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El lenguaje silencioso de Alejandra Costamagna: En voz baja y “Había una vez un pájaro”
Por Bieke Willem
E-mail: bieke.willem@ugent.be
Universiteit Gent; Vakgroep Letterkunde-Spaans; Blandijnberg 2; 9000 Gent, Belgium
Publicado en Letras Hispanas Volume 12, 2016
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Resumen:
La escritura de la autora chilena Alejandra Costamagna se caracteriza por una búsqueda constante de vincular el lenguaje con el silencio. El presente trabajo examina cómo Costamagna repiensa la relación entre la intimidad y la política a través del uso de un lenguaje silencioso, primero en En voz baja, novela que reformula la alegoría nacional, y luego en “Había una vez un pájaro,” en el que se desarrolla plenamente la idea de una comunicación íntima. El artículo explora primero los lazos entre intimidad, silencio y subversión y define después las características de esa comunicación íntima al centrarse en la insinuación y en las tácticas que despersonalizan al narrador: las estrategias que crean distancia, la utilización de un imaginario corporal y animal, la sintaxis visual y la representación esquemática del espacio. Mediante estos recursos, Costamagna reinventa un lenguaje “común” basado, paradójicamente, en el silencio.
Palabras clave: silencio, intimidad, subversión, alegoría, despersonalización, literatura chilena
Abstract:
The constant search for connecting language with silence characterizes the writing of the Chilean author Alejandra Costamagna. This article examines how she rethinks the relationship between intimacy and politics through the use of a silent language, first in En voz baja, a novel that reformulates the notion of a national allegory, and later in “Había una vez un pájaro,” which elaborates fully the idea of an intimate form of communication. After exploring the bonds between intimacy, silence and subversion, the article defines the characteristics of that intimate communication by focusing on insinuation and the tactics that depersonalize the narrator: the strategies that create distance, the use of bodily and animal imagery, a visual syntax, and the schematic representation of space. By these means, Costamagna reinvents a “common” language, based, paradoxically, on silence.
Keywords: Silence, Intimacy, Subversion, Allegory, Depersonalization, Chilean Literature
Alejandra Costamagna (1970) es una maestra en vincular el lenguaje con su complemento, el silencio. En las dos obras que se analizarán en el presente artículo, la novela En voz baja (1996) y la reescritura de ésta, el cuento “Había una vez un pájaro” (2013), se nota incluso una tendencia gradual hacia hacer prevalecer la segunda parte del binomio. Esto no quiere decir, sin embargo, que la comunicación se corte. Los silencios en la escritura de la autora chilena son como los blancos en una conversación entre buenos amigos o una pareja de ancianos: pausas que invitan al otro a pedir disculpas, a confesarse, a disfrutar de la compañía del otro o, simplemente, a aburrirse al lado del otro.
En este artículo se examinará el funcionamiento del lenguaje paradójicamente silencioso de Costamagna. Se establecerá una relación entre el silencio y la intimidad por una parte, y la subversión por otra. Así, se considerará el lenguaje silencioso de la escritora chilena como una zona de contacto entre los dos conceptos que nos interesan en este dossier de Letras Hispanas: la intimidad y la política. Se analizará cómo Costamagna repiensa el vínculo entre ambos, primero en su novela En voz baja a través de una reformulación de la alegoría nacional, y luego en el cuento “Había una vez un pájaro,” en el que se desarrolla plenamente la idea de una comunicación íntima.
Intimidad, silencio y subversión
En un libro titulado adecuadamente La intimidad, el filósofo José Luis Pardo intenta rebatir algunos “prejuicios” que existen hoy en día sobre el concepto de intimidad. Así, refuta lo que él llama “la falacia del solipsismo,” la idea de que la intimidad es “radicalmente incompartible y sólo se experimenta genuinamente en la más absoluta soledad y en el aislamiento de toda vida social [...].” (40). Para Pardo, la intimidad solo se crea cuando hay una conexión con el otro. Esta conexión se establece necesariamente en base a un cierto tipo de comunicación. Así, el filósofo contradice otro prejuicio importante que existe sobre la intimidad, ése que sostiene que la intimidad es lingüísticamente inexpresable. Pardo afirma que “la intimidad no es incompatible con el lenguaje. Está, al contrario, cosida al lenguaje como el secreto que el discurso transmite en sus silencios y en sus alusiones implícitas” (122). En otras palabras, un lenguaje íntimo es un lenguaje silencioso, a través del cual se establece una conversación en la que lo importante no es lo que se dice sino lo que se quiere decir, según Pardo, “no el poder de las palabras sino su impotencia” (128). Berlant confirma el carácter comunicativo de la intimidad. Al estudiar el significado del verbo inglés “to intimate,” precisa que se trata de un determinado tipo de comunicación, uno que es particularmente económico: “to intimate is to communicate with the sparest of signs and gestures, and at its root intimacy has the quality of eloquence and brevity” (Berlant, “Intimacy: A Special Issue” 281).
