1970
Nací el año en que Salvador Allende asumió la presidencia. Mi mamá dice que lo conocí, que ella me llevó sobre sus hombros a más de una concentración donde Allende fue el orador principal. Pero yo no me acuerdo. Con el tiempo, sin embargo, fui haciéndome una imagen muy precisa y delineada sobre el personaje. Que le dijeran el Chicho ya lo hacía buena tela. El Chicho, como quien dice el Pepe, el Flaco, el Tito. Mi papá hablaba con infinito respeto del Chicho. Decía «Chicho» con una entonación suave, como si afinara un koto japonés, se me ocurre. Y eso que mi papá es argentino. O tal vez sea precisamente por eso: mis padres eran extranjeros en esta tierra y trabajaban en la Universidad Técnica del Estado, la prestigiosa UTE. Y mientras allá, allende la cordillera, todo se pudría en una seguidilla de dictaduras militares de las que mis padres se habían salvado, acá, Allende la cordillera, las cosas parecían harto más estimulantes. Yo escuchaba las conversaciones apasionadas en la mesa, palabras con énfasis nada más, y «La batea» o «Las casitas del barrio alto» sonando atrás, en los discos de Quilapayún y de Víctor Jara que después fueron sepultados quizá dónde, y los bailes en la mitad del living y el relajo en la cara de esos tipos que eran mis padres y sus amigos que llegaban en citroneta. El Chicho estaba ahí, en el aire, y la gente andaba jaranera. Aunque esa puede ser una distorsión de la memoria de la memoria de los otros, que es la que hoy reconstruye la historia. Más que relajo, pienso ahora, esas caras eran la expresión de una vida cotidiana sin miedo. La mejor parte del documental Salvador Allende, que hace unos años estrenó Patricio Guzmán, para mí es la escena donde un hombre dice algo así como que el presidente tenía enamorado al pueblo, que la Unidad Popular era una sociedad en estado amoroso. Suena rico. Mi mamá dice que era rico. Mis padres no tenían pitutos ni amigos del GAP y les costaba de repente conseguir las cosas, pero estaban ilusionados y no querían ni mirar hacia el otro lado de la cordillera, pobre Argentina. Por debajo las cosas olían mal, es cierto, y el final estaba a la vuelta de la esquina. Aunque yo no conocí a Allende ni viví el golpe de Estado en primera persona, tengo algunas imágenes de esos años en mi cabeza. Una que siempre vuelve: es diciembre de 1973 y vamos de viaje con mis padres y mi hermana, en la citroneta, hacia Buenos Aires. Vamos a ver a mis abuelos. Un par de uniformados nos pide los documentos. Estamos en la frontera. Junto a los hombres hay un perro, un pastor alemán que muestra unos colmillos filudos y radiantes. Los uniformados nos hacen bajar del auto y rastrean y rastrean sin encontrar lo que buscan: no les queda otra que dejarnos ir. Partimos, mi papá mira hacia adelante como si pudiera atravesar la cordillera con los ojos. Yo miro hacia atrás: el pastor alemán sigue exhibiendo sus encías rojizas hasta que se funde con los uniformados y el resto del paisaje.
