en voz alta el eslogan publicitario: «Los Andes, fósforos de seguridad». Recién entonces parece vernos. Nos da un beso a cada una y le pide a mi hermana que cebe el mate. Mi madre está en el baño. Una roca, mi padre: rígido y callado. Lo único que suena es la bombilla del mate y la chispa de los fósforos que mi padre enciende y apaga. Hasta que por fin Lucas pregunta si preferimos que se vaya. No sé por qué nos integra en la pregunta, pero la respuesta de mi padre es inmediata. Sí, dice y asume el plural: en realidad, hubiéramos preferido que no vinieras. Después me mira y me acaricia el pelo. Yo me quedo muy quieta, como si fuera un gato abandonado que recibe cualquier tipo de cariño. Lucas dice que bueno, que se va, pero que antes hablen un minuto a solas. Por favor. Mi padre se levanta del banquito y nos dice a mí y a mi hermana que lo esperemos un minuto, solo un minuto. Lucas lo sigue. Mi madre vuelve del baño y se sienta junto a nosotras. Desde la banca vemos que Lucas y mi padre cruzan el galpón de un lado a otro, dos o tres veces. Pasan varios minutos. Marcan sus diálogos con movimientos de manos, se detienen en la mitad de la cancha, parece que van a golpearse, pero en vez de eso continúan la caminata con pasos cada vez más firmes, menos pausados y, de repente, sin que nos demos cuenta del cambio, Lucas desaparece de nuestra vista y mi padre camina hacia nosotras. Viene echando humo, quizá dónde tiene la cabeza.

Esa es la última vez que lo vemos.

El martes siguiente no hay visita. Ni el subsiguiente ni el subsubsiguiente. Recién a la cuarta semana, mi madre habla. Estamos sentados frente al ventanal del comedor. Los rayos se filtran tímidos, apenas templan el espacio. Mi madre está malhumorada, lleva cuatro noches sin dormir –cien horas despierta. Parece una sombra de sí misma. Lucas le dice que debería ver a un especialista, tomar algo. Le habla con voz suave, casi un sedante. Por un momento pienso que se olvida de que yo y mi hermana estamos ahí. Lucas asegura que todo va a salir bien; le pide que confíe en él, que se calme. Yo estoy muy calmada, reacciona mi madre. Y empieza a juntar los platos y los vasos que todavía no terminamos de usar. No te pongas así, insiste Lucas. ¿Así cómo?, pregunta ella. Hecha un atado de nervios, así, mírate. Ya no me voy a poner más así ni asá, tú sabes, remata. Y entonces nos mira a nosotras, no a ella misma como le ha pedido Lucas, y lo dice. Que ya no vamos a ir más a San Miguel, porque vienen tiempos difíciles. Que nos olvidemos de mi padre. O sea que no, o sea que sí. O sea, que nos hagamos la idea de que anda en un viaje de trabajo. Como si alguna vez mi padre hubiera viajado solo. Y por trabajo, ¿qué es eso? Mi padre salía de vacaciones con nosotras en verano: de camping, a la piscina, a ver pájaros en los cerros. Ésas eran todas sus salidas. Mi padre nunca fue un hombre de viajes solitarios. Pero ahora hay que imaginarlo en una ruta urgente e irrevocable. No dice que sea cierto, mi madre, solo que nos hagamos la idea. Le pregunto cuánto durará el viaje, cuándo lo volveremos a ver.

–Cuando la situación mejore –dice.