Dentro del ámbito de la pedagogía feminista, del que proviene Berlant, el silencio es un tema frecuentemente debatido. Por un lado, se lo considera como una actitud de sumisión, impuesta por la sociedad patriarcal. La idea de una comunidad femenina silenciada está presente en los estudios feministas tempranos, como los de Edwin Ardener (“Belief and the Problem of Women,” de 1972, y “The Problem Revisited,” de 1975) que sugieren que el lenguaje, en tanto discurso público, es esencialmente masculino, ya que las mujeres siempre han sido excluidas del ámbito público. Según esta teoría, el lenguaje—tal y como lo conocemos—no es adecuado para expresar las “zonas únicas de la experiencia femenina” (Weldt-Basson 18, mi traducción). De ahí la necesidad de desarrollar un lenguaje propio, una tarea a la cual escritoras como Diamela Eltit han dedicado su obra entera.
Por otro lado, entonces, fuera de un signo de pasividad involuntaria, el silencio también ha sido considerado como una estrategia utilizada por mujeres para oponerse a la hegemonía masculina. No es una casualidad que el lenguaje inventado por la protagonista de Lumpérica, la primera novela de Eltit, toma la forma de una coreografía silenciosa. En Subversive Silences, un volumen que reúne análisis de obras de Marta Brunet, María Luisa Bombal, Rosario Castellanos, Isabel Allende, Rosario Ferré, Laura Esquivel y Sandra Cisneros, Helene Carol Weldt-Basson desarrolla la idea de una poética feminista del silencio, según la cual autoras latinoamericanas no solo tematizan el silencio, sino que también lo utilizan como técnica narrativa. WeldtBasson estudia en particular las estrategias indirectas, como el uso de la metáfora, la ironía, la elipsis, y el estilo indirecto. A través de estas técnicas, argumenta, se transmite un mensaje feminista de rebeldía contra la ideología patriarcal.
Como se verá más adelante, Costamagna emplea asimismo el silencio de manera tanto temática como técnica. Pero si bien es cierto que las protagonistas de sus textos son mujeres, difieren bastante de la madre y/o esposa de las novelas estudiadas como feministas por Weldt-Basson. La figura central es la de la hija. Es una figura doblemente silenciada, no solo por la sociedad patriarcal-dictatorial contra la cual escribieron sus antecesoras, sino también por la propia madre. El padre, en cambio, se representa frecuentemente como un aliado e incluso como un amante, a pesar de (o precisamente por el hecho de) estar en la mayoría de los casos ausente. “Agujas de reloj,” un cuento del libro que incluye también “Había una vez un pájaro,” presenta a un padre que es “perniciosamente hermoso” (Costamagna 19), mientras la madre, como un reloj en la pared, marca los límites de la felicidad de la hija cuando celebra Navidad en compañía de su padre.
Costamagna juega con la ambigüedad del silencio, como un marcador tanto de opresión como de subversión. Sin embargo, el alcance de los silencios en sus textos va más allá de un “mensaje feminista.” El objetivo de este artículo es, entonces, examinar sobre todo en qué consiste la subversión implicada en el uso de su lenguaje silencioso, con el fin de definir cómo se articulan las relaciones entre la intimidad y la política en los dos textos de la escritora chilena.
Como punto de partida nos sirve la idea del silencio como una forma de resistencia que ha sido señalada en el contexto del psicoanálisis. El silencio es algo que permanece inanalizable, pero que suscita continuamente la urgencia, por parte del psicoanalista, de encontrar sentido (MacLure 493). Este mecanismo es comparable a lo que ocurre con el lector de En voz baja y “Había una vez un pájaro.” Los blancos que dejan los textos instigan al lector a llenarlos de sentido. Así, crean un espacio íntimo que lo involucra cada vez más. En lo que sigue, se argumentará que este proceso se intensifica en “Había una vez un pájaro.”
En voz baja, una alegoría familiar
En 1996, Costamagna debutó a los 26 años como novelista con En voz baja. La historia se sitúa durante la dictadura de Augusto Pinochet, período que coincide con la niñez y la adolescencia de la protagonista, y también de la propia escritora. Junto con Rafael Gumucio, entonces, quien publicó en 1997 la novela Memorias prematuras, Costamagna es vista como una de las primeras voces de la generación de los “hijos.”[1]
Los debuts de Gumucio y Costamagna ya contienen los gérmenes de los temas y las estrategias narrativas que fueron adoptados y desarrollados más tarde por escritores como Álvaro Bisama, Nona Fernández, Alejandro Zambra y Diego Zúñiga. Estos autores se aproximan a la historia nacional con sospecha, al igual que lanzan una mirada desconfiada a la memoria. Con frecuencia, los textos de los “hijos” dan cuenta de la imposibilidad de la representación del pasado y de la objetividad mediante un énfasis en su propio carácter construido. Su discurso se caracteriza además por “ausencias,” “silencios” e “intersticios” (Ramírez 51, 56), que tienen su origen en una memoria transmitida a tartamudeos, de la generación de los padres, protagonistas, a la de los hijos, personajes secundarios.[2] Una frase de “Había una vez un pájaro” resume muy bien el trabajo con el que se ven confrontados los escritores y sus personajes: “Y así voy completando la historia, de a pedazos” (Costamagna 40), dice la protagonista cuando se esconde bajo la escalera para espiar a los adultos.