1973
El día del Golpe yo tenía tres años y medio, y ninguna conciencia de lo que estaba pasando. Tampoco la tuve a los cuatro ni a los cinco ni a los seis. Puede que a los siete o a los ocho –o incluso a los nueve– haya empezado a entender algo. Mínimamente. Entendía, por ejemplo, que era necesario ser cauteloso con las palabras, que ahí había peligro. Yo no hablaba mucho, de todas maneras. Cuando me preguntaban si mis padres eran comunistas, decía que ellos eran argentinos. No era una respuesta positiva ni negativa. Aunque yo, la verdad de las cosas, creía que el comunismo era chileno. No me acuerdo del Golpe, pero me acuerdo del recuerdo de mis padres. O de lo que mi memoria ha decidido armar, un poco arbitrariamente, con esas imágenes difusas. Dicen ellos que el sábado 8 de septiembre fueron a la Peña de los Parra. Que la ciudad estaba llena de milicos y se respiraba un aire raro. Dicen que el domingo estuvieron con nosotras, conmigo y mi hermana mayor. Que en la tarde sacamos a pasear a la Piti, una quiltra negra recogida de la calle unos meses atrás. El lunes 10 mis padres fueron a trabajar y, a la vuelta, un miguelito se incrustó en la rueda delantera izquierda del auto y tuvieron que remplazar el neumático por el de repuesto. Mi papá se quedó esa noche hablando hasta la madrugada con un amigo, un colega de mi mamá, militante del PS. No sé dónde andaba mi mamá, puede que haya salido con mi tía Irma, que tenía su mismo apellido y también era argentina pero no era su pariente. Yo dormía con mi hermana en un camarote; ella arriba, yo abajo. Además de la Piti, teníamos un gato llamado Lolo. Nadie se acuerda bien de cómo llegó el Lolo a la casa, pero yo recuerdo que un día desapareció. Así no más: desapareció. Dicen mis padres que a la mañana siguiente, el martes 11 de septiembre, partieron a la universidad temprano. Pero antes pasaron por una vulcanización en la calle Vivaceta. Nosotras nos quedamos con la señora Juana, que era allendista pero no se lo contaba a nadie. El mecánico tenía prendida la radio y ahí, en el taller, rodeados de tuercas y repuestos de autos, mis padres escucharon la voz de Allende, el último discurso en la radio Magallanes, el corte de las trasmisiones. Y luego los comentarios antiallendistas del mecánico, que les entregó la rueda con las manos engrasadas y cerró el negocio. «Váyanse para la casa con cuidadito», dicen mis padres que les dijo el hombre. O algo así, digo yo. Pero, en vez de eso, mis padres dicen que volaron hacia la universidad y lo que encontraron fue el preludio, a escala aún narrable, de lo que vendría de ahí en adelante. Milicos por todas partes, quemas de papeles, profesores y estudiantes dispersos por aquí y por allá, como perdidos en un camino de tierra, y un silencio abrupto, casi tan amenazante como el rumor de las metralletas a la distancia. No sé bien qué hicieron durante las horas siguientes; ellos no lo recuerdan con precisión. Supongo que en ese momento se les vinieron a la mente las imágenes del 29 de julio de 1966 en Argentina, cuando el teniente Juan Carlos Onganía –que un mes antes había derrocado el gobierno democrático de Arturo Illia– intervino la Universidad de Buenos Aires. Mi papá trabajaba en la Facultad de Ciencias Exactas y mi mamá había estudiado ahí. Y ese 29 de julio, que luego pasó a la historia como la Noche de los Bastones Largos, mi papá estaba en una reunión con sus colegas y entraron los milicos a lumazo limpio y le llegaron varios golpes en la cabeza y lo detuvieron junto a los demás y mi mamá se enteró en la noche y desde entonces empezó a fumar compulsivamente y lo fue a buscar a la 2ª Comisaría de Buenos Aires, en la calle Diamante, y recién al día siguiente soltaron a mi papá junto a sus colegas y hubo que ponerle varios puntos en la cabeza y esa misma tarde renunció a la universidad y luego empezó a trabajar en una fábrica de pinturas y mi mamá se ganaba la vida como encuestadora de Gillette y querían