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Sombras del autor en la narrativa de Adolfo Couve

Por Andrea Garrido
Publicado en Cahiers de LIRICO, N°1, 2006


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En su libro Visions capitales (1998), Julia Kristeva estudia desde las máscaras funerarias y los cráneos tallados, hasta los retratos modernos, pasando por verónicas, cabezas de Medusa y la decapitación de san Juan Bautista, entre otros temas. Estas visiones capitales, estas cabezas producen a menudo visiones de horror y de muerte. La historia de estas cabezas cortadas, nos dice Kristeva, revelaría que la única resurrección posible sería la representación; y que con o sin decapitación, toda visión no es otra cosa que una transubstanciación capital. En este recorrido al que nos invita Kristeva se cruzan pintura y escritura, los dos oficios de Couve, y Kristeva señala que: “L’histoire du portrait jusqu’aux écorchures modernes qui l’ont relayé nous montre ce que certains écrivains, voyageurs au bout de la nuit, essaient de faire entendre. Figé, mobile, échangé, vu du dedans ou du dehors, le visage échappe à la saisie.” (Kristeva : 1998, p. 141). Proponemos en las páginas siguientes abordar temas menos trabajados en la narrativa de Couve, que por lo general se han centrado en el realismo, anacronismo y marginalidad de su obra[1]. Poder leer todo Couve gracias a la edición de su narrativa completa, nos ofrece la posibilidad de abrir una nueva perspectiva, “al hacerlo [al leerlo de corrido],” dice Adriana Valdés, “veo una figura distinta de su escritura, y con ella más lecturas posibles, basadas en el despliegue de su narrativa en el tiempo.” (Couve : 2003 prólogo, p. 8). En efecto, su obra comienza en el año 1965 con la publicación de Alamiro, y se prolonga hasta el año 2000, con la edición póstuma de Cuando pienso en mi falta de cabeza. Treinta y cinco años donde se debe incluir un largo período de silencio: diez años, luego de la escritura de  El pasaje  (novela escrita en 1977-1978, y publicada en 1989).

Nosotros también hemos creído ver otra figura en estas narraciones: una figura inaprensible. Hemos creído oír voces que nos llevan a pensar en el autor, en el narrador o los personajes. Rostros, sombras, ecos que aparentemente no serían más que una ilusión. Nuestras certezas no duran más que el lapso de unas cuantas páginas, unos cuantos párrafos: nuestra percepción parece estar constantemente puesta a prueba. En Couve, el pintor y el escritor siempre han estado unidos. Su narrativa, extremadamente visual, pareciera poder arrancar sólo una vez descritos los escenarios donde van a actuar los personajes. Lista la puesta en escena, la temática se centra, por lo general, en torno a la pintura, el arte, los recuerdos de infancia y experiencias adultas del narrador o de los personajes. Los textos han sido recibidos, a menudo, como confesiones libradas por Couve, olvidando el dominio de una profesión, la de escritor, y elevando al primer plano la figura del autor: el blanco de las críticas y el centro de las novelas. Nos parece que se ha tendido a sustituir al narrador o a alguno de los personajes por la figura del autor. A continuación nos gustaría intentar ver lo que en la narrativa de Couve produce ese efecto, ese enmascaramiento que conduciría a confundir las dos instancias (personaje y figura de autor o narrador y figura de autor). Para ello proponemos abordar principalmente la que es quizá su novela más leída,  La Comedia del Arte (pdf)   y su novela póstuma  Cuando pienso en mi falta de cabeza (la segunda comedia).(pdf)