La dificultad de la transmisión generacional en el Chile dictatorial es un tema central en En voz baja. La novela cuenta cómo la joven Amanda lidia con la separación de su padre militante, Gustavo, que cae preso y que luego consigue exiliarse en México. La madre de Amanda y Virginia empieza una relación con Lucas, otro militante, e impide a su exmarido tener contacto con sus hijas. Amanda acosa con preguntas a cualquier persona que le pueda dar más información sobre su padre. Sin embargo, se topa siempre con la misma respuesta: “Hay cosas de las que no se puede hablar” (En voz baja 25).
Según la lógica de los adultos, esas “cosas” son a veces las circunstancias políticas que explican la desaparición del padre. Al no mencionarlas, colaboran involuntariamente en el sistema de represión dictatorial, en el que el silencio ocupaba un papel central. Pensamos en el toque de queda, o en la “omertá,” la ley del silencio entre los uniformados que debía ocultar la ubicación de los centros de tortura. El silencio era también el objetivo principal de las torturas llevadas a cabo en esos lugares. En El palacio de la risa, una novela que gira en torno a la Villa Grimaldi (o, en la jerga militar, el Cuartel Terranova), Germán Marín lo explica en los siguientes términos:
la victoria no consistía necesariamente en provocar la muerte de otro, sino en obtener la satisfacción de su aniquilamiento, tornándolo en un animal inofensivo y, en particular, dócil, mudo. (114)
En esta frase resuena el título de la trilogía a la que pertenece la novela de Marín: Un animal mudo levanta la vista, lo que remite a su vez a un poema de Rainer María Rilke. El animal mudo de la novela de Marín es el preso del campo de concentración, sometido a la nuda vida, la que queda reducida a su estado vegetativo y que cae por consiguiente fuera de la protección de la ley (Agamben, Homo sacer).
En En voz baja, la sombra del Homo sacer de Agamben aparece una sola vez, cuando la tía de Amanda, Berta, visita a su cuñado en la celda, y constata que ha cambiado mucho en poco tiempo:
A Berta le parece que hay desmesura en todo esto. Lo piensa cuando ve aparecer a Gustavo con esposas en las muñecas y la compañía de dos gendarmes celándole el paso. Gustavo sonríe y Berta no comprende tanta docilidad; no lo reconoce sin reclamos, permitiendo que los guardias le despejen las manos con brusquedad, que le recuerden en una orden que son treinta minutos, Daneri, que le cierren la reja en la cara. Antes la queja de Gustavo era permanente. (En voz baja 47)
El fragmento mencionado aquí arriba es el único de la novela en el que el mutismo se asocia directamente con la represión dictatorial. Las otras referencias a la imposibilidad de hablar se vinculan siempre con la difícil situación familiar en la que crece Amanda. Como ilustra bien el fragmento siguiente, el silencio se da sobre todo en el ámbito doméstico:
La Nana estaba en silencio en un rincón de la cocina con un paño en las manos, manipulándolo nerviosamente como si secara algo muy mojado. Me acerqué a ella e intenté darle un abrazo, pero no logré recorrerla entera [...]. Nadie quería hablar, de pronto en la cocina no había ni un solo ruido, y entonces yo tampoco hablé y me fui a ver televisión a mi dormitorio. (92)
“Las cosas de las que no se puede hablar” son en primer lugar las relaciones afectivas entre los personajes. Como si fuera la escritora de una novela rosa o una periodista sensacionalista, Amanda investiga la relación entre su madre y Lucas y aquella entre su tía Berta y el colegial Carlitos. Insinúa que la desaparición del padre sea el resultado de un conflicto personal entre Gustavo y Lucas, quien ocupaba un cargo más alto en la jerarquía del grupo militante al que ambos pertenecían. En la novela, se vuelve varias veces sobre la pregunta de si Lucas era o no amigo del padre, o sea, un compañero en el sentido no-político, sino afectivo de la palabra.
Este detalle muestra que En voz baja vincula claramente un trauma personal (el de la pérdida del padre) con uno colectivo (la dictadura). En base a esa cercanía entre lo público y lo privado, Fredric Jameson propuso en 1986 la tesis de que la literatura del así llamado “tercer mundo” fuera necesariamente alegórica. En “Third-World Literature in the Era of Multinational Capitalism,” precisa que se trata siempre de una alegoría nacional. “Third-world texts, even those which are seemingly private and invested with a properly libidinal dynamic,” escribe,
—necessarily project a political dimension in the form of national allegory: the story of the private individual destiny is always an allegory of the embattled situation of the public third-world culture and society. (69)
Su entendimiento de conceptos como el “tercer mundo” y la “otredad,” al igual que las generalizaciones en su discurso y la rigurosa oposición que hace entre una estética posmoderna occidental y la supuestamente más conservadora alegoría tercermundista, han suscitado, con razón, fuertes controversias[3]. Sin embargo, parte de su razonamiento hace eco en los estudios de latinoamericanistas tan respetados como Idelber Avelar (Alegorías de la derrota, de 2000). Novelas como Los vigilantes de Diamela Eltit, además, confirman el carácter alegórico que Jameson adscribe a la cultura del tercer mundo. En esta novela de 1994, se establece una tabla de equivalencias que conecta la historia de una madre y su hijo amenazados por un padre todopoderoso con el Chile (post)dictatorial. Como lo formula Jameson, entonces, “the telling of the individual story and the individual experience cannot but ultimately involve the whole laborious telling of the experience of the collectivity itself” (86). Es más, todo en la novela de Eltit hace sospechar que la verdadera historia es la colectiva, y que el sufrimiento individual de la madre es un mero pretexto para contarla.