irse a vivir a otro país y trabajar en lo suyo, que eran las ciencias, pero a dónde se iban a ir. Mis papás estaban recién casados y no tenían hijos, pero tampoco tenían plata para mandarse a cambiar así como así. Hasta que se abrió la posibilidad de partir a Chile, a la Universidad Técnica del Estado, gracias a la Fundación Ford, que gestionó la residencia de investigadores y académicos en países vecinos. Y mis padres se despidieron de la familia y armaron maletas y llegaron a Santiago en diciembre de 1966, con hartas dudas pero también con expectativas. Y al final les gustó Chile y tuvieron dos hijas y, aunque extrañaban a sus padres, los amigos argentinos eran muchos y lo pasaban bien. Y ahí estaban, ese martes 11 de septiembre de 1973 pasado el mediodía, recién ejecutado el Golpe, pensando qué hacer en ese minuto. Y decidieron volver a la casa. Rehicieron la ruta de la mañana casi sin hablar, como si las palabras hubieran dejado de ser útiles. Dicen que la señora Juana estaba nerviosísima, a cargo de mi hermana y de mí, dos mocosas de cinco y tres años que preguntaban qué eran esos ruidos, qué pasaba, por qué no podíamos mirar por la ventana. Uno de los vecinos era carabinero y eso, lejos de aliviarla, la ponía más nerviosa. Los bombardeos en la casa de Allende, en la avenida Tomás Moro, se habían sentido desde nuestro patio en la Villa El Dorado, dicen. Me pregunto si esos ruidos se habrán incrustado en alguna parte de mi cabeza. Ahora se me viene a la memoria una escena, pero no sé dónde ubicarla. No sé si fue en septiembre o en octubre de ese año. No sé si fue ese año, siquiera. La Piti le ladra a los helicópteros que sobrevuelan la ciudad y en la cocina hay una invasión de hormigas que avanzan por una muralla. Mi hermana las mira marchar durante un buen rato y luego las va aplastando una a una con su dedo índice mientras murmura «toque de queda, toque de queda». El dedo le va quedando negro. Mis padres dicen que no se acuerdan de eso, pero mi hermana y yo nos acordamos perfectamente.
1976
Es feriado y vamos en la citroneta con mi mamá, mi hermana y la tía Irma a visitar a los hijos de John, un antropólogo norteamericano que trabaja en Naciones Unidas y esos días está de viaje no sé dónde. Vive en una calle llamada Charles Dickens. Yo entonces no tengo idea de quién es Charles Dickens, pero John me simpatiza. A mi hermana y a mí nos caen bien sus hijos, una niña tres años menor que yo y un niño de mi edad. Son muy rubios, de piel y ojos muy claros, y hablan un español defectuoso. Me gusta escucharlos, me encanta oír su mala pronunciación. Esa noche hay toque de queda, de manera que la visita será corta. Mi mamá y mi tía Irma fuman sus Hilton y echan humito en el patio de la casa de Charles Dickens, mientras nosotras jugamos con los anfitriones en su pieza. En algún momento mi mamá siente unos gritos y ve a mi hermana que viene corriendo –urgida, casi sin aliento– y dice que el niño está tratando de asfixiarme con una almohada. Dice que dice cosas en inglés y que su hermanita lo celebra y que yo apenas atino a gritar. Mi mamá corre hasta el dormitorio y me ve pataleando, con la cara cubierta por un almohadón que me cubre hasta el pecho, sostenido con fuerza por mi futuro hermanastro. Mi mamá lo empuja a un lado y le planta una cachetada. Yo salgo del ahogo y respiro. Años más tarde mi mamá le pedirá perdón a su hijastro por haberle pegado. Pero él dirá que no se acuerda: ¿de qué estás hablando, Anita?, preguntará. Recién en 2013, treinta y siete años más tarde, mi mamá me contará esta escena y yo no la recordaré, la habré borrado por completo, y tendré la sensación de que no está hablando de mí sino de un personaje de su imaginación. Y se me ocurrirá que los recuerdos, la historia y la ficción son tres puntas de un triángulo imperfecto, con reglas propias, muy poco científico. Y le pediré a mi mamá que siga hablando, que por favor siga alimentando esa memoria que yo no tengo.