1. Estrategias de la ambigüedad

¿Qué puede conducir a un especialista en arte a concluir que La Comedia del Arte  “es el relato de su propia farsa [...]” (Mellado : 1996, p. 45)? Como testigo privilegiado de las conversaciones que Couve sostenía con sus colegas de la facultad de arte, el crítico nos entregaría la clave para entender que no sólo se trata de la condena y fracaso del protagonista de la novela, el pintor Camondo, sino que también del propio Couve. Nos revela que la intención del autor ha sido confundir al lector ya que el título no remitiría al espacio renacentista, sino a conflictos personales del autor con el medio plástico chileno. Claramente se ha visto aquí el retrato del protagonista como un equivalente del de Couve, su copia, su doble. En cierta medida eso es posible, pero no creemos que por las razones aludidas por el crítico, sino por la puesta en marcha de estrategias narrativas más sutiles. En  La Comedia del Arte, Camondo, pintor fracasado, se traslada, acompañado de su modelo Marieta, a vivir a Cartagena, lugar donde vive el narrador a oídos de quien llega la historia que nos contará en las páginas siguientes. Las semejanzas saltan a la vista: el pintor, Cartagena (balneario donde vive Couve desde 1984), un narrador con estos antecedentes resulta tentador hacer la amalgama entre el personaje y el autor. Hasta ese momento sus novelas habían sido calificadas de “impersonales”, nunca de algo que pudiera parecerse a una autorreferencia o a alguna experiencia declaradamente autobiográfica, que es lo que en cierta medida hace el crítico; a pesar de que en algunos artículos de prensa se había insinuado, pero menos violentamente, una semejanza entre el trío formado por el narrador, algún personaje y el autor. Lo paradójico es que sus narraciones han sido vistas como impersonales, escritas con la “tercera mano” (Sierra : 1970, p. 20) según decía Couve, pero muchos han encontrado semejanzas con la figura del autor. Entonces, sus relatos son ¿impersonales o autorreferenciales?

Philippe Gasparini en su libro Est-il je? explica que la ambivalencia se articula en torno a la identidad del protagonista que a veces se puede identificar con el autor, lo que hace que se imponga una lectura autobiográfica, y en otras se aleja de él y la ficción recobra importancia. De este modo el texto está saturado de signos que llevan a la conjunción o a la disyunción de dos instancias. Dentro de las estrategias de la ambigüedad genérica (aquélla que conduce al lector a preguntarse si se trata del autor que cuenta su vida o bien un personaje de ficción) está la que consiste en dar pautas de lectura contradictorias. Es decir, el autor jugará con los operadores de identificación para amalgamar o para separar las instancias narrativas; por lo tanto, las estrategias se distinguen según el grado de importancia otorgado a la ficción (Gasparini : 2004, pp. 14-25).

En efecto, la figura del autor puede ocupar dos lugares en  La Comedia del Arte : el del narrador y el del personaje. Por una parte, el narrador-escritor podría ser el reflejo de Couve-escritor que abre la novela evocando las dificultades que tuvo al escribirla, para poder encontrar el tono preciso, de las licencias que se ha tomado respecto de sus novelas anteriores (abandono de la narración en tercera persona, darle mayor importancia a la oralidad). Por otra parte, el personaje principal, el pintor Camondo, podría ser el reflejo de Couve-pintor. Dos oficios en común, dos apellidos con iniciales en común. Pero esto no es nuevo en su narrativa, desde un comienzo Couve empleó algunas de estas estrategias, como la de llamar a sus personajes con nombres que empezaran con “A”. Por las novelas desfilan: Alamiro, Angelino, Anselmo, Augusto, Angélica y Alonso. Recordemos igualmente que su primer texto Alamiro (1965) está escrito en primera persona y comienza así: “Nací en uno de los cerros de Valparaíso”. Inmediatamente se establece la relación con el autor que también nació en Valparaíso. La voz no se identifica, y, teniendo en cuenta que al lector no le gustan los vacíos, el espacio de esa primera persona gramatical lo completamos con el nombre que figura en el título: “Alamiro”. Este nombre tiene una consonancia poética. José Miguel Vicuña en el prólogo a la primera edición escribe: “Alamiro / Ala, para volar./ Miro, para ver.” (Couve : 1965, p. 7); y continúa estableciendo el parecido : “Delgado, firme y ágil, este sonido sugiere las cualidades vivas del creador que en este libro construye su organismo.” Ciertamente no es el nombre “Alamiro” que le ha evocado la figura de Couve, sino la lectura del texto que se compone de recuerdos de infancia que transcurren como imágenes de un sueño, fragmentos brevísimos, escenas. El indicio del lugar de nacimiento más el empleo de la primera persona, nos hace pensar primero en el autor, pero se trata de Alamiro. Un Alamiro que arrastra la sombra de Couve cuando continuamos la lectura y vemos que existen otros indicios biográficos pertenecientes al autor y prestados al protagonista. El error de recepción, la confusión de las instancias, diría Gasparini, provendría de “l’insuffisance de marques de fiction” (Gasparini : 2004, p. 26).