La novela de Costamagna, en cambio, reformula el uso de la alegoría al poner de manera visible motivos y eventos de la historia colectiva al servicio de un plano personal y familiar. Esto se nota ya en el desinterés que Amanda muestra por el contexto político en el que se ve involucrado su padre. No parece entenderlo, y cuando ya tiene la edad para comprenderlo mejor prefiere centrarse en las intrigas amorosas de los miembros de la familia en vez de dedicar atención a la militancia.
El gesto de sobrescribir la historia colectiva con experiencias personales se manifiesta de manera más sutil en la siguiente frase, en la que la narradora expresa su asombro por el hecho de que sus familiares acepten tan fácilmente la desintegración familiar y la llegada de un nuevo hombre a la casa: “Lucas había ingresado sin mayor discusión y todos aceptaban que eso era normal, que lo extraordinario podía ser regular” (En voz baja 91). Si se sustituye el nombre de Lucas por el de Pinochet, podríamos leer en esta frase una alegoría de lo que ocurrió con Chile después del golpe de Estado. El que la anormalidad se convierta en algo normal vuelve a menudo en los textos literarios sobre la dictadura. En Nocturno de Chile, por ejemplo, Roberto Bolaño se asombra de este hecho, y en el ya citado El palacio de la risa de Germán Marín, se describe el Chile dictatorial de la siguiente manera: “todo podía ocurrir, y lo que resultaba más grave aún, ser aceptado el hecho” (96). El centro de detención Villa Grimaldi sirve en esta novela como un microcosmos del país. Corresponde a la descripción que Agamben dio al campo, o sea, el del “espacio que se abre cuando el estado de excepción empieza a convertirse en la regla” (“Qué es un campo?” n. pág.). Aquí, sin embargo, lo extraordinario de la situación familiar no es un mero pretexto para hablar de la anormalidad nacional. Al aplicar la idea de una excepcionalidad normalizada a su propia situación familiar, Amanda parece tapar, o, al menos, dar la espalda al relato colectivo que se encuentra por debajo de su relato personal.
“Había una vez un pájaro:” cada vez más transparente
En la reescritura de 2013 de En voz baja, la primera persona está presente de forma más prominente. A pesar de esto, sin embargo, el “giro subjetivo” que Beatriz Sarlo (2005)[4] ha detectado en la literatura de las nuevas generaciones, y que corresponde al gesto de sustitución que comentamos aquí arriba, se manifiesta de manera menos radical que en la versión original. El trauma personal en “Había una vez un pájaro” no devora al gran relato político, sino que lo resucita. Costamagna no lo hace, sin embargo, mediante un mayor énfasis en los eventos y las afiliaciones políticos, sino a través de una búsqueda de comunicarse, o sea, de reinventar un lenguaje “común” basado, paradójicamente, en el silencio.
La búsqueda ya se emprende en la novela de 1996. El silencio determina allí no solo el modo en el que los habitantes de la casa familiar de Amanda conviven (o sea, sin hablar sobre las cosas importantes), sino también, a veces, la forma en la que se comunican. El título ya se- ñala que la paradoja de comunicarse de manera silenciosa constituye un tema central en En voz baja. La comunicación silenciosa se tematiza además a través de las cartas que Amanda y su hermana envían a su prima Camila cuando ésta se encuentra en México. Amanda tiene la esperanza de que con esa nueva forma de comunicación “[puedan] llegar a entender[se]” en esos puntos en los que antes no logramos hacerlo” (En voz baja 63). La distancia permite, paradójicamente, acercarse más al otro y de esta manera entablar una comunicación más íntima. De acuerdo con las observaciones que se hicieron al inicio de este artículo acerca del vínculo entre el silencio y la intimidad, la comunicación en esas cartas, género íntimo por excelencia, se hace sobre todo a través de las frases que no se escriben. “Sus cartas hay que descifrarlas porque nunca dice todo lo que quiere decir, o lo dice de un modo demasiado sutil” (64), dice Amanda acerca de las cartas de Camila. La frase resume asimismo el tipo de escritura a la que ha aspirado Costamagna desde la publicación de su primera novela.
En su libro de crónicas, entrevistas y ensayos Cruce de peatones, la autora chilena precisa su proyecto escritural. Incluye un texto de 2011, titulado “Escritores y obsesiones: siete peldaños,” en el cual el último peldaño que menciona es el del “silencio:” “Dijo Chéjov que en literatura es mucho mejor quedarse corto que decir demasiado. Digo yo: sugerir, deslizarse apenas por la cubierta de las palabras. Decir sin decir” (Cruce de peatones 41).
