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Escenas de memoria

Por Alejandra Costamagna

Publicado en https://www.revistadelauniversidad.mx/ marzo de 2020


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Recuerdo que tras asumir la presidencia de la República en 2010 Sebastián Piñera habló de “desaparecidos” y de “nunca más” para referirse a las víctimas del terremoto que golpeó al territorio chileno. Empezaba así un ejercicio de reapropiación de palabras cargadas de un sentido político demasiado incómodo para una derecha que llegaba al poder por primera vez después de la dictadura de Pinochet.

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Recuerdo que en mayo de 2019 Sebastián Piñera decidió que el eslogan de su segundo mandato presidencial fuera “Chile en marcha.”

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Recuerdo las marchas de los años ochenta contra Pinochet, siempre con miedo pero seguros de que ese “¡Y va a caer!” era necesario y urgente. Recuerdo los años noventa como un tiempo adormilado, quieto, resignado a una transición política incompleta. Recuerdo las ataduras institucionales con la dictadura, los acuerdos tendientes a la impunidad, la profundización del sistema neoliberal. Recuerdo al ex presidente Patricio Aylwin cuando anunció que en Chile habría justicia “en la medida de lo posible”.

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Recuerdo las marchas de 2006, protagonizadas por estudiantes secundarios: uno de los primeros signos del despertar ciudadano en postdictadura. Recuerdo las marchas y la masividad del descontento en 2011, que desnaturalizaron la asociación democracia-neoliberalismo.

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Recuerdo que a comienzos de octubre de 2019 Juan Andrés Fontaine, ministro de Economía de Piñera, anunció el incremento de 30 pesos (40 centavos de dólar) en el pasaje del Metro y llamó a la población a levantarse más temprano para aprovechar la tarifa económica. Recuerdo que en un país donde el uno por ciento más acomodado concentra el 40 por ciento del PIB, donde las familias de menores ingresos gastan cerca del 30 por ciento de su salario en transporte y donde el sueldo mínimo no supera los 300 mil pesos (400 dólares), el anuncio de alza fue una bofetada en la cara. Recuerdo la indignación de los estudiantes secundarios, que de inmediato comenzaron a saltar barreras, echar abajo rejas y romper accesos al Metro al ritmo de la nueva consigna: “Evadir, no pagar, otra forma de luchar.”

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Recuerdo que el viernes 18 de octubre de 2019 las autoridades amenazaron con invocar la Ley de Seguridad del Estado contra los estudiantes y decidieron cerrar las estaciones de Metro, custodiándolas con policías para evitar las evasiones. Y dejaron a los ciudadanos sin medios para regresar a sus casas. Horas y horas de caminata, una ciudad abandonada a su suerte. Recuerdo el masivo cacerolazo de aquella noche, las calles repletas de manifestantes que ya no hablaban de los 30 pesos sino de los treinta años de implementación de un modelo abusivo, de las políticas discriminadoras que este gobierno encarnaba, de las brechas salariales, de la precariedad de la salud, de las pensiones indignas, de la educación mercantilizada, de las colusiones de las grandes empresas, de los fraudes o de los delitos tributarios cometidos por la élite política y empresarial. Recuerdo los disturbios en las zonas periféricas y, como si viviera en otro país o habitara en una dimensión paralela, al presidente de la República comiendo pizza con su familia en un restaurante del barrio alto de Santiago. Recuerdo la fotografía que alguien tomó e hizo circular por redes sociales y las cacerolas retumbando con un eco multiplicado. Y entonces la reacción de Piñera: desplazarse al Palacio de Gobierno y, pasada la medianoche, decretar estado de emergencia. Como si esto fuera una catástrofe natural, un terremoto. Recuerdo que al día siguiente vino el toque de queda.

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Recuerdo cuando en los años ochenta vivíamos bajo toque de queda y los militares custodiaban las calles con sus rostros pintados y sus metralletas calientes.

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Recuerdo que el domingo 20 de octubre Sebastián Piñera dijo:

Estamos en guerra contra un enemigo poderoso e implacable, que no respeta a nada ni a nadie y que está dispuesto a usar la violencia y la delincuencia sin ningún límite, incluso cuando significa la pérdida de vidas humanas, con el único propósito de producir el mayor daño posible.