Si avanzamos cronológicamente en su narrativa muchas veces tenemos la impresión de que Couve se deja entrever a través de personajes o circunstancias que recuerdan vivencias personales y que se repiten en varios textos: antecedentes familiares (llegada del fundador de la familia a Chile: “Méric” –1970–), experiencias personales (internado, estudios: El tren de cuerda (1976), “Mamparas del Sagrado Corazón” –1993–), oficios (relacionadas con el arte: La lección de pintura –1979–, Cuando pienso en mi falta de cabeza), el arte (pintores aficionados, coleccionistas: El tren de cuerda, El cumpleaños del señor Balande –1990–), lugares donde se desarrolla la acción (los mismos donde vivió el autor en su infancia o ya adulto : El tren de cuerda, La lección de pintura, La Comedia del Arte, Cuando pienso en mi falta de cabeza), viajes (los mismos que realizó Couve al extranjero: El picadero –1974-“La cúpula de Brunelleschi” –1970–), etc. –ni la lista ni los ejemplos de los textos son exhaustivos–. Quizás podríamos intentar explicar este efecto de identificación a través de lo que Gasparini considera ante todo como “[...] un fait de réception, une hypothèse fondée non sur des règles mais sur un faisceau d’indices” (Gasparini : 2004, p. 34). Cuando los indicios se repiten en los textos de manera bastante parecida y, teniendo en cuenta que ya no necesitamos recurrir a nuestra memoria para notarlo, con la “lectura de corrido” que nos ofrece la  Narrativa completa  los indicios a los que hacemos referencia adquieren mayor fuerza y presencia y en esa repetición tienden a hacernos pensar que es el Autor que habla del Autor a través del narrador y los personajes. Si se trata entonces de un hecho de recepción, suponemos que así habría sido leído entonces: cada indicio “personal” habría sido interpretado para reforzar la hipótesis de que se trataría del narrador o del personaje que traducen la voz de Couve, como un alter ego[2]. A esto se agrega la repetición de la “A” que va a reforzar la hipótesis “autorreferencial”, por la identificación onomástica que evoca, de este modo sus obras parecieran tener más de “personal” que de “impersonal”. Podemos agregar igualmente que en ocasiones Couve ha prestado apellidos de su familia (directa o por alianza) a sus personajes como: Chabry (La copia de yeso, 1989) o Condarco (El picadero, 1974).