A pesar de que este modo de hacer literatura ya se vislumbra en En voz baja a través de la tematización del silencio, el propio lenguaje que Costamagna emplea en su primera novela no es tan taciturno. La repetición de las referencias al silencio y al mutismo, y la sobre-explicitación de gestos de comunicación no-verbales[5] crean la impresión de que se está escuchando un vozarrón en vez de una voz baja. En el epílogo de Había una vez un pájaro, el libro de cuentos que incluye la reescritura homónima, Costamagna describe el reencuentro con su primera novela de la siguiente manera:
Yo ya no me escuchaba ahí, en esa voz baja que no me parecía nada de baja por lo demás. En vez de silencio, ahora escuchaba ruidos, sobreexplicaciones, personajes-maquetas y un lenguaje altisonante. (Había una vez un pájaro 70)
Ha sido necesario, entonces, bajar el volumen. Una primera manera de hacerlo era reducir la extensión del texto (de 172 páginas en la novela a 35 en el cuento) y el mundo que representa. En “Había una vez un pájaro,” la nana ha desaparecido de la casa, al igual que el colegial Carlitos, y la tía Berta y su hija Camila ya no desempeñan un papel tan importante. Ellas y el padre salen del país, pero se quedan mucho más cerca de la casa que en la novela: Argentina, y no México será su refugio. En el cuento han desaparecido igualmente los capí- tulos en cursiva narrados por un narrador omnisciente. En vez de esto, el lector se entera de todo a través de la mirada y la voz de Amanda. Muchos de los numerosos diálogos de la novela han sido integrados asimismo en su propio discurso bajo la forma del estilo indirecto y del indirecto libre. Así, la voz de Amanda se vuelve más importante como soporte de la historia. A pesar de esto, sin embargo, ella desaparece gradualmente como persona, y llega a ocupar una posición que Blanchot calificaría como de “quasi-absence” (447), como si adquiriera la transparencia que desea al final de la historia.[6] “Yo quiero ser transparente” (Había una vez un pájaro 62), dice después de que se ha enterado de que su padre se encuentra en Buenos Aires y su tía tiene quizás una relación con él. En lo que sigue se examinará cómo esa intención de borrarse se manifiesta a lo largo del cuento, y cómo la consiguiente impersonalidad permite tender un puente entre el silencio y la representación.
“Mi padre es el protagonista de esta historia, pero mi padre no está. Tengo que ir hacia atrás y raspar mi cabeza con una astilla para que aparezca” (33). Desde la primera frase del cuento, la narradora marca la distancia de su relato al hacer un comentario metaficcional a la vez que indicar la diferencia temporal que la separa de los hechos contados. Además, aunque (o precisamente porque) cuenta una historia dolorosa, la distancia emocional que mantiene a lo largo del texto es notable, y crea la impresión de escuchar un relato impersonal, a pesar del uso de la primera persona. Amanda apenas expresa cómo se siente, pero un lector atento puede intuirlo a partir de sus reacciones corporales. Lo aplastante del mensaje de la muerte de su padre, por ejemplo, se comunica mediante una conexión entre el imaginario ornitológico que atraviesa el cuento entero y el cuerpo adolescente, en plena transición involuntaria, de la niña.
Su informe nos atraviesa el pellejo, nos tuerce las vértebras. En ese instante siento que los huesos de mi espalda son alas. Me llevo las manos hacia atrás con disimulo y acomodo sus extremos; no se vayan a quebrar justo ahora. (66)
El cuerpo, campo de batalla en el pensamiento feminista, sirve aquí de medio de comunicación cuando las palabras no alcanzan.[7] Es también lo único que Amanda parece poder controlar. Ella no tiene ningún protagonismo, no es interlocutora de nadie, no puede tomar decisiones que cambien el transcurso de las cosas. Como reacción ante esa impotencia, intenta ejercer control sobre su propio cuerpo. Para de comer y vomita para evitar que su cuerpo se convierta en el de una mujer adulta. Pero, por supuesto, no puede detener el tiempo. Al final, lo único controlable que le queda son sus propias palabras, y sobre todo sus silencios. La frase “el estómago contraído, cerrado como mis labios” (63) confirma ese lazo entre el cuerpo y el silencio como los últimos lugares de resistencia.
El proceso de despersonalización que Amanda emprende, y que se manifiesta en los comentarios metaficcionales y el distanciamiento emocional, está ligado estrechamente—cómo no—al juego de silencios y ruidos que se lleva a cabo en el cuento. Para borrarse a sí misma, Amanda se fija en la voz de los otros. Al inicio del cuento, por ejemplo, presenta a los miembros de su familia mediante el tono de la voz de cada uno.
Imagino que la voz de mi padre es igual a la de Anthony, el novio de Candy, con una entonación áspera que lo vuelve elegante. Es lejos lo que más me gusta de mi padre, su voz. Mi madre en cambio habla como soprano. No sé cómo la soportan con su vocecita de flauta, pobre. Nada que ver con el vozarrón seco de su hermana Berta. Ronca, rasposa la voz de mi tía, como de cantante nocturna y no de la profesora de castellano que es en realidad. (34)
Lo que dice cada uno es menos importante que el ruido que producen todas esas voces. Amanda se detiene en las voces que a veces suenan delgadísimas, en las risas a veces impostadas, en las risitas, los murmullos, el tartamudeo, los susurros, la palabrería de la madre, etc. De esta manera, se construye una banda sonora (noise más bien que melodía) en la que se destaca mejor el silencio que acompaña a la protagonista.