1978
El año anterior había sido clave. Las bicicletas nuevas que habíamos descubierto horas antes en el patio de la vecina –la esposa del carabinero– de pronto llegaban a la puerta de nuestra casa, a la medianoche en punto, con el eco de un jojojó más falso que pascua feliz para todos en ese 1978 silencioso y extrañamente festivo. Y nosotras, mi hermana y yo, mirábamos a nuestros padres y nos quedábamos con ganas de decirles que ya lo sabíamos todo; que el tal viejo pascuero no existía. En realidad yo aún creía un poquito, pero me hacía la incrédula para no defraudar a mi hermana mayor. El asunto es que al año siguiente, por ahí por noviembre, nos recordaron que el viejo esperaba nuestra carta. Como yo apenas sabía escribir, mi hermana hizo la lista por las dos y anotó cinco o seis regalos posibles, aunque lejos el más deseado era el walkie talkie. Cruzamos los dedos y nos olvidamos por unos días. Hasta que un par de semanas antes de Navidad mi hermana lo vio. Estaba en el clóset de mi mamá, entre sus chalecos. Era un paquete del porte de una caja de zapatos, envuelto en papel de regalo, con una etiqueta que decía «Para Ale y Dani, del viejo pascuero». Lo llevamos al baño y lo abrimos con mucho cuidado; nos preocupamos de que el scotch no rompiera el papel. Cuando los tuvimos en las manos nos sentimos policías secretas. No teníamos idea entonces del alcance de esa expresión, menos mal. Eran dos aparatos idénticos: uno para cada una. Mi hermana prendió el suyo y empezó a sonar un bzzz como de televisión sin trasmisiones. Yo prendí el mío y escuché clarita la voz de mi hermana que salía del aparato con un «probando, probando». Pero lo que escuchamos a continuación fue la interferencia de una voz ajena. «Atento, mi cabo, ¿me copia?». La voz siguió hablando en este cruce de líneas y preguntando si le copiábamos, atención, Fernando de Argüello (así se llamaba nuestra calle), atención, QRM. Estamos fritas, pensamos, nos tienen rodeadas. Y ahora nos vendrán a buscar y nos meterán presas y adiós para siempre al viejo pascuero, adiós regalos, adiós confianza de los padres, adiós a los mismísimos padres. Nos temblaban las manos, pero logramos meter los aparatos en la cajita original, cerramos el paquete y nos deslizamos hacia la pieza de nuestra madre. Guardamos el regalo bajo los chalecos y pasamos las siguientes dos semanas esperando la captura. Estábamos seguras de que una mañana cualquiera el vecino carabinero golpearía la puerta y nos llevaría detenidas. Pero los carabineros nunca vinieron a buscarnos, nuestros padres siguieron creyendo que creíamos, alguien volvió a tocar el timbre a las doce de la noche del 25 de diciembre de 1978 y emitió el mismo jojojó inverosímil de los años anteriores. Un jojojó falso que para nosotras, sin embargo, fue una carcajada de alivio. Luego nos hicimos las sorprendidas y escuchamos las señales cruzadas de los walkie talkies como si fueran los diálogos de una película de terror ya un poco rancia.
1979
¿Qué será de los niños argentinos de la escuela de Campana, donde estudiaba mi prima, que en 1979 –el mismo año en que mis padres se separaron oficialmente– me partieron la cabeza con un palo porque supieron que era chilena? ¿Qué será de esos pendejos argentos que gritaron «ahí vienen las chilenitas» y nos apuntaron con el dedo a mi hermana y a mí? Esa tarde habíamos ido a buscar a mi prima al colegio y la esperábamos en el patio. Vi la cara de pánico de mi hermana, pero no alcancé a reaccionar. De un segundo a otro me cayó encima la tropa de monstruitos y uno sacó un palo y ¡toma, chilena! El conflicto que casi fue guerra el año anterior todavía estaba caliente –todavía lo está, para los patrióticos ultrones. El caso es que después llegó la ambulancia y vinieron los puntos en la cabeza y la vacuna antitetánica y calladita la boca, usted, no ande mostrando que es chilena, ¿no ve que los niños defienden su patria? Años más tarde, cuando ya casi no recordaba este episodio, me pelé al rape y ahí aparecieron los siete puntos en la nuca, como esas bifurcaciones de caminos trazadas en los mapas turísticos. El mate quebrado, como el de mi papá en su noche de los bastones, en 1966. La cabeza como un mapa de ruta bélica compartida. Ahora tengo el pelo largo y muchas preguntas debajo del cráneo.