En cuanto a  La Comedia del Arte, esta ofrece una “concentración” de indicios que hicieron que el texto fuera recibido como “autorreferencial”: Camondo, pintor establecido en Cartagena tiene cincuenta años, no lejos de la edad de Couve en 1995, y un indicio más, Camondo entra en una grave crisis, y sabemos que Couve sufría fuertes crisis que terminaron en un suicidio. El pintor Camondo se llama Alonso, o sea las iniciales de Adolfo Couve y esto nos hace creer que el uno es el reflejo del otro: CA - AC, como en un espejo. O quizás esta “AC” de Alonso Camondo, sea lo que hace que veamos con más fuerza la “A” de Adolfo y su figura en las “A” de los relatos anteriores. A veces no resulta fácil determinar qué nos hace ver qué. Como si se tratara de un complejo juego de espejos en el que la imagen original se vuelve inaprensible como en un laberinto. Como si hubiésemos caído en una trampa: tomar los indicios personales y creer que se trata del autor, sólo porque esas iniciales evocan su nombre y su figura. La superposición de dos instancias en un relato en primera persona puede basarse, dice Gasparini, en otros criterios además del nombre y apellido; la identidad no se define sólo por lo que señala el registro civil, sino también por el aspecto físico, los orígenes, la profesión, el medio social, la trayectoria personal, los gustos, las creencias, el modo de vida etc. (Gasparini : 2004, p. 45). Couve parece utilizar una estrategia de este tipo: no emplea indicios de primer nivel (aquellos antecedentes que figuran en el estado civil de la persona), sino que juega con esa segunda identidad, aquella que está en constante evolución. En las páginas finales de  Cuando pienso en mi falta de cabeza, Camondo entra sin ser invitado a una fiesta debiendo ocultarse de los demás, hasta ser descubierto. Cuando se ve acorralado es reconocido por un invitado, un diplomático, que llega en ese momento a la fiesta e inmediatamente halaga su talento, su gran conocimiento sobre el arte, invitándolo a darle una visita guiada por la casa donde abundan las obras de arte. Camondo adquiere entonces otro rasgo del autor: el de profesor de arte. El invitado que lo ha salvado nos recuerda igualmente al pariente diplomático de Couve que lo recibió en Nueva York en el año 1962, cuando estuvo viviendo en esa ciudad. Y a su vez este personaje diplomático nos hace pensar en otro personaje-pariente diplomático: el tío del protagonista de la novela epistolar  La copia de yeso (Couve : 1989) que es embajador de Chile en Francia. Volviendo al final de  Cuando pienso en mi falta de cabeza, el diplomático se ofrece a llevarlo de regreso en su limusina. Camondo acepta y poco después de partir se duerme profundamente, un sueño que más se parecería a la muerte.

Aunque es grande la tentación de considerar esta novela como “autor- referencial”, como una confesión disfrazada, esto nos haría olvidar la trayectoria del escritor. Lo que no nos impide pensar que la figura del autor se insinúa en las novelas ; pero como un reflejo, como una sombra, no como un retrato pictórico que se describe, ni como un retrato literario sino como un juego de claroscuros, de transparencias que permiten percibir y luego ocultan. Todo ese desfile de nombres, iniciales, apellidos que pensamos que le dan consistencia a los personajes más bien parecen llevarnos por caminos errados ya que finalmente lo que hacemos es oír voces o vislumbrar figuras que no logramos aprehender completamente. Pero más que la imagen, más que una materialidad deberíamos a lo mejor interesarnos en la voz. Maurice Couturier (1995, p. 73) dice que “Pour le romancier moderne, l’enjeu principal consiste donc à imposer son autorité figurale à un texte dont il feint se désolidariser. C’est de cette logique paradoxale que découlent les différents modes de dédoublement énonciatifs [...]”.


2. Voces, sombras, máscaras y vacío

Ya nos decía Gasparini que existen otros indicios aparte del nombre para crear ese juego entre ficción y realidad. Esos nombres a los que tanto nos aferramos para determinar una identidad. Christine Buci- Glucksmann en su libro Tragique de l’ombre (1990), señala respecto de los nombres de algunos personajes de óperas barrocas que estos no son más que: “tracés d’ombres, projections et miroirs réfléchissants pour cette esthétique du spectral et de la délectation, qui de Shakespeare à Pessoa n’a cessé de faire retour” (Buci-Glucksmann : 1990, p. 16). Proyecciones, reflejos, sombras y en ellos creemos distinguir la figura de Couve. Esa trinidad formada por el autor el personaje el narrador se refuerza en las dos últimas novelas de Couve, donde una estética particular se impone. Las voces se confunden:

Cuando niño no tuve juguetes, sólo libros con estampas para mayores; a veces mis ansias de viajar e introducirme en esos remotos parajes me hacía tijeretear a escondidas las láminas, dejando entre las letras y los párrafos ventanucos vacíos, un verdadero desafío para esas deficientes descripciones: ¡Vámonos, Camondo, acá ya no nos quieren, acá todo está terminado! ¿Qué será de ti a la hora de mi muerte? Una sombra, un deleite de la envidia, un montón de ruina, como esos pájaros cautivos que de pronto se escapan y, aterrados, solos, hambrientos, las plumas vueltas, llaman a gritos desde la copa de los árboles, para que sus amos los encuentren, y sometan otra vez al cariño de sus jaulas; te llevaste lo mejor del desfile, no hubo clavel que no rebotara en tu pecho, tu pecho hueco, peto de mala resonancia, latón de fantasía festoneado con ese par de leones rampantes baratos hechos en molde; Camondo al proscenio, yo al último rincón del paraíso; ese teatrucho destartalado del Colón de San Pablo con Matucana, donde obtuviste la mención honrosa en el concurso de pintura al aire libre; habían alzado la mortaja del telón [...] la fachada ploma de ese coliseo de barrio, la marquesina sin cristales y dos hornacinas vacías a los costados, donde los padres sentaban a sus hijos y les abrochaban los zapatos; en un sitio eriazo en el que venden materiales de demolición he visto butacas de ese cine, en rumas como pirámides, las baldosas del foyer, que Berríos bruñía con esmero, amontonadas por docenas y a precios irrisorios, y así, los urinarios, los tramos de la escala, que adosada al muro llevaba de la platea al paraíso, sus peldaños, la baranda, los descansos, que bien recuerdan los condenados que la subían. (Couve : 2000, pp. 47- 48).

Habla Camondo (que ha tomado la palabra desde el comienzo de la novela) y recuerda su infancia: niño solitario, como todos los demás niños de las novelas de Couve. Se habla de descripciones, tema muy abordado por la crítica respecto de su narrativa, y Couve, por su parte, declaraba estar muy interesado en buscar “una imagen no material: el verbo” (Correa : 1977, p. 37). Lo que nos llama la atención es el vacío y la imposibilidad de colmarlo que se destaca en estas primeras frases, donde la imagen aparece como superior al texto. Violentamente irrumpe una voz que interpela a Camondo invitándolo a partir. Una voz que no identificamos y que pareciera salir de la nada, para dirigirse a un lugar no definido. De esta voz depende la existencia de Camondo: “¿que será de ti a la hora de mi muerte?” Descartamos que sea la voz del narrador ya que no sólo no conoce la infancia de Camondo, ni siquiera a Camondo, sino que no ha tomado a cargo el relato hasta ahora. Pensamos en otra voz de Camondo, como una voz interior, un desdoblamiento enunciativo. Pero al no tener la certeza de dónde proviene la voz, también tendemos a tomar como referencia al autor que se presenta como un punto de referencia cuando se produce, lo que podríamos llamar, un “flottement discursif.” (Couturier : 1995, p. 93)[3]. Couturier señala además que: “Le roman moderne sera donc habité d’entrée par plusieurs énonciateurs entre lesquels l’auteur réel distribuera ses effets de voix et aussi ses désirs, rendant ainsi le lecteur capable de reconstituer à coup sûr les contours du “sujet-origine” (1995, p. 73). Sólo que las fuentes de enunciación no son tantas en este caso, siempre la trinidad autor-personaje-narrador, de la cual el narrador se ha ido retirando. Finalmente los contornos no son fáciles de reconstituir, al contrario, tienden a “desdibujarse”, para emplear una palabra frecuente en las novelas de Couve.

Esta voz aparece y presagia, para después de su muerte, el destino de Camondo convirtiéndolo en: “Una sombra, un deleite de la envidia, un montón de ruina”. Una “sombra”, un “deleite”, una “ruina” para introducirnos en una estética de decadencia, además del trágico destino que le espera a Camondo. Couve ya había trabajado anteriormente esta frontera donde sujeto y lugar se superponen convirtiéndose el lugar en una metáfora del sujeto; recordemos Balneario (1993)[4]. Además, tanto en  Balneario  como en este texto Couve aborda la frustración de añorar algo que no se podrá lograr aunque la oportunidad se presente: Angélica Bow protagonista de  Balneario, es una mujer de edad en busca de una aventura, de algo que se parezca al amor y la haga sentir que está viva, por una parte; y en  La Comedia del Arte  estos pájaros que añoran su libertad pero sólo pueden vivir cautivos, por otra. Una decadencia que también se manifiesta en el festejo del premio obtenido por Camondo. Notamos un campo semántico propio de una representación teatral:  proscenio, paraíso, telón, butacas, foyer, platea; donde “paraíso” no es muy usual para referirse a “galería”, y nos recuerda el empleo de términos poco frecuentes característico en Couve, además de la oposición paraíso/infierno. Varias de las palabras relativas a la representación teatral tienen en el texto un lado negativo o despectivo: teatrucho, mortaja, coliseo, condenados.

