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Personajes dislocados,
desarraigados,
exiliados…
El sistema del tacto, de Alejandra Costamagna. Anagrama, 2018, 192 páginas
Por R. de la Lanza
Publicado en revista Lee+, N°127. Diciembre de 2019
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A través de mapas, recortes, imágenes rotas, fragmentos varios y otros vestigios, conocemos a Ania, quien de pequeña viajó al exilio; ahora debe atravesar de vuelta la gran cordillera para acudir a presenciar el último aliento de su tío Agustín, en representación de su renuente padre. Recurriendo a la técnica del back-and-forth, vemos a Ania acompañar a la familia en el funeral, y luego llegar a la casa de sus abuelos, abandonada por el paso del tiempo, en el que las fotografías y recortes aún hablan como desde el polvo que acumula la casa.
El andamio sobre el que se ha construido El sistema del tacto (Anagrama) es una serie de ejercicios de dactilografía (mecanografía), que aparecen cada tanto en la narración para recordarnos el aburrimiento, la soledad y la confinación sentimental de los personajes.
—¿Qué es el llamado sistema del tacto, más allá de un método para aprender mecanografía?
—Estos fragmentos son escritos por uno de los personajes centrales de la novela, que busca en la máquina de escribir una zona de arraigo, y que es, como él lo llama, el sistema más científico, en el que puede integrar de alguna forma la corporalidad, el entregarse en posturas, a una especie de lugar propio. El sistema del tacto, además de ser este método, se extrapola a cosas más simbólicas. Por ejemplo, podemos pensar en el tacto como sinónimo de tino, de cierta destreza para encajar, para entrar en la sociedad, que está llena de normas, con las que están conflictuados los personajes, pues todos ellos están desarraigados.
—Entonces esos fragmentos no le fueron dictados a Agustín, sino que los fue componiendo él mismo. ¿Es la ausencia de la Chilenita su peor desarraigo?
—Más bien creo que él permanentemente busca una excusa para escapar, y él en la Chilenita ve la oportunidad de huir, aunque eso también es una zona de fracaso. Pero todos los personajes viven en una permanente inestabilidad, que los hace vivir en un espacio-tiempo dislocado, que los obliga siempre a volver atrás, a su herencia, que no los suelta.
—Los personajes, como dices, están dislocados, es decir, fuera de su lugar. Es un diagnóstico tremendo si tomas en cuenta que es una novela sobre el exilio, aunque Ania entonces parece “cumplir” el anhelo de Agustín, pero llegando tarde.
—Todos estos personajes se mimetizan entre sí. Entre Ania y Nélida, su tía abuela, por ejemplo, se reproducen códigos… El cruce de la cordillera que realiza Ania no es sólo geográfico, lo que cruza es el tiempo a una zona donde la memoria se dispara y el presente y pasado entran en una zona ambigua, y los personajes son opuestos y al mismo tiempo son pares, hijos de una genealogía interrumpida.
—En la que iban a estar juntos…
—Claro, un poco como los niños diabólicos de las novelitas de terror, que terminan incendiando este pasado, que los cobija pero al mismo tiempo los expulsa.
—Tu novela dialoga con El extranjero y Pedro Páramo en esto de ir al mundo especial y enfrentarse a lo que uno debió ser.
—Exacto. Más aún desde que se llama “El extranjero”, porque ya nos habla de alguien que está afuera, en ese estado en el que necesitas un golpe que te saque de ahí. A lo mejor Agustín podría ser como Meursault, como cuando fantasea con secuestrar a la Chilenita: los personajes comienzan a ser habitados por el horror que los circunda, un horror que se hereda también, porque está Nélida, que viene de la Segunda Guerra Mundial, pero también ellos habitan dos dictaduras, una a cada lado de la cordillera, y también están las novelitas de terror que la Chilenita lee.
—¿Qué tanto hay de ti en Ania y en la historia de la novela?
—Todo y nada. Es como si tomara el álbum familiar y lo interviniera hacia la ficción. Son trazas autobiográficas, sí, pero todo el tiempo están entrando en crisis. Todo el material gráfico que se puso en el libro no es tan documental sino elementos de fantasmagoría. Yo misma ya no sé determinar qué corresponde a qué, por eso no hay pies de páginas, sino que están como desvíos, como restos.
—¿Qué tan importante es en nuestras vidas la historia de la familia?
—Estas historias nos atraviesan a todos, pero se salen del ámbito de lo propio y entran en lo colectivo. Cuando hablo de estos migrantes en particular, es sobre toda una época, sobre una oleada de migrantes de un contexto y un momento en la historia, pero que también podemos traer al hoy. Vamos y venimos de la intimidad a la historia una y otra vez. Por eso la novela está en una tercera persona tramposa, no hay un yo. Y si lo hubiera, no es un yo confesional, sino que a partir de una situación particular podemos estar hablando de algo que afecta a toda una comunidad.
—¿Tú tienes jardín?
—Tengo jardines “prestados”. El jardín fue una de las imágenes que gatilló la novela: alguien me comentaba lo delicioso que es regar un jardín de noche. Y yo pensé que no tengo un jardín para regar en la noche, y entonces comencé a escribir esta novela como mi zona de arraigo, como mi jardín al que riego de noche.