1982
Todos comieron pavo, menos yo. Todos tomaron cola de mono y desmenuzaron esos turrones duros como roca, menos yo. Ellos estaban sanos, yo tenía hepatitis. Era Navidad, yo cumplía un mes en posición horizontal. Había perdido la noción del condimento y del aliño en las comidas. Me valía lo mismo una papa hervida que una papa frita. Ya no echaba de menos la palta ni los huevos revueltos ni la leche con Milo. La hepatitis me había vuelto ascética y era casi feliz. Casi porque tenía la bilirrubina por las nubes y los ojos furiosos de amarillo. Pero feliz porque esos días recibía con curiosidad adolescente los sobres que me enviaba Hernán Hernández, el profesor de matemáticas del colegio El Dorado. Era un flacuchento de bigotito chaplinesco que entonces habrá tenido, calculo, unos veinticuatro o veinticinco años. Era tímido, calladito, casi un cero. Cada vez que nos daba una tarea lo hacía como disculpándose por ser tan inoportuno. «Y ahora una tareíta», nos anunciaba corto de genio o amenazado por quizá qué miedos. Su voz era igual de retraída que él. Un pliegue del país de los ochenta. En el fondo yo creo que le perturbaba dar órdenes. El caso es que al final del segundo semestre de 1982, cuando me diagnosticaron la hepatitis, el profesor se acercó y me dijo «usted, tranquila». Y yo me fui a la cama tranquila, con fiebre y puntadas en el hígado, pero tranquila. Y me entregué al virus. Y a los pocos días empecé a recibir, muy tranquila, los apuntes de sus clases (tablas, ecuaciones, raíces cuadradas) entre paños fríos, sopitas de pollo y jaleas. Los apuntes venían en unos sobres de colores con estampillas y yo los abría como si fueran cartas del extranjero. Y después hacía los ejercicios en un cuaderno lleno de dibujos afiebrados y me iba poniendo al día con la materia. Hasta que la tarde antes de Navidad, Hernán Hernández apareció por mi casa con un sobre blanco, grande. Se había afeitado el bigote, se veía más flaco. Y me entregó el sobre. «Ábralo si quiere», me dijo. Y obvio que quise. Adentro del sobre venía el álbum de Sarah Kay. Y no solo el álbum, sino que el álbum lleno: lámina tras lámina, ciento veinte figuritas pegadas por el profesor de matemáticas. Yo tenía doce años y un par de ideas claras. La primera, que me gustaban bastante las matemáticas aunque no iba a seguir una carrera científica como mis padres. La segunda, que Hernán Hernández era una persona excepcional. Nunca más junté un álbum. Me acuerdo que al año siguiente empezaron las protestas contra Pinochet y que en diciembre tomamos cola de mono y comimos turrón de Alicante.