Para la celebración del premio de Camondo, la voz y él han debido separarse físicamente: Camondo en el escenario, la voz en la galería. Es a partir del momento de la separación que el lugar donde se desarrolla el evento comienza a aparecer como “una ruina”: el telón roto, la marquesina sin vidrios, las hornacinas vacías, un coliseo de barrio. Dos palabras nos llaman la atención. Primero, “mortaja”, que nos introduce en un ambiente de sombras y de muerte. Sentimiento que finalmente no ha desaparecido de estas dos últimas novelas y que se ha ido intensificando, ya que la figura de cera de Camondo ha sido decapitada al final de  La Comedia del Arte  y ha regresado en busca de su cabeza. En segundo lugar tenemos “coliseo”. Si bien “coliseo” nos remite a teatro, primero nos hace pensar en la Roma antigua: teatro de ejecuciones, teatro de muerte. La polisemia de algunos términos crea situaciones simultáneas: una para celebrar, la otra para condenar. De todo esto nos informa esta voz sin cuerpo. Es ella la que recuerda, pero somos nosotros los que vemos a esos niños convertidos en estatuas momentáneas cuando los padres los sientan en las “hornacinas vacías”. Es ella que nos dice que Camondo es un cuerpo vacío: “tu pecho hueco”. Entonces recordamos las estampas recortadas, el hueco dejado en las páginas y la imposibilidad de reconstituirlas a partir del texto. Y pensamos que de Camondo sólo tenemos una imagen, y además incompleta. Que finalmente esa figura de cera en que ha sido transformado, es lo más cercano a él. Retrato plástico, retrato literario tan vacíos el uno como el otro. Ya no parecen importar los nombres con “A”, ni los apellidos con “C”, ni las profesiones. Ya no vemos a nadie, o lo que creemos ver se desvanece y apenas si podemos atribuir una fuente a las voces. Y si la que podría ser la voz de Camondo funciona de manera independiente, parece hacerlo para constatar el estado de desolación, ruina, decadencia al que se está condenado. La Comedia del Arte  comienza con el título “Camondo en los infiernos”, sigue “Abjuración de Camondo”, y “Metamorfosis”. Es en esta tercera y última parte que Camondo ha sido transformado en una figura de cera, en una réplica colosal, dice el texto. Esa figura de cera necesitó un molde, y el molde fue Camondo, ese Camondo hueco.

En este ambiente de ruinas, los espectros parecen multiplicarse. Cuando Camondo abatido por su fracaso y el abandono de Marieta decide suicidarse, entra desnudo en el mar, pero el agua tan fría lo hace retroceder y sólo se recuesta en la arena y se duerme, entonces: “Una mano pálida como su rostro lo acariciaba cuando despertó.” (Couve : 1995, p. 45). Una mano pálida, ¿una mano fría ? La mano de Helena, una mujer que ha perdido la razón, que ha perdido la vida con la muerte de su marido, ahogado. Es como un fantasma que viene a despertar a Camondo. Esta mujer vestida de negro que no deja de recorrer la playa agarrándose la cabeza y que Camondo ya había visto: “esa figura de oscuro que constantemente se le cruzara frente al motivo” (Couve: 1995, p. 43). Más adelante, Camondo ve caminando tranquilamente por la playa a “una sombra, un espectro sutil, vestido de transparencias [...]” (Couve: 1995, p. 139). Una figura similar aparece en  Cuando pienso en mi falta de cabeza, pero esta vez como una aparición a Sandro, el joven y talentoso pintor : “[...] una tarde de diciembre, la ventolera le trajo hasta el caballete a una vieja intrusa, especie de espantapájaros, velamen de seda negra adherida al mástil de sus huesos” (Couve : 2000, p. 56). Estas visiones o apariciones nos hacen pensar en fantasmas o en divinidades. La Helena de  La Comedia del Arte es primero como una aparición, como esa figura, esa copia que París lleva a Troya, de acuerdo con una de las versiones de la historia. La Helena de Couve también nos hace pensar en las Parcas, al menos en dos de ellas: en Cloto, ya que en la playa es como si le diera un nuevo hilo de vida a Camondo tras su suicidio fallido; y en Atropos, cuando se trata de la vieja intrusa que se le aparece a Sandro.