Al lado de la atención por los ruidos, se nota en “Había una vez un pájaro” una preocupación por definir con precisión el silencio. Es “una sustancia espesa, casi masticable” (35) o “una corriente densa y contagiosa” (37). De la novela al cuento, Costamagna se ha empeñado aún más en escuchar el silencio. A modo de ilustración se citan aquí dos fragmentos. El primero es de la novela, el segundo del cuento. “Pero lo que en verdad me preocupaba era el silencio que traíamos en el auto. Y no por el silencio mismo, sino por lo que podía ocurrir si alguien lo rompía” (En voz baja 117) y “Más me preocupa el silencio rotundo que nos acompaña; la manera en que empieza a fermentar y lo que puede ocurrir si alguien lo rompe” (“Había una vez un pájaro” 60).[8] Aunque los diferentes variantes del silencio—el mutismo, la discreción—acompañan a todos los personajes (se describe a la madre y sus hijas como “las tres mudas” (50), por ejemplo), la figura de Amanda es la que más está determinada por la ausencia de sonido. Es ella quien ve televisión con el sonido apagado (33), mientras sus familiares siempre tienen el televisor a todo volumen (47). Candy, la gata, devuelve la postura silenciosa de Amanda: “Yo me quedo muy quieta, como si fuera un gato abandonado que recibe cualquier tipo de cariño” (46). Como la protagonista, la gata se limita a observar de manera aparentemente impasible-impersonal; a detenerse en la superficie de las cosas y los gestos de las personas sin expresar ninguna emoción de manera verbal. En algún momento, cuando Amanda registra una conversación entre su tía Berta y su madre, la gata llega incluso a ocupar su punto de vista: “La Candy los mira desde la alfombra, relamiéndose los bigotes” (41). El animal juega asimismo un papel importante en la última escena, que contiene la elipsis más llamativa del texto.
Después de haberse enterado de la muerte de su padre, Amanda se encierra en el cuarto de baño y piensa en encender el calefont. Luego, sigue una página entera escrita en el condicional, en la que imagina buscar los fósforos en la cocina, donde acariciaría, o no, a la Candy. El lector nunca llega a saber con certeza si en efecto logra encontrar los fósforos y se salva de la muerte por asfixia, o no. La novela es más explícita al respecto. El último capítulo comienza de esta manera:
Mi padre se me escapó. Lo supe desde que me llevaron en andas al dormitorio después de derribar la puerta del baño. El médico dijo que eran diez kilos bajo lo normal, que estaba intoxicada de gas y que debía reponerme en cama. (En voz baja 167)
Al optar por insinuar en vez de aclarar en “Había una vez un pájaro,” Costamagna exige más esfuerzos del lector. Hay que leer las últimas páginas dos, tres veces, y afinar el oído para ser capaz de escuchar esa voz en baja de una generación entera. “Oiga, hijo mío, el silencio,” reza la frase del poema de Federico García Lorca que el padre utiliza torpemente en las cartas a sus hijas (“Había una vez un pájaro” 44). Queda claro que se trata igualmente de una advertencia al lector de los textos de Costamagna.
El silencio que rodea a Amanda y los vacíos que deja el texto suscitan el deseo del lector de encontrar un sentido, una segunda capa debajo de tanta superficie. Costamagna nos ayuda al evocar en pocas palabras imágenes intensas que muestran el interior perturbado de los personajes. La imagen de las hormigas aplastadas una por una por el dedo de Amanda (56) expresa por ejemplo una rabia apenas reprimida. De esta manera, la autora parece seguir los consejos que hace Pardo en La intimidad:
El narrador no consigue crear intimidad cuando dice de sus personajes: ‘El sintió miedo’ o ‘aquello le entristeció,’ sino cuando hace tangibles al lector el pavor o la tristeza en estado efectivamente puro sin necesidad de nombrarlos directamente. Y es eso mismo lo que crea intimidad entre los seres humanos [...]. (29-30)
A lo largo de este artículo, ya se han mencionado algunas estrategias que Costamagna usa para transmitir las emociones en “estado afectivamente puro.” Sin embargo, el trabajo de insinuación que Costamagna lleva a cabo en “Había una vez un pájaro” va más allá de la utilización de un imaginario corporal y animal. La forma en la que construye sus frases tiene una importancia innegable. Despierta a veces reminiscencias a obras visuales, a la manera de flashes de imágenes impactantes que se quedan pegadas a la retina. En la frase siguiente, por ejemplo, que evoca la confusión de los primeros días después del golpe, la parataxis y la yuxtaposición dan a las imágenes el carácter de las diapositivas que eran típicas de la época: “Y nunca estamos en edad y no hay explicaciones y el cielo retumba, vidrios rotos, olor a pólvora, camiones blindados, pájaros ardiendo en la noche, y mi padre desaparece” (“Había una vez un pájaro” 35).[9] Además de esto, Costamagna liga a menudo la estructura de las frases con una representación esquemática del espacio, lo que refuerza su carga emocional. Se citarán aquí dos ejemplos: 1. En la fiesta de despedida de la prima: “Adentro ellos, afuera yo, abajo la ciudad en miniatura” (53). 2. Al inicio del cuento, se describe cómo la familia forma un bulto del que la narradora queda excluida:
Antes de que las tazas de té con leche estén vacías y con los panes a medio comer, de golpe me encuentro sola, sentada en el comedor, escuchando un sonido de balas que viene de la calle. ¿Y la Amanda? ¿Dónde quedó la Amanda?, grita mi mamá desde el pasillo. Están los tres apilados en el suelo, un solo bulto entrelazado. (34)
3. La imagen se repite al final del cuento: “Podría [...] ignorar a Lucas que ahora abrazará a mi hermana y a mi madre, los tres juntos como una sola figura [...].” (67). Como se nota en estos fragmentos, la repartición de los personajes en el espacio refleja la profunda soledad de la protagonista.
