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A 80 años de su nacimiento
Adolfo Couve y la fama frágil

Por Felipe Joannon
Publicado en Revista de Libros de El Mercurio. 23 de febrero de 2020



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La elogiosa crítica que Alvaro Bisama le dedicara hace una década a la obra de Adolfo Couve, al incluirlo entre sus "Cien libros chilenos", es también la más triste. O esa, pienso, habría sido la sensación de Couve si la hubiese leído. La fuerza de sus novelas reside, para Bisama, en que fueron escritas al margen del canon, en una senda solitaria que se volvería intransitable para las futuras generaciones de escritores. La literatura de Couve, remata, puede leerse como "un brazo muerto", un camino perdido de la tradición literaria chilena.

Nada más lejos del objetivo de Couve y de lo que él pensaba sería su aporte a las letras locales. En 1977, al poco tiempo de la publicación de su segunda novela —"El tren de cuerda", una de las obras que compondrían su célebre "Cuarteto de la infancia"— el autor afirma en una entrevista que lo que le interesa es conseguir una literatura firme, una "donde se pueda apoyar un joven el día de mañana". Y mientras toma distancia de los escritores del boom, agrega: "Me he dado el trabajo de hacer una literatura fome, estática, pero que por lo menos la pueda continuar alguien mejor que yo. Eso sé: se puede continuar lo mío".

¿Se pudo continuar lo suyo? Echo un vistazo a los suplementos culturales de algunos diarios que se apresuran a hacer el balance literario del siglo XXI y estoy tentado de cuadrarme con Bisama. Fuera de "Bonsái" de Zambra, en cuya estética cuidada se puede reconocer su confesada filiación a Couve, la literatura chilena ha escogido caminos que en general se alejan de nuestro autor. Pienso en la prosa resuelta de Bolaño, en la escritura irresuelta de Germán Marín, en el auge noventero de las crónicas de Lemebel y de Roberto Merino, pero sobre todo en el privilegio que le han concedido los escritores más "jóvenes" al relato autobiográfico, a la narración en primera persona, a la licencia nostálgica.

Couve, sin matices, lanzaba desde la vereda opuesta: "Se falta a la moral estética cuando se narra en primera persona" (entrevista de Enrique Sanhueza, 1979). Y aunque él mismo infringió esta norma autoimpuesta en sus últimas dos obras ( "La comedia del arte" y la póstuma "Cuando pienso en mi falta de cabeza"), se mantuvo siempre fiel al primero de sus principios estéticos: la distancia. Couve tenía la idea, ya retrógrada en su época, de que la obra de arte era un objeto con cierto grado de autonomía, cuya consecución era fruto de un proceso continuo de despersonalización.

Las violentas podas a las que sometía sus escritos no buscaban sino eso: que sus novelas pasaran a formar parte de la naturaleza, como las pirámides de Egipto o la Gioconda, sus ejemplos predilectos cuando intentaba enfatizar este punto. Siempre inquieto por teorizar los problemas que enfrentaba como artista, Couve desarrolla lúcidamente esta noción de distancia en la figura del Tiziano, cuyo acierto cifraba en haber logrado en su pintura "situarse a la distancia exacta de su presente para tomar compromiso únicamente con las reglas obligadas que todo artista y toda obra deba cumplir" ("La pintura de Tiziano Vecelli", 1976). Sabemos que Couve se tomó demasiado en serio esta noción de distancia, volviéndola biográfica cuando en 1983 se instala súbitamente en Cartagena, lo que le permitirá retomar la pintura, su primer oficio artístico, su lengua materna" como le oí decir a un exalumno suyo.

Así las cosas, tal vez haya que buscar otras vías de conexión con el presente, otras formas de supervivencia de su literatura, acaso menos materiales aunque no menos decidoras. Releo la lista de los libros que supuestamente han marcado el nuevo siglo y descubro que algunos de los autores mencionados evocan con fervor la figura del pintor escritor. Y me viene a la mente otro comentario de Couve —la agudeza de sus entrevistas está a la altura de su obra—, en la que confiesa la emoción que le provocan artistas como Ingres y Flaubert: "Puede ser que el Tiziano y Dostoiewsky sean artistas más completos que Flaubert e Ingres. Pero la intencionalidad de estos dos últimos provoca entusiasmo en los que vienen después y no sólo admiración que provocan los primeros" (Sanhueza,1979).

Con la literatura de Adolfo Couve sucede algo similar. De cada uno de sus relatos se desprende el entusiasmo por la composición artística y una intencionalidad estética que le impidió caer en la doxa literaria de su época. Contribuyó a ello, y el vanidoso escritor supo aceptarlo hacia el final, su fama a medias, que le imponía plantearse el problema de la escritura cada vez que empezaba un nuevo proyecto, esperando acaso que esa vez el éxito fuera rotundo. Es curioso el fenómeno de Couve. Desde el inicio fue favorecido por la crítica (Alone, Valente y Martín Cerda alabaron tempranamente " desórdenes de junio", de 1970, y "El picadero", de 1974). Sin embargo, toda su vida —y toda su muerte, quiero agregar— permaneció como un escritor de pocos lectores. Pienso que el equilibrio inestable en el que vivió su escritura (aun con el mediano éxito que significó "La comedia del arte") fue una posición fértil para el artista, obligado a superar sus aventuras anteriores. Creo, además, que esa fama frágil es un punto de partida privilegiado para el lector de Couve, que llega a la obra despojado de tanto prejuicio, sin ánimo de refrendar lo ya dicho u oponerse vehemente para hacerse escuchar. Reconociendo los aportes de la crítica sobre su obra, Couve se puede leer hoy, y tal vez tengamos que agradecer esto, como se leía hace cuarenta años, con una libertad y fervor que, a ratos, no prodigamos a las figuras más empinadas de nuestra literatura.



 

 

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A 80 años de su nacimiento
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Por Felipe Joannon
Publicado en Revista de Libros de El Mercurio. 23 de febrero de 2020