Recuerdo el audio filtrado al día siguiente, en el que la primera dama, Cecilia Morel, le dice a una amiga con voz de espanto que esto “es como una invasión extranjera, alienígena” y se lamenta de que “vamos a tener que disminuir nuestros privilegios y compartir con los demás”.

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Recuerdo que, en medio de la guerra imaginaria de Piñera y la invasión alienígena de Morel, muy pronto empezamos a saber de gente torturada en las comisarías, abusada sexualmente, herida o asesinada por disparos o a golpe de bastones policiales. Recuerdo cuando los casos de personas con lesiones oculares producto de balines, perdigones o bombas lacrimógenas lanzados por la policía empezaron a crecer y crecer hasta que la Sociedad Chilena de Oftalmología catalogó la situación como una “epidemia de trauma ocular severo”.

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Recuerdo que en octubre de 1980, con el país aturdido por la represión, Augusto Pinochet promulgó la Constitución Política de la República, que invocaba “el nombre de Dios Todopoderoso” para decretar su aprobación. Y que, entre otras materias, no reconocía a los pueblos originarios, mercantilizaba los derechos sociales y establecía la idea de un Estado subsidiario que privilegiaba la acción de los privados. Y que entregaba a ellos, por ejemplo, el derecho de propiedad sobre el agua. Recuerdo que ésa es la Constitución que nos rige en la actualidad.

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Recuerdo que las marchas se multiplicaron en esta primavera de 2019, así como los cacerolazos, las plazas tomadas y la gente protestando en las calles. También hubo incendios en estaciones de Metro y saqueos a grandes tiendas, pero la policía nunca estaba para detener esas acciones. Lo suyo era reprimir a los manifestantes. Recuerdo algunos lienzos, pancartas y rayados: “Piñera: ésta no es tu guerra, es nuestra lucha”, “Somos los alienígenas y vinimos por sus privilegios”, “Piñera asesino”, “No más abusos”, “No más colusión”, “Salud digna”, “Pensiones justas”, “Educación pública de calidad”, “Sin dignidad no habrá paz”, “Nunca más tendrán la comodidad de nuestro silencio”, “No estoy aceptando las cosas que no puedo cambiar, estoy cambiando las cosas que no puedo aceptar”, “Somos los de abajo y vamos por los de arriba”, “Las ideas son a prueba de balas”, “Chile despertó”, “Chile, no te duermas nunca más”, “Me falta pancarta para toda la rabia que tengo”, “No a la Constitución pinochetista”, “Contra todo Estado patriarcal”, “Game over Pinochet”, “Abuelo, ahora es mi turno”, “Mami, marcho por ti, por mí y por los demás”, “Todos tenemos sangre mapuche: los pobres en el corazón y los ricos en sus manos”, “2019 = 1973”, “Hasta que la dignidad se vuelva costumbre”.

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Recuerdo que junto con las movilizaciones empezaron a brotar cabildos y asambleas autoconvocadas en barrios, universidades, sindicatos, juntas de vecinos, centros culturales, escuelas, plazas o estadios. La gente se reunía a discutir cómo era el país que imaginaba, cuál era el origen de todo esto, cómo se podía sacudir el tablero, cómo se hacía para cambiar el modelo. Cuánto de las demandas sociales estaba frenado precisamente por la Constitución Política de 1980.

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Recuerdo que el viernes 25 de octubre un millón y medio de personas se reunió en Plaza Italia o en sus alrededores y otros tantos miles en regiones, en la más masiva marcha de la historia de Chile. Recuerdo que la demanda por una nueva Constitución sonó fuerte ese día en las calles. Recuerdo que Plaza Italia fue rebautizada por los manifestantes como Plaza de la Dignidad y se transformó en el epicentro de las manifestaciones.

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Recuerdo que al día siguiente Piñera habló por televisión. Partió pidiendo un minuto de silencio por los que perdieron la vida estos días. Eso dijo: “los que perdieron la vida”, como si de pronto las personas hubieran extraviado sus vidas así, porque sí. Como si a él no le cupiera ni una responsabilidad. Recuerdo que luego comentó que la marcha lo había llenado de alegría y que “todos hemos cambiado y estamos con una nueva actitud”. Recuerdo que entonces dio por terminado el toque de queda.