Una manera de conectarse
La soledad de Amanda se relaciona con los numerosos intentos frustrados de los personajes de conectarse. Pensamos, por ejemplo, en la propia protagonista, cuando en un fragmento citado aquí arriba, trata de abrazar a la nana, pero no lo consigue. O en el beso impostado de los padres (“Había una vez un pájaro” 36) y la incapacidad de Amanda de consolar a su madre: “Dale, llora no más, me dan ganas de decirle. Pero la dejo actuar” (45). Y, finalmente: “Dormimos en camas contiguas, muy juntas las tres, pero nos tratamos como unas desconocidas que comparten la misma celda” (52).
Estos acercamientos fracasados ilustran la destrucción del tejido social en el Chile de la dictadura en sus rincones más íntimos.[10] Frente a esto, Costamagna propone de manera cautelosa el uso de un lenguaje que restituya los vínculos entre las personas. Como se ha argumentado en el presente artículo, su lenguaje silencioso necesita de un oído agudo y un acercamiento de verdad. La narración distanciada, casi impersonal de Amanda pone al lector en la posición de los observadores que son las ni- ñas en el cuento, y deja así un espacio para la reflexión crítica. Al mismo tiempo, los huecos en el relato incitan al lector a leer/escuchar de cerca. Así, se ve gradualmente implicado en la intimidad, que forma la materia prima de “Había una vez un pájaro.” La distancia y el acercamiento son entonces vasos comunicantes que determinan el funcionamiento del texto como un acto político discreto. La política no se manifiesta bajo la forma de la propaganda, o de “esas letras gordas trazadas con plumón, llenas de exclamaciones” (35) que Amanda encuentra en el centro de detención dónde está preso su padre, sino bajo la forma de la voz finita de un pájaro. Este susurro ofrece un contrapeso a los eslóganes estridentes del neoliberalismo que domina hoy en día la vida social en Chile, de modo que el silencio en la escritura de Costamagna no solo es un signo de opresión y de resistencia, sino también de subversión. El que se haya suprimido la exclamación de horror “Dios mío” de la cita de Clarice Lispector en el título, señala una apertura, aunque mínima, hacia el futuro.
Conclusión: intimidad y política
Como hemos visto, el silencio se manifiesta en la escritura de Costamagna de manera tanto temática—como marcador de opresión y de subversión—como formal. En el temprano En voz baja, el silencio determina sobre todo la vida cotidiana y familiar de los personajes y subvierte dentro de ese ámbito la clásica alegoría nacional que se basa en el mecanismo de contar una historia personal con el fin de referirse a la “verdadera” historia, que ocurre fuera. En la primera novela de Costamagna, el golpe y la dictadura se filtran a través de las frases, pero nunca llegan a ocupar el primer plano. Se nota al contrario una resolución para contar el impacto de estos eventos políticos en las vidas cotidianas.
En “Había una vez un pájaro” la alegoría desaparece y es sustituida por una manera más sutil de pensar la política en conjunto con la intimidad. Ya no es posible distinguir, como en una alegoría clásica, entre ambos planos, sino que lo íntimo ya contiene a lo político. La voz tímida y distanciada de la protagonista es la de una generación entera, la de los hijos de la dictadura. Al prestar más atención al tono y el volumen de esa voz en comparación con la versión previa del texto, Costamagna logra poner más énfasis en la transmisión generacional de los eventos traumáticos. Además de eso, la impersonalidad de esa voz crea también una apertura hacia un nuevo horizonte colectivo. La noción de comunidad no ha desaparecido en el cuento, al contrario. Costamagna solo imagina otra manera de constituirla: a través de un lenguaje silencioso.
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Notas
[1] La denominación simbólica de “hijos” no queda limitada aquí a los hijos de desaparecidos o a la organización argentina de Hijos e hijas por la identidad y la justicia contra el olvido y el silencio (H.I.J.O.S.), sino que refiere a una generación entera que no protagonizó los eventos que tuvieron lugar en Chile entre 1973 y 1990, pero que de alguna u otra manera sí fue afectada por ellos. Esa experiencia particular se filtra a menudo en su literatura. Volver a los 17 (2013), editado por Óscar Contardo, reúne algunos recuerdos de este período de los autores más destacados de aquella generación.
[2] “Personajes secundarios” es el título del primer capítulo de Formas de volver a casa, novela de Alejandro Zambra. El personaje secundario, como categoría literaria y figura política e histórica, juega un papel importante en su obra entera.
[3] Véase por ejemplo el texto de Aijaz Ahmad, “Jameson’s Rhetoric of Otherness and the ‘National Allegory.’” En: In Theory: Classes, Nations, Literatures. New York: Verso, 1994. 95-122.