La situación nunca mejorará, pero eso aún no lo sabemos. Tampoco imaginamos entonces que pueda empeorar. Nos quedamos cinco, siete, doce minutos en silencio. Yo clavo la vista en el reloj del living, necesito poner los ojos en algún lugar neutro. Virginia unta el tomate en el potecito de mayonesa y la deja llena de gotas rojas. Trata de disimularlo revolviéndola, pero solo consigue darle un tono rosado. Es muy torpe mi hermana a veces. Según indican las agujas del reloj, son diez para las tres de la tarde. Lucas dice permiso, me tengo que ir a trabajar. Y se va a trabajar y queda mi madre como una sombra de sí misma, con los platos sucios y nuestra expectación. Le pregunto si nunca más iremos a la cárcel. Me dice que no, que si no escuché lo que dijo recién, que esto se acabó. Supongo que al decir esto se refiere a mi padre, no a la cárcel. Me imagino que la prisión va a seguir existiendo sin él, que los gendarmes seguirán tocando el timbre e interrumpiendo las visitas, que otros prisioneros seguirán abrazando a sus gentes como si fuera la última vez que los ven. Mi hermana pregunta si el tío Ramón también se fue en el viaje. Tiene a la gata en sus piernas y le hace cariño en el lomo con torpeza. Mi madre le dice que tenga cuidado con el animal, que no es de peluche. Nunca ha llamado animal a la Candy. Después se aclara la garganta, como si fuera a dirigirse a una multitud, y dice a ver, niñas, Gustavo y Ramón están bien, pero no los podemos ir a visitar, ¿está claro?

¿Cómo se le ocurre que va a estar claro? ¿Dónde está mi papá? ¿Por qué no se despide de nosotras? ¿Se lo llevan a otra cárcel?

–Se va a un lugar donde va a estar mejor y no se despide porque no puede –dice. Y repite–: Porque no puede.

–¿Y Lucas?

–¿Qué pasa con Lucas?

–No sé. Lucas…

De pronto olvido lo que quería preguntar. Una nube me tapa las preguntas y yo soy un cielo espeso, de color gris perla. O tal vez soy las nubes que le tapan la luz a esta mujer que tengo enfrente. Lucas ya no está escondido y ella sigue teniendo miedo. Yo sé que mi madre tiene miedo. Se le nota cuando asegura el pestillo de la puerta tres veces por noche o cuando descuelga el teléfono que suena en la madrugada y no hay nadie al otro lado y entonces se pone a hablar con Lucas en voz muy baja pero muy aguda también, como de pito de tetera hirviendo la voz de mi madre a esas alturas, y Lucas ahí, con una mano en su espalda y la otra en el bolsillo, buscando los fósforos para encender un cigarro a las tres y media de la mañana. Con Virginia nos asomamos desde la puerta y los vemos besarse apretados. No son los besos pasajeros que se daban con mi padre en los banquitos de San Miguel. Estos son besos reales. Entonces volvemos a la cama y pensamos que al menos ya nos acostumbramos a sus ruiditos nocturnos y podemos dormir con ellos. O a pesar de ellos. Pero los ruidos del teléfono son de verdad anónimos y no sabemos quién está al otro lado de la línea.

Esa tarde, antes de que nuestra madre pierda por completo la calma que dice tener, propone que el fin de semana viajemos a las cabañas que arrendaba con mi padre en la playa. A conversar tranquilas, las tres. Que Lucas puede cuidar a la Candy, dice, que no nos preocupemos por eso. Que puede dormir con ella, incluso, si se lo pedimos.


IV

¡El agua!, grita mi madre desde el baño. Que no usemos el agua, que se está congelando. En estas cabañas todo funciona mal. No se puede abrir ninguna llave mientras alguien se esté bañando, porque entonces casi no sale agua y lo que cae de la ducha es un chorrito frío. Ahora pide que le llevemos la estufa eléctrica. Virginia aún está acostada y se hace la dormida. Le llevo la estufa, vuelvo a la cama, mi madre sale del baño, mi hermana se levanta como si nada, yo no quiero alejarme nunca más de estas frazadas con olor a humedad que me envuelven hasta los ojos. Pero salgo de la cama, siempre termino haciendo lo que no quiero hacer. Me abotono el chaleco tejido por mi madre. Siento que me ahorca el último botón, aunque tal vez no sea el botón. Salimos de la casa, las tres mudas, caminamos hasta la orilla del mar. Me cubro las orejas y el cuello con un poncho de mi madre, que ahora enciende un cigarro y se traga el humo y se atora y tose. Tose de puro atarantada que es, la calma no existe para ella. Miramos las olas que chocan contra una roca puntiaguda teñida de blanco por las gaviotas. Quiero acercarme a las olas, sacarme el chaleco, la camiseta, el buzo, las pantis y tirarme en calzones a nadar un rato. Nadar, mirar los pájaros, dormir la siesta. Nadar muchas horas, todo el mar con mi padre. No quiero escuchar a mi madre, no quiero que nos cuente que con Lucas, que ay, que uf, que ustedes entienden.