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Recuerdo que el viernes 8 de noviembre en una marcha que congregó a cerca de un millón de personas en Santiago, Gustavo Gatica, estudiante de psicología de 21 años, recibió disparos de perdigones de la policía en ambos ojos. Recuerdo que el sábado 9 se congregó un grupo de personas afuera de la clínica donde Gatica estaba internado, para expresarle su apoyo. Recuerdo que el grupo fue reprimido con fuerza por Carabineros.

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Recuerdo que la ONU solicitó a la policía chilena que dejara de disparar perdigones y balines a los manifestantes y que el domingo 10 de noviembre el ministro del Interior, Gonzalo Blumel, descartó la idea argumentando que eso podía traer más violencia. Recuerdo que ese mismo 10 de noviembre el general director de Carabineros, Mario Rozas, anunció que a partir de ahora las escopetas antidisturbios tendrían un “uso acotado” y sólo serían usadas en caso de “real peligro”.

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Recuerdo que el lunes 11 de noviembre de 2019 una delegación chilena expuso ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos reunida en Quito sobre la violencia estatal desatada esos días. Recuerdo las palabras del coordinador de la Cátedra de Derechos Humanos de la Universidad de Chile, Claudio Nash:

La dictadura militar chilena quedó marcada en la historia por la desaparición forzada de personas como un instrumento de terror: este gobierno pasará a la historia por los cientos de jóvenes que vivirán con mutilaciones oculares como consecuencia de la violencia opresiva […] Desde la Antigüedad que la humanidad no veía un uso semejante de la ceguera como instrumento para callar a la ciudadanía.

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Recuerdo que un martes de noviembre, mientras caminaba desde su casa al trabajo en la comuna de San Bernardo, Fabiola Campillai, de 36 años, recibió una lacrimógena en la cara. Al día siguiente los médicos informaron que el impacto de la bomba la había dejado con ceguera total, tal como a Gustavo Gatica.

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Recuerdo que la disputa sobre una nueva Constitución, resistida hasta entonces por el presidente y la derecha, ya había tomado suficiente fuerza, y tras negociaciones y muñequeos la mayoría de los partidos políticos firmó en la madrugada del 15 de noviembre un pacto titulado “Acuerdo por la Paz Social y la Nueva Constitución”, que abriría el camino a un proceso constituyente. Recuerdo que quedaron materias importantes por despejar como, por ejemplo, el modo en que los independientes podrían integrar el órgano encargado de redactar el texto. O la garantía de paridad de género y de escaños reservados para pueblos originarios.

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Recuerdo que la misma mañana del 15 de noviembre la Plaza de la Dignidad amaneció forrada con lienzos blancos y un cartel que decía: Paz. Recuerdo que Cecilia Morel, ya sin el pavor a los alienígenas, tuiteó: “Esta imagen es el símbolo de lo que necesitamos como país: PAZ. Hoy Chile muestra su capacidad de diálogo, acuerdos y que respeta profundamente nuestra democracia”.

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Recuerdo que la tarde del mismo 15 de noviembre la Plaza de la Dignidad se repletó de manifestantes y que uno de ellos, Abel Acuña, de 29 años, murió al no poder ser atendido a tiempo tras un paro cardiorrespiratorio. Recuerdo que mientras era reanimado en un puesto de paramédicos voluntarios Carabineros lanzó lacrimógenas, gas pimienta y perdigones a quienes lo asistían. La ambulancia, que llegó en seis minutos, fue obstaculizada por la policía y cuando lograron subir a Abel al vehículo ya era demasiado tarde.

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Recuerdo que el 21 de noviembre de 2019, luego de una investigación de varias semanas, Amnistía Internacional dio a conocer su informe sobre Chile, en el que consigna que la intención de las fuerzas de seguridad del gobierno es clara: “dañar a quienes se manifiestan para desincentivar la protesta, incluso llegando al extremo de usar la tortura y violencia sexual en contra de manifestantes”. Recuerdo que el informe fue rechazado por el gobierno y la policía, que negaron su veracidad. Recuerdo que al reporte de Amnistía siguieron los de Human Rights Watch, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y el Alto Comisionado de Naciones Unidas. Recuerdo que todos dieron cuenta de las brutales violaciones a los derechos humanos ocurridas en Chile desde el 18 de octubre y recomendaron cambios urgentes en las instituciones de orden y seguridad.