[4] Sarlo define el giro subjetivo como un “reordenamiento ideológico y conceptual de la sociedad del pasado y sus personajes, que se concentra sobre los derechos y la verdad de la subjetividad” (22). Se refiere en particular a la literatura argentina. Teniendo en cuenta la larga tradición chilena de literatura ‘de interiores’ (Gumucio n. pág.), la palabra ‘giro’ suena demasiado fuerte para poder aplicar el concepto tal cual a la literatura chilena contemporánea en su totalidad. Sin embargo, la sustitución del relato colectivo por el personal es un gesto tan deliberado en En voz baja, que parece pertinente utilizar el término aquí.
[5] Por ejemplo: “Se metió las manos a los bolsillos y me mostró un cigarrillo mientras alzaba las cejas. Me estaba preguntando si quería fumar” (En voz baja 71).
[6] Según Blanchot (447), es la posición del “neutro,” que él entiende como aquél que no participa en la acción de la que él o ella está hablando, o un acto de habla en el que el mensajero no importa realmente.
[7] Piénsese en la obra entera de Diamela Eltit, en la que el cuerpo (femenino) ocupa un rol central, desde sus performances como Zona de dolor (1980) y la novela Lumpérica (1983) hasta su última novela Fuerzas especiales (2013).
[8] Al lado de la mayor precisión con la que se describe el silencio, se nota aquí también una diferencia en los tiempos verbales. Al contar su historia utilizando el presente, Amanda otorga más presencia a su historia. O sea, se acerca más y de manera más efectiva al lector actual, a pesar de que la distancia temporal real es más grande.
[9] Cabe observar aquí que las diapositivas eran sobre todo utilizadas dentro del ámbito doméstico, para registrar y mostrar escenas y momentos memorables (bodas, vacaciones) de la vida cotidiana. Al mostrar el contexto político a través de un medio como éste, Costamagna realizaría un gesto contrario al que caracteriza la novela En voz baja: aquí lo político suplanta lo doméstico, y no al revés.
[10] Para un comentario más detallado sobre “la destrucción de la sintaxis existente” durante la dictadura y el papel de los autores de la postdictadura en el desarrollo de una nueva sintaxis, véase Bottinelli, Alejandra. “Narrar (en) la ‘Post:’ La escritura de Álvaro Bisama, Alejandra Costamagna, Alejandro Zambra.” Revista Chilena de Literatura 92, 2016: 7-31, en particular el párrafo siguiente:
Porque los textos, los tejidos de la cultura chilena del siglo XX, los relatos de trascendencia colectiva, las formas para nombrar al/a otro/a en un horizonte común se habían arcaizado, habían sido exitosamente enterrados por la discontinuidad que la dictadura introdujo en el relato de la historia de Chile, que condenó como anti-moderno todo el período que le antecedió [...]. (13n)
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Obras citadas
- Agamben, Giorgio. Homo sacer: el poder soberano y la nuda vida I. Valencia: Pre-textos, 2006. Impreso.
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Agamben, Giorgio. “¿Qué es un campo?” Sibila (1995): n. pág. Red. 25 Sept. 2016.
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Avelar, Idelber. Alegorías de la derrota: la ficción postdictatorial y el trabajo del duelo. Santiago: Cuarto Propio, 2000. Impreso.
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Berlant, Lauren. “Intimacy: A Special Issue.” Critical Inquiry 24 (1998): 281-88. Impreso.
- Blanchot, Maurice. L’entretien infini. Paris: Gallimard, 1969. Impreso.
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Bolaño, Roberto. Nocturno de Chile. Barcelona: Anagrama, 2000. Impreso.
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Bottinelli, Alejandra. “Narrar (en) la ‘Post:’ La escritura de Álvaro Bisama, Alejandra Costamagna, Alejandro Zambra.” Revista Chilena de Literatura 92 (2016): 7-31. Impreso.
- Costamagna, Alejandra. “Agujas de reloj.” Había una vez un pájaro. Santiago: Editorial Cuneta, 2013. 27-30. Impreso.
—. Cruce de peatones: crónicas, entrevistas y perfiles. Santiago: Ediciones Universidad Diego Portales, 2012. Impreso.
—. En voz baja. Santiago: LOM, 1996. Impreso.
—. “Había una vez un pájaro.” Había una vez un pájaro. Santiago: Editorial Cuneta, 2013. 32-68. Impreso.
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Eltit, Diamela. “Los vigilantes.” Tres novelas. 1994. Ed. Eltit, Diamela. México D.F.: Fondo de Cultura Económica, 2004. 26-139. Impreso.
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Gumucio, Rafael. “Literatura chilena: empleada puertas adentro.” Dossier 24 (2006): n. pág. Red. 28 Feb. 2014.
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Weldt-Basson, Helene Carol. Subversive Silences: Nonverbal Expression and Implicit Narrative Strategies in the Works of Latin American Women Writers. Madison: Fairleigh Dickinson University Press, 2009. Impreso.
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Biography: Bieke Willem es investigadora postdoctoral en UC Berkeley y afiliada con el departamento de literatura de la Universidad de Gante, Bélgica. Es la autora de El espacio narrativo en la novela chilena postdictatorial. Casas habitadas. Ha publicado sobre espacialidad literaria, autoficción e intimidad en el cine y la literatura latinoamericana contemporánea.