A medida que avanzamos en el texto, este se vuelve más sombrío, donde predominan apariencias engañadoras, donde ya no tenemos la certeza de saber quién habla, y que parecen lugares detrás de los cuales se oculta el autor. Sombras que lo ocultan, sombras que lo delatan.

¿”L’auteur en fuite”? (Couturier : 1995, p. 77). “Para mí fue la solución, el disfraz, la única forma de completar mi figura, ya que una vez dentro de esas ropas, eché hacia adelante el holgado capuchón y suplí, con las sombras que éste encerraba, la cabeza, los rasgos, las facciones, mis ojos, la boca, el mentón la frente.”, dice Camondo (Couve, 2000, p. 38). Nos llama la atención el juego entre los artículos definidos y los pronombres posesivos. “Mi figura” y “mis ojos”, el resto aparece como algo general, a distancia, como cuando se comenta un cuadro. Pero se trata de “mi figura” oculta tras un aspecto que no es el mío necesariamente. “Mis ojos” son la fuente de esta percepción. Entonces, uno se pregunta, la figura y los ojos de quién, ¿de Camondo? ¿Del autor?

Cuando vemos algo, parecen ser máscaras y cuando creemos que se trata del autor, nos invaden las sombras. En el relato “Gastón del Sebo”, se dice que cuando un rey solicitaba un retrato, no sólo se necesitaba “un caballo relleno de estopa, sino además un lacayo obediente, que posara y soportara durante largas horas el peso de las vestiduras, emblemas y condecoraciones del monarca. El Rey tan sólo prestaba la cabeza”. La cabeza es lo que prima, no lo que hay detrás. Pero a su vez, las cabezas se transforman en máscaras, ya que finalmente están disociadas del cuerpo; lo que lleva al personaje de este breve relato a comentar que “el retrato que exhibían tenía muy poco de su señor y en cambio de él, el cuerpo entero” (Couve : 1970, p. 59). Pero el cuerpo no es lo que cuenta, sino la cabeza, la  visión capital. Las novelas de Couve parecen haber quedado marcadas “con su cabeza”. ¿Quién no ha visto acaso en el niño pintor de  Lección de pintura  al niño pintor Couve? Pero también quizás se pueda ver en el  Niño de las láminas  o en  El niño de la chaqueta blanca, ambos óleos de Cosme San Martín, a otros niños-personaje que nos hagan pensar en el autor. Puesto así, el referente ya no se podría restringir a la sola figura autobiográfica de Couve, que por lo demás se presenta como una sombra.


Conclusión

Acaso no hemos notado que una máscara aterra a los pequeños, incluso cuando sus rasgos sonríen nos pregunta Kristeva (1998, p. 117). Las máscaras producen extraños efectos y por nuestra parte recordamos un cuadro de Adolf Menzel,  Mur d’atelier, (1872) en el que cuelgan de un muro, cubriéndolo completamente, máscaras, torsos, manos e instrumentos de geometría. Es decir, todo el material que acompañaba al artista en su trabajo durante el siglo XIX. Pero produce incomodidad ver esos fragmentos de cuerpo, esas reproducciones colgando. Sobre la intención de tal acumulación, Daniel Arasse dice que se ha dudado mucho y que más allá de toda intención, el cuadro “est révélateur en ce qu’il implique la mort d’un système au sein duquel il continue de se situer [...]” (1996, p. 181). Camondo y su partida a Cartagena, sus intentos fallidos por realizar un paisaje, su frustración ante la fotografía, la pérdida de su modelo Marieta, su tozudez por trabajar a la antigua, lo conducen a una crisis y a terminar convertido él mismo en un pseudo cuerpo mutilado. Camondo como su propia alegoría.