–No, no entendemos, mamá.

–Es que si no quieren entender, no van entender nunca.

Y no queremos entender, pero claro que entendemos que Lucas y ella, que el asunto venía de antes (le dice así: el asunto), pero que desde que a mi padre lo detuvieron Lucas la apoyó en todo. Y todo quiere decir todo, dice. Incluso ayudó a sacarlo de la cárcel con el abogado y sus contactos en una embajada. Jura, ella, que nuestro padre se salvó gracias a Lucas, pero de eso no nos puede dar más detalles. Insiste en que Lucas es una buena persona, que no está reemplazando ni usurpando el puesto a nadie, e improvisa un tono sentimental para decir que desgraciadamente estas cosas pasan, monitas. Y nosotras, par de monitas aturdidas, ya no queremos que pasen más desgracias por la boca de esa mujer que es nuestra madre. Pero sus palabras brotan y se imponen y ahora nos trasladan a la última escena de nuestros padres en el galpón de San Miguel. Ella se ha atrevido a contarle que está con Lucas y él pregunta si quiere que la felicite o mejor se pegue un tiro. Mi madre responde que no puede pegarse un tiro, que de dónde va a sacar un arma ahí adentro. Un poco tonta ella a veces, más tonta que nosotras. Mi padre dice que entonces la felicita y que apenas salga del encierro, si sale alguna vez de ahí, le pegará un tiro a Lucas. Caminan de una esquina a otra, dice ahora nuestra madre, como siempre. Él le pide que no vuelva y que en adelante nos mande a nosotras con la tía Berta. Le pregunto a mi madre por qué no hizo eso, por qué no nos mandó con mi tía. Pero ella no encuentra nada mejor que llorar, justo ahora que necesitábamos oírla bien. A mi madre le gustaría que fuéramos dóciles, que aceptáramos la partida de nuestro padre como un cambio de estación. Un poco frío al atardecer, cielos parcialmente nublados. Posibles chubascos en la madrugada.

No es mucho más lo que dice mi madre en la playa. Nosotras seguimos preguntando, nunca dejaremos de hacerlo. Y aunque ha dejado de llorar, articula unas respuestas igualmente lacrimosas, vagas, que no dicen nada. Más nítidas suenan las olas que su palabrería. Esa noche, en la cabaña, no comemos, no tomamos té, no volvemos a hablar. Dormimos en camas contiguas, muy juntas las tres, pero nos tratamos como unas desconocidas que comparten la misma celda.


V

Camila nos invita a la fiesta de despedida que le organizan sus amigos. No nos queda otra, tenemos que ir. Es en el decimoctavo piso de un departamento con una terraza enorme. La fiesta es en el living, pero yo prefiero la terraza. Adentro ellos, afuera yo, abajo la ciudad en miniatura. Trato de imaginar los tamaños reales de lo que se mueve en la superficie. Así debe ser la vista desde un avión o desde los ojos de un pájaro cordillerano, pienso. Los amigos de mi prima son mayores que yo, cinco o seis años por lo menos. Me inhibo frente a ellos, me siento minúscula. Camila me hace señas desde el living. Que entre, me dice, que vamos a jugar verdad o consecuencia. ¡Ya pues, Amanda!, insiste. Al final entro, no quiero echarle a perder su última fiesta. Nos sentamos todos en círculo, mirándonos las caras. El coordinador del juego se llama Rodrigo y es muy moreno; se parece un poco al tío Ramón. A cada uno le va preguntando si prefiere decir una verdad o asumir una consecuencia. Yo soy la única que elude las consecuencias –darse besos con y sin lengua, correrse mano, ir sacándose la ropa de a poco hasta quedar semidesnudos– y elige siempre verdad. Aunque mis verdades, en realidad, son puras mentiras. Hasta que el coordinador tiene la mala ocurrencia de meterse con mi padre: si pillaras a tu papá con otra mujer, ¿le contarías a tu mamá?, me pregunta. Le digo que eso no lo voy a responder. Imposible pillar a mi papá con alguien; imposible pillarlo si no sé ni dónde está. Pero eso no lo digo. No voy a responder esa pregunta, insisto. Entonces tienes que asumir una consecuencia, me advierten. Y acepto. Mil veces la peor consecuencia del mundo que responder eso. La lengua de Rodrigo me parece una esponja adentro de mi boca. Una esponja muy eficiente, que absorbe incluso mi disgusto.