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Recuerdo que el 13 de diciembre el ministro de Relaciones Exteriores, Teodoro Ribera, dijo que “no podemos estar preocupados de informes más e informes menos […] lo que al país le interesa es volver a la normalidad”.

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Recuerdo que por esos días Sebastián Piñera volvió con su discurso del inicio: “Estamos enfrentando un enemigo poderoso e implacable que no respeta a nada ni a nadie […] que actúa con una planificación profesional y sin límite”. Un enemigo que, además, tendría injerencia extranjera. Recuerdo que el 19 de diciembre el ministro del Interior, Gonzalo Blumel, entregó a la Fiscalía Nacional un documento que, dijo, reunía información “extraordinariamente sofisticada a partir de análisis con tecnología big data”. Recuerdo que pronto el informe fue filtrado a la prensa: se trataba de un análisis de redes sociales en el que figuraban como influencias extranjeras en el estallido social algunos jóvenes aficionados al K-Pop de origen coreano, actores como el argentino Juan Diego Botto o músicos como el español Ismael Serrano y el rapero puertorriqueño Residente.

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Recuerdo que a comienzos de enero de 2020 un grupo de dirigentes secundarios boicoteó la realización del examen de ingreso a la educación superior, que por esos días debía ser dado por casi 300 mil jóvenes. Recuerdo que el vocero del movimiento es nieto de un detenido desaparecido de la dictadura de Pinochet. Recuerdo que la ministra de Educación es hija de un ministro de Pinochet. Recuerdo a la mujer amenazando al muchacho y anunciando que invocaría la Ley de Seguridad del Estado en su contra.

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Recuerdo que al 31 de enero de 2020 las demandas sociales expresadas desde el 18 de octubre seguían sin ser atendidas. Que la represión continuaba y que el gobierno afinaba su agenda de seguridad para criminalizar la protesta. Que la derecha argumentaba que no estaban dadas las condiciones para iniciar un proceso constituyente. Y que el Instituto Nacional de Derechos Humanos, que en su informe anual había establecido que durante estos meses ocurrieron las vulneraciones más graves desde la dictadura, entregaba un nuevo balance: 1 215 acciones judiciales presentadas, de las cuales 879 correspondían a torturas y 183 a violencia sexual, además de querellas por homicidios, lesiones y otros abusos. Hasta entonces iban 31 muertos y 427 casos de personas con heridas oculares.

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Recuerdo que en una entrevista en los años ochenta Pinochet dijo que los derechos humanos eran “una invención muy sabia de los marxistas”. Y también que “la única solución para el problema de los derechos humanos es el olvido”. Recuerdo que en una entrevista en diciembre de 2019 Piñera dijo que muchas de las noticias y los videos relacionados con derechos humanos difundidos estos días “no corresponden a la realidad”. Y que “son falsos, filmados fuera de Chile o tergiversados”.

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Recuerdo que en los años noventa Pedro Lemebel escribió una crónica acerca del Informe de la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación que dio cuenta de las violaciones a los derechos humanos ocurridas durante la dictadura. Recuerdo que en el último párrafo Lemebel apunta:

Nuestros muertos están cada día más vivos, cada día más jóvenes, cada día más frescos, como si rejuvenecieran siempre en un eco subterráneo que los canta, en una canción de amor que los renace, en un temblor de abrazos y sudor de manos, donde no se seca la humedad porfiada de su recuerdo.

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Recuerdo que esta historia parece no tener desenlace. O que el desenlace resulta escurridizo y mañoso porque es una historia que tiende a repetirse. Recuerdo que el pasado va a estar siempre ahí, lanzando chispas hacia el presente como un sacudón. Recuerdo que la memoria al final es eso, trozos de historia que van y vienen, vestigios, astillas, palabras sin rienda: el eco de una canción que tarareamos día y noche, como una primitiva forma de respirar.



 

 

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