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ALAMIRO : Operación novelesca del trauma

Héctor Hernández Montecinos



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Pensando en tres modos, tres agenciamientos, tres materialidades en que puede ser leída la novela. Primeramente, como objeto cultural, es decir, la novela como constructo genealógico con sus tecnologías inherentes al género, con su propio sistema y horizonte de expectativas. La novela como la conocemos y conoceremos a pesar de los cambios estructurales, editoriales e incluso comerciales. Luego, la novela como obra, esto es, la estilización de alguno o algunos de sus elementos llevados al desborde de su propia normalización bajo una premisa o coeficiente estético determinado, incluso al límite de dejar de parecerse a sí misma. Finalmente, la novela como conjunto de operaciones donde el texto más bien es una excusa para, punto uno, suspender lo más posible la idea de autoría, género y estilo; punto dos, perder al lector en un laberinto en el cual él es una operación ficcional más; punto tres, se des-representa incluso como género y permite un vértigo textual en el cual no hay afuera ni adentro, ni verdad ni mentira: la operación excede al libro, al autor y al lector. Se convierte en una performance de escritura, un devenir-novela que no es la novela en sí.

Así, separando la novela en estas tres materialidades, acotando su densidad de ficción e intervención se me ocurre que es posible no sólo armar una nueva cartografía sino que a la vez un nuevo barómetro del desgaste de la ficción como tal, de la mera historia, la anécdota y pensar en los insólitos alcances a los que se podría llegar cuando dichas operaciones pudieran converger en flujos más amplios hasta poder subvertir la historia como discurso lineal, la economía como cuerpos en deuda y la moral como discurso no tan sólo de lo bueno y lo malo, sino de lo verdadero y lo falso. La novela, creo yo, al igual que el museo es la síntesis de la modernidad. Como de algún modo la fotografía lo es de las identidades. Dispositivos de auto-lectura, auto-intervención y por lo demás, auto-vaciamiento.

En este flujo novelesco, que en sí es una novela de la novela, podemos no sólo pensar fenómenos paralelos al de su propia historia desde Cervantes sino que a la vez sintomatizar procesos constitutivos al de la propia modernidad que sin exagerar podemos reconocer en esta triple fluctuación: la modernidad como objeto, como obra de sí (autoreflexiva: contemporaneidad) y como operaciones, ésta última posiblemente entendida como posmodernidad. Es en estas tensiones que el propio modo de entender, y leer, la literatura ha cambiado. La novela es el rostro de esas transformaciones. No son lo mismo las novelas de Rulfo que las de Reinaldo Arenas, o las de D’Halmar y Mario Bellatin, pero sí lo son. Es en esas intermitencias que una obra como Alamiro (1965) de Adolfo Couve plantea varias cuestiones interesantes.

Desde las escasas reseñas sobre la obra hasta la venta de la primera edición en páginas de anticuarios su clasificación es esquiva. Se habla de poema largo, de relato, de novela corta e incluso de cuento. César Aira[1] señala que Alamiro hace “de la fragmentación un efecto del laboratorio de la prosa” y es justamente pensando en ese sentido de laboratorio, más lo dicho previamente acá en cuanto a la operación novelesca, que no rehúyo de ciertas metáforas que podríamos llamar médicas. Es más, Gilles Deleuze en Crítica y clínica[2] dice que “la salud como literatura, como escritura, consiste en inventar un pueblo que falta. Es propio de la función fabuladora inventar un pueblo. No escribimos con los recuerdos propios, salvo que pretendamos convertirlos en el origen o el destino colectivos de un pueblo venidero todavía sepultado bajo sus traiciones y renuncias”.

¿Cuál es el enfermo? ¿Cuál es el pueblo? ¿Cuál es la novela? Las tres cuestiones que se desprenden para preguntar de fondo por el triple eje del cuerpo, el territorio y el discurso respectivamente. Suponemos que Alamiro es el nombre de quien enuncia, con esa A desdoblada en la sinécdoque del autor. Suponemos que sus recuerdos son la explicación de un presente, no obstante ada uno de esos recuerdos es un trauma. El enfermo, el sicótico, es el que no cierra la herida, el que selecciona las viñetas de su memoria, de su vida, para perpetuarlas. Cada una de las experiencias desde las más infantiles hasta las de púber tienen que ver con un fracaso de cierta expectativa. Caerse de la bicicleta, temerle al sapo, la zapatilla y la miga de pan que sus padres le arrojan, las vergüenzas vividas en la escuela por orinarse, la muerte, el alejamiento de la casa familiar, el atropello de la mascota, el miedo al primer beso, la censura del sacerdote por leer, la censura del padre por escribir en la ventana contra él. Cada una de las vivencias tiene que ver con la simbiosis del miedo y el deseo, fusionándose y creando un estado de desajuste que se expresa en su imposibilidad de comunicación con los humanos y en la identificación con las flores y árboles que menciona con fruición o con la yegua Aurora, el perro Copetín o los bueyes Florido y Clavel, únicos con un nombre, es decir, una identidad. Hay un tal N. de quien no se sabe más que su propio secreto. Este mismo devenir no humano, de despersonalización, de renuncia a ser un sujeto, y a estarlo: su incomodidad es el punto que Deleuze menciona en torno a un pueblo, Llay-Llay; luego el balneario. Un pueblo que se pregunta por su naturaleza y naturalidad en cuanto a la trasformación a pequeña urbe. La historia familiar que se narra en su negativo es a la vez la historia de una modernidad que incomoda metaforizada en el teléfono y el telegrama como portadores de malas señales. El paso de una economía agrícola a una semi industrial es también el paso de una infancia nostálgica rural a una tecnologización que adolece. Ese es el presente desde donde se recuerda el trauma de dicha modernización, la enfermedad de la modernidad que para Couve será ciertamente una obsesión.

Esta es la materia textual, el lenguaje enfermo sobre el cual se efectúan ciertas operaciones novelescas como, por ejemplo, el cambio de persona gramatical, el registro de sub géneros como el epistolar, la sinestesia narrativa y sobre todo la metatextualidad que se traduce en el hecho del castigo por leer novelas como Los tres mosqueteros o Bellarion de Rafael Sabatini que es la referencia de donde aparece la princesa Valeria. Alamiro no se ajusta a la novela como genealogía del género en pleno boom del Boom en los años sesenta, como tampoco por las estructuras más menos constitutivas y menos ante las expectativas del lector. Si hubiese que pensar en una obra paralela a ésta sería Celestino antes del alba de Reinaldo Arenas que se concluye en 1964 y se publica tres años más tarde. Un niño, Celestino, es el protagonista de una vida en primera persona en un mundo de adultos ante el cual no encaja y ese desajuste se convierte en lenguaje a tal modo que algunos han leído el libro también como un poema largo, épico, una microepopeya.

El escritor como un desadaptado es ya un lugar común, pero ciertamente común para muchos quienes en la escritura encontraron la posibilidad de estos nuevos pueblos imaginarios o estas lenguas menores para seguir con Deleuze. Alamiro como primera obra publicada de Couve no deja de ser el síntoma traumático de toda su obra posterior. Una primera visión de sus obsesiones y manías, pero sobre todo la herida de una infancia que tuvo que buscar en la de otros poder reparar la suya, o de algún modo poderla volver a vivir no tan sólo en su literatura. Sintomático es el final, “Los epílogos”, que no es más que la reiteración de ciertas frases, tal como una vida es la reiteración de ciertos hechos. Toda obra es un cadáver exquisito, pero en este caso lo es mucho más.



 



 

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