Nos llevan a la casa en auto antes del toque de queda. Mi mamá está en la cocina cuando volvemos, lavando la loza acumulada durante el día. Nos pregunta si tenemos hambre. Ha dejado unos quequitos y unas galletas para que comamos. Nos da las buenas noches y sale de la cocina con un par de vasos de agua en la mano. Camila ha venido con nosotras, se va a quedar a dormir. Subimos a la pieza con los quequitos, las galletas y el frasco de mermelada. Mi prima dice que se ve más chico el lugar sin el camarote. A mi madre se le ocurrió que ya estábamos grandes para camarotes, así que le mandó a cortar las patas y ahora tenemos dos camas comunes y corrientes. Yo me siento desprotegida sin un techo encima, sin mi hermana arriba mío. Camila se tiende en el suelo y, sin que nadie le pregunte, comenta que encontró deliciosos los besos de Rodrigo. Esa palabra usa: deliciosos. Yo los encontré asquerosos, le digo. No es cierto, pero ahora necesito diferenciarme de mi prima. ¿Qué sabes tú, si es el primer beso que te dan?, se ríe Virginia. No es el primero. ¿No? No, no es el primero. ¿Es el número ciento ochenta y cuatro?, se burla ahora Camila. No, pero no es el primero. Es lo único que atino a decir, intransigente con mi mentira, igual que en el juego de la fiesta con las verdades. Pero mi negativa es borrada de un minuto a otro por los ruidos en la pieza del lado. ¡Shhh!, digo, escuchen. ¿Qué es eso?, pregunta mi prima. Es mi mamá con Lucas. Chuta… La mía es más discreta, dice. ¿Y con quién se acuesta tu mamá? Ah, no sé, responde. ¿Cómo no vas a saberlo?, insisto. No seas metiche, Amanda, interviene Virginia. Siempre que estamos las tres, mi hermana se alía con ella. Camila aprovecha la interrupción para acercar más el oído a la pared. Es como si un imán la retuviera contra el muro. Me imagino que mi madre está con Rodrigo. Con Rodrigo y Lucas. Con Rodrigo y Lucas y mi padre y el tipo que se acuesta con mi tía y ahora también con ella. Puras consecuencias, mi madre, ninguna verdad esa noche. Virginia imita a mi prima y pega su oreja al muro. Me distancio de ellas y cuando estoy a un metro, más o menos, dejo caer mi mano con todo el peso hacia adelante. ¡Qué haces!, grita Camila. Yo me río y digo perdón, perdón, perdón. Con mi golpe se acaban los ruidos. Mi prima dice estás loca, Amanda. Y se acuesta muy enojada. Abre su libro de tapas rojas y se pone a leer. Mi hermana la sigue, pero en vez de leer dibuja en su block.

Yo me echo en la alfombra. Abro el paquete de galletas y voy untándolas en la mermelada. Sigo la ruta de una hormiga en silencio. Va muy apurada, directo hacia el frasco, muy concentrada en su misión. Frena un segundo y no sé de dónde aparecen tres, cuatro, diez hormigas más. Ahora conspiran, intercambian movimientos de antenas y arman un batallón de asalto a la mermelada. Corren, nadie las detiene, están por llegar a la cima de su montaña, a la primera hormiga le falta un milímetro y ¡toque de queda, toque de queda! Las voy aplastando una por una.

 

 

* Fragmento del volumen homónimo, publicado por Editorial Cuneta en 2013.

 

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Había una vez un pájaro
Alejandra Costamagna
Publicado en CASA DE LAS AMÉRICAS, N°300, julio - septiembre de 2020