Muchas veces creemos ver, pero no distinguimos. Imaginamos rostros, pero son máscaras: el pintor viejo, la modelo, el fotógrafo, el pintor joven; imaginamos lo que hay detrás, pero están vacías. Sólo proyecciones. Couve nos pasea con gran habilidad por estos mundos que están siempre en el límite de la ficción y la autorreferencia, de lo pictórico y lo literario, de lo real y lo imaginario. Apareciendo en los textos y borrándose al mismo tiempo. La metatextualidad ocupa un lugar importante para confundir las pistas y permitir la fuga del autor. Desde los niños pintores, niños solitarios de las primeras novelas, hasta el viejo pintor Camondo, que igualmente fue un niño pintor y solitario, pareciera que el círculo se cerrara y que detrás estuviera siempre como tras un velo la figura de Couve. “Toda visión no es otra cosa que una transubstanciación capital” nos decía Kristeva (1998, p. 11).

 

 

Notas

[1]  Ya hubo quienes se cuestionaron y propusieron leer a Couve desde otro lugar que los habituales.  Cf. Fernando Pérez V., “Adolfo Couve, diario de una lectura, apuntes para un réquiem” y Adriana Valdés, prólogo a Cuando pienso en mi falta de cabeza (Couve : 2000, pp. 7-29).

[2]  La Narrativa completa hace sobresalir estos indicios para el público en general, ya que antes de la  Narrativa completa  no era fácil acceder a los textos. En cuanto a los críticos de Couve, estos han sido prácticamente los mismos, y muchos de ellos han seguido toda su trayectoria.

[3] Philippe Gasparini aborda igualmente el tema del anonimato como una estrategia autor-referencial. “Dans cette optique, le sujet qui se raconte, dépourvu d’identité onomastique, renvoie inévitablement au seul individu qui dès la page titre, accepte de prendre en charge le récit, l’auteur. Car le lecteur a horreur du vide.” (p. 40).

[4] En particular el  incipit, que abre y cierra el texto con prácticamente las mismas palabras : “Cartagena, el balneario, esa playa sucia, abandonada todos los inviernos, ese escenario, esa apariencia, ese deterioro infinito, techos aguzados, aleros repletos de murciélagos, ventanas sin postigos, abiertas al mar que las habita como a los recovecos entre las rocas. Balcones carcomidos, escalas de servicio, clausuradas, que se han venido al suelo, veletas oxidadas y atascadas, pájaros de fierro que porfían en la persistencia del viento. Llovizna que aparta de las olas a las gaviotas hambrientas, bandadas organizadas de pidenes que incrustan su paso presuroso en la arena negra, las calles retorcidas con letreros que chirrían y agitan graves faltas de ortografía.” (Couve : 1993, p. 11). “Cartagena, el balneario, esa playa sucia, abandonada todos los inviernos, ese escenario, esa apariencia, ese deterioro infinito, techos aguzados, perdida entre la muchedumbre como un despojo a la deriva.” (Couve : 1993, p. 25).

 

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Bibliografía

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Buci-Glucksmann, Christine. Tragique de l’ombre. París, Editions Galilée, 1990.

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Couturier, Maurice. La figure de l’auteur. París, Seuil, 1995.

Couve, Adolfo. Alamiro. Santiago, Editorial Universitaria, 1965.

Couve, Adolfo. En los desórdenes de junio. Santiago, Editorial Zig-Zag, 1970.

Couve, Adolfo. El picadero. Santiago, Editorial Universitaria, 1974.

Couve, Adolfo. El tren de cuerda. Santiago, Pehuén Editores, 1991 (Galería Época, 1976).

Couve, Adolfo. La lección de pintura. Santiago, Editorial Pomaire, 1979.

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Couve, Adolfo. El cumpleaños del señor Balande. Santiago, Editorial Universitaria, 1990.

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Sombras del autor en la narrativa de Adolfo Couve
Por Andrea Garrido
Publicado en Cahiers de LIRICO, N°1, 2006