1983
«Mañana hay protesta nacional», dijo mi papá en la mesa. Lo dijo con una solemnidad extraña. Como si sus interlocutoras –mi hermana y yo– fuéramos un par de amigas con las que analizaba la contingencia nacional. Y también la internacional: Argentina estaba recuperando la democracia y eso le otorgaba una especie de tenacidad mayor a la cordillera. Entonces tuve la vaga sensación de que estos días marcaban un antes y un después, aunque no supe bien de qué. Esa apertura de ojos frente a la primera protesta contra Pinochet aquel 11 de mayo de 1983, esa trizadura del suelo, coincidía para mí con otros sacudones. Movimientos puertas adentro, más bien. Como si después de llenar álbumes de figuritas, después de un silencio prolongado por años, se instalara el rumor de la vida real. De ahí en adelante todo se precipitó. Al año siguiente me hice vegetariana, me cambié del colegio El Dorado a un liceo público que odié instantáneamente, aprendí a tocar guitarra, mi padre se casó con una mujer que no es mi madre, mi gato amaneció un día envenenado, tuve el primer amago de pololeo con un liceano que tocaba batería y adoraba a Serú Girán, conocí el desierto de Atacama, viajé en tren desde Mendoza hasta Buenos Aires con mi hermana y una amiga igual a Sofía Loren que nos levantaba todos los pololos, pasé el terremoto del 3 de marzo de 1985 –mi primer terremoto– en la nueva casa de mi papá, tuve la sensación de que el liceo era una cárcel de alta seguridad, le pedí a mis padres que por favor, por favor, me cambiaran a ese colegio llamado Francisco de Miranda donde no usaban uniformes y los estudiantes tenían el pelo del color y del largo que se les antojara y eran todos de izquierda, fui a recitales de heavy metal y de Los Prisioneros, dormí en sillones, colchonetas o directamente en el suelo de casas de amigos –juntos y apiñados después de alguna fiesta, esperando el levantamiento del toque de queda–, sentí muchas réplicas del terremoto del 85 y hasta me encariñé con ellas, vi pasar a Nicanor Parra en su Volkswagen escarabajo por la puerta de la casa de mi madre, me aprendí la Internacional, encendí velas durante los apagones, bailé en las fondas de la Fech, en las fiestas del galpón Matucana y en los patios de los amigos jotosos, vi Primavera con una esquina rota en el teatro Ictus con mi mamá y mi padrastro, pensé que quería estudiar teatro o antropología o sociología o en una de esas literatura, y al final me fui a vivir con mi mamá y mi padrastro. Y un día le dije fascista a mi mamá porque no me dejó ir a la toma de un colegio. Le dije fascista, cómo pude. Yo había escondido el antiguo uniforme del liceo en un bolso y me fui a dormir a la casa de una amiga. Mi hermana me vio y sospechó y me acusó. La Ale se fue con el jumper en un bolso, mami, le dijo. Y a mi mamá le bajó la leona protectora y apareció a las diez de la noche en la casa de mi amiga, donde preparábamos los panfletos y afinábamos los últimos detalles de la toma, y me dijo tú no vas a ninguna parte, cabrita, y me subió al auto y me dejó con el jumper sin uso, con los crespos hechos. Fue entonces cuando le dije fascista. Y la odié y no le hablé durante varios días. Semanas o meses, incluso, sin dirigirle la palabra. Pero después la entendí tanto. Aunque eso fue mucho más tarde, allá por los años noventa. Y le pedí perdón y ella me dijo ay, no seas tonta: si yo hubiera tenido tu edad, habría hecho lo mismo. Jaque mate.
1985 (I)
Estoy en un hotel de Lima con John y Alan Durston, mi padrastro y mi hermanastro, respectivamente. Al día siguiente tomaremos el tren a Cuzco, nos bajaremos en Ollantaytambo y nos sumergiremos con nueces, almendras y mate de coca por el Camino del Inca, hasta Machu Picchu. Mi hermanastro tiene el mismo nombre que el nuevo presidente de Perú, recién electo. Al llegar a Lima he visto un cartel pegado en un muro: «Charly García en vivo». Charly García aún es Charly García y canta. Qué buena idea, pienso entonces, ver a Charly García en esta ciudad. El problema es que mi padrastro no me da permiso para ir al recital. «El país no está para bollos», me dice. O algo así. En Chile hay dictadura y los peligros son reales, pienso. Que mi padrastro no me dé permiso para ir a un concierto de rock en un país democrático me parece último. Se lo digo: «Eres último, igual que mi mamá». Yo tengo quince años y estoy amurradísima. Mi hermanastro no me apoya ni me deja de apoyar. Él está más preocupado por tomar apuntes mentales de este país donde más tarde vivirá y estudiará en profundidad (aunque eso aún no lo sabe). John es la autoridad en este viaje y yo soy menor de edad y no tengo dinero ni carácter ni arrojo suficientes como para escaparme por la ventana del hotel de una ciudad desconocida. Entonces me acuesto a leer. En la mochila ando con un libro de Roberto Arlt, El juguete rabioso. En una parte el protagonista dice: «Así veo la vida, como un gran desierto amarillo». Por un rato me olvido de Charly García. John y Alan conversan en la pieza; programan en detalle nuestra ruta a Machu Picchu. Y de repente viene la explosión. Un ¡bum! con mucho eco, como en una película de Bruce Willis. Y la ventana se hace trizas y llueven esquirlas. Pedazos de auto en la pieza, en la cama, entre mi hermanastro, mi padrastro –mi paternal padrastro– y yo. Es el saludo de Sendero Luminoso. Bienvenidos a la Lima de García. De Alan García, no de Charly García. En ese minuto pienso que esto recién empieza para Alan. Para Alan el presidente, no para Alan mi hermano. Yo agarro un resto de auto del suelo y lo olfateo. Obvio: huele a pólvora. Mi padrastro me mira no más. Yo entiendo todo y no digo nada. Incluso tengo muchas ganas de abrazarlo. Y de llamar a mi mamá y decirle que la adoro. Al rato suena el teléfono. «Ha estallado un coche bomba», confirma el recepcionista del hotel. Y agrega: «Pero no se alarmen, señores, todo está en orden». A mí se me ocurre que esto es un desierto rojo.
1985 (II)
Hemos sincronizado los relojes con El diario de Cooperativa. Nos juntamos a las 7:55 a.m. en Plaza Ñuñoa, en las puertas del boliche donde, no hace mucho, probamos la malta con huevo y nos ha empezado a gustar la cerveza. Nuestros hígados todavía son resistentes, a pesar de las tempranas hepatitis y otros desajustes. Tenemos entre quince y diecisiete años, fumamos cigarros, hemos probado la marihuana y comido queque de marihuana incluso, y nos han dado unos ataques de risa incontrolables. Nuestros padres nos han prohibido ir a las tomas, pero aquí estamos. En las puertas de un liceo industrial con más hombres que mujeres, atentas al grito pelado que llegará en cualquier minuto. «¡Adentro, compañeros!», escuchamos a las ocho en punto y obedecemos. Compañeros y compañeras, estudiantes de colegios públicos y privados, nos tomamos el Liceo Industrial Chileno Alemán de Ñuñoa. Saltamos las rejas, corremos, cerramos las puertas con cadenas y candados, abrimos las mochilas y repartimos los panfletos que aluden al escaso financiamiento del Estado en la educación. Pero también al derecho de elegir centros de alumnos democráticos, a la rebaja del pasaje escolar al diez por ciento histórico y su extensión al Metro o a la gratuidad de la Prueba de Aptitud Académica. Los alumnos del liceo nos han estado esperando y ahora hacen lo suyo: bajan al patio, rayan los muros con spray, sacan pancartas gigantes. Los profesores están retenidos en una sala y hay estudiantes en el techo. Todo está alborotado, pero lindo. Aunque lindo no es la palabra. Todo está en nuestras manos: eso nos parece entonces. «Seguridad para estudiar, libertad para vivir», escribe alguien en un muro. Y más abajo: «¡No a la municipalización!». Una consigna que no sabemos, no podemos imaginar que veintiséis años más tarde y sin dictadura en nuestras espaldas, seguirá intacta. Esa mañana de 1985 cantamos, gritamos «y va a caer y va a caer», hasta que cae la primera bomba lacrimógena. La esquivamos. Pero a la cola viene otra y otra y otra, y el patio se transforma en un concentrado de gases y no podemos respirar y nunca hemos sentido esto. Nos acordamos en un pestañeo del terremoto ocurrido a comienzos de año. Sentimos, eso sí, un pánico distinto. Nos ahogamos. Corremos como ratones envenenados, de un lado a otro. Se acabó el entusiasmo: nos tapamos la boca con pañuelos o chalecos, tratamos de ayudarnos, caemos al suelo, creemos perder la conciencia. O la vida. Escuchamos los llamados de los carabineros por altoparlantes. Que nos rindamos, ordenan, que van a entrar. Hay una pausa. Entre la humareda vemos que los dirigentes salen a dialogar con los uniformados. Después de un rato lo consiguen: saldremos del liceo y no nos detendrán. Ese es el acuerdo. Pero ocurre exactamente lo contrario: cerca de las once de la mañana salimos y nos agarran de las parcas, nos tironean de los chalecos o directamente de las mechas y nos meten a esos carros que llamamos celulares. No tenemos celulares, teléfonos celulares, en esa época. Ni Facebook ni Twitter ni YouTube existen. Ni correo electrónico siquiera. Confiamos en que los compañeros que no entraron a la toma difundirán la noticia. Que llamarán a la radio Cooperativa, al Codepu, a la Codeju, a la Vicaría de la Solidaridad, si es necesario, que correrán la voz entre ellos. Uno de los dirigentes escucha que un paco le susurra a otro: «A estos pendejos hay que puro degollarlos». No han pasado ni dos semanas del degollamiento de Manuel Guerrero, José Manuel Parada y Santiago Nattino, luego de que los dos primeros fueran secuestrados en las puertas del Colegio Latinoamericano de Integración, en Santiago. Nos dicen que a las niñas nos llevarán a la cárcel de mujeres. Nos aterramos. Pero nos hacemos las choras y ni se nos nota el miedo. Recorremos varias cuadras adentro de esos carros; no sabemos dónde estamos. Al rato detienen los motores, nos bajan y nos conducen a un sótano. Ahí nos desvisten, nos toman fotos, registran nuestras huellas digitales, nos preguntan de todo. Después nos vuelven a subir al carro, ya vestidas, y nos llevan a la 1ª Comisaría de Santiago, en la calle Santo Domingo. Son las ocho, nueve, diez de la noche de ese 10 de abril de 1985. Van llegando nuestros familiares a buscarnos. En algún momento nos empiezan a llamar de a una, nos van soltando. Estamos machucadas, pero bien vivas para contarlo. En la radio escuchamos al ministro de educación, Horacio Aránguiz. Asegura que no habrá más tomas en el país. Que nunca más habrá una toma, ni un paro ni una marcha. Que esto se acabó. No imagina el ministro, no puede imaginarlo, que veintitantos años más tarde, con otro terremoto en la memoria reciente y una pila de gobiernos posdictatoriales, no solo habrá tomas, marchas y paros, sino que el movimiento estudiantil brotará otra vez y despabilará, de esquina a esquina, a un país que parecía en su quinto sueño.
2013
Me llama por teléfono mi mamá y me dice: ¿supiste que anoche murió Videla? Sí, le digo, lo vi en Twitter. Ella lo vio en la tele, en el noticiero de CNN. Le comento esa frase de Beatriz Sarlo que leí en la red: «Videla era un creyente. Yo no lo soy. Pero si existiera un infierno, allí estaría su lugar». Mi mamá no es creyente, yo tampoco. A las dos nos gustaría creer en el infierno. Ella dice que al menos Videla murió en la cárcel, que alcanzó a pasar por la justicia. Yo le digo que ni tanto, porque nunca reconoció sus crímenes, nunca pidió perdón. Hablamos un rato sobre las diferencias entre Chile y Argentina. Se nos mete Pinochet en el diálogo sin que queramos. Fuera, Pinochet, ándate de aquí. Hablamos del cigarro, de los cuarenta días que lleva mi mamá sin fumar, de mi tía Irma que no fuma hace años, de mi sobrina cubana que adora a Michael Jackson, de las elecciones presidenciales, de la última y masivísima marcha estudiantil en Santiago, del texto que tengo que escribir sobre la infancia en dictadura, de una obra de teatro que acabo de ver donde José Soza interpreta a Allende, de lo difícil que es interpretar al Chicho. Mi mamá dice que yo lo conocí; que me llevó sobre sus hombros a más de una concentración donde Allende fue el orador principal. Pero yo no me acuerdo.
www.letras.mysite.com: Página chilena al servicio de la cultura
dirigida por Luis Martinez Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com Iba caer
Alejandra Costamagna
Publicado en Revista Casa de las Américas, N°275, abril